«Cuando alguien en una comunidad moral profana uno de los pilares sagrados que sustentan la comunidad, la reacción seguramente será rápida, emocional, colectiva y punitiva.»
(Jonathan Haidt: La mente de los justos).
En 1992 la candidatura de Bill Clinton a la presidencia de los Estados Unidos de Norteamérica asumió como seña de identidad la toma de conciencia de la importancia de la economía en la vida concreta de los ciudadanos. James Carville, el director de su campaña, lo expresó de forma sucinta con la frase: “la economía, estúpido”; de gran éxito luego en su versión popularizada: “¡es la economía, estúpido!”. Fue una de sus bazas frente al candidato George W. Bush, que traía como credencial su éxito sin duda histórico frente a la hidra comunista.
Supongo que este es el sueño de cualquier director de campaña que trabaja frenéticamente por, ante todo, captar la atención de los votantes saturados hasta decir basta por un aluvión de eslóganes, promesas y datos de toda naturaleza y condición: dar con un tema que llegue a todo el electorado con rapidez, que impacte en su mente y corazón y se instale en las conciencias de quienes acudirán a votar causando en ellas esa pulsión incontrolable que finalmente se traduzca en la introducción de la papeleta conveniente en la urna correspondiente.
En esta campaña de las elecciones municipales y algunas autonómicas el tema no es la economía. Podría serlo; ¿por qué no? Al fin y al cabo la economía es siempre un asunto primordial en cualquier localidad o región de nuestro país. La economía condiciona de manera decisiva la dimensión social de la vida de cualquier ciudadano. En cualquier pueblo y ciudad las condiciones materiales de nuestra existencia no deben ser despreciadas nunca, porque dependiendo de aquéllas la vida que tengamos puede ser mejor o peor. Creo que esto se lo podemos conceder a Karl Marx. Pensemos por un momento en el gravísimo problema que representa la vivienda para una buena parte de los españoles, sobre todo de esas localidades en las que el turismo desbocado y la codicia de tantos convierten los pisos en “microhoteles” sólo asequibles para quienes las visitan siempre y cuando disfruten de un cierto poder adquisitivo. Y qué decir de algo tan material como cuidar de tener las condiciones de vida precisas para que la gente no abandone su territorio de nacimiento, escapando de la desolación. Con la economía tiene que ver así mismo el deterioro de la sanidad pública, que da muestras de hallarse en una preocupante situación en prácticamente todos los territorios del Estado, porque sin los recursos de financiación que necesita difícilmente podrá volver a los buenos estándares de calidad que llegó a tener en el pasado. A la infraestructura material corresponde también el muy serio problema medioambiental que ya en tiempo presente está exigiendo dramáticamente nuestra atención y que se nos impone en forma de pertinaz sequía. No sé cuántos de nuestros políticos en pueblos y ciudades se han puesto con seriedad y rigor a pensar y debatir sobre estos problemas.
Lejos, muy lejos de todo esto, lo que trasciende es que estas elecciones son un plebiscito en el que la ciudadanía ha de emitir un veredicto sobre el “sanchismo”. ¿Que qué es eso? Nadie ha dado una definición precisa, pero según se colige de las manifestaciones de unos y otros que a él se han referido en contextos varios, básicamente se trata de un movimiento que tiene por objetivo la destrucción de España, lo que incluye romperla, traicionarla, arruinarla, dividirla, entregarla a sus enemigos. España es concebida así como un cuerpo sagrado que hay que proteger a toda costa de los ataques de los malvados que la odian. El relato –como se suele decir ahora– es que nuestro actual Presidente del Gobierno es el gran felón –en expresión en su día del prematuramente amortizado Pablo Casado–, un individuo carente de sentido moral, sólo movido en su proyecto político por la ambición personal, lo que le descalifica como defensor de la nación, la única merecedora del tal nombre. La prueba irrefutable de ello es que tiene un acuerdo nada más y nada menos que con EH Bildu, partido que no tiene el más mínimo escrúpulo en incluir en sus listas a asesinos de ETA, abyectas alimañas que tienen manchadas sus manos de sangre.
No «es la economía, estúpido», es ETA. Este es el gran mensaje de la derecha española que se viene repitiendo con el inicio de la campaña desde que se tuvo noticia (oportunamente ofrecida por COVITE, el Colectivo de Víctimas del Terrorismo) de la composición de las listas de candidatos a algunos ayuntamientos del partido abertzale. La otra baza de los partidos de la oposición es el contubernio con el independentismo catalán, pero éste carece de currículum terrorista por lo que como detonante de la indignación de la ciudadanía es menos efectivo que sus correligionarios vascos.
Aquí volvemos a tratar con un tema recurrente en mis textos sobre la actual forma de hacer política: la práctica eliminación del debate de ideas en favor de la continua emisión de mensajes que tratan de provocar en el ciudadano una respuesta emocional. Ahora lo volvemos a comprobar asistiendo a esta estrategia de recurso por enésima vez a ETA; es estrategia por su prolongación en el tiempo y por la repetición del mensaje en cualquier foro y por cualquier portavoz, sobre todo, del Partido Popular. Se trata de detonar en el elector la emoción del asco, la repugnancia moral, la repulsa. En primer lugar contra EH Bildu, contagiada toda ella de la pestilencia moral de los pocos exetarras incluidos en algunas de sus listas, e inmediatamente contra el PSOE contaminado todo él por un secretario general que carece de los escrúpulos que a cualquier persona de bien le impedirían llegar a acuerdos con una caterva de despiadados asesinos.
Para quien consiga mantener la cabeza fría ante tanto recuerdo interesado a las víctimas traicionadas por el felón –también traidor a su propio partido, el genuino PSOE, el de Felipe González– tales mensajes no resisten el más mínimo análisis racional, esto es, el basado en la lógica de los argumentos y los hechos. Porque, para empezar, lo más cerca que hemos estado en este país de una ruptura del Estado fue el día en que se aprobó por parte del Parlamento de Cataluña la Declaración unilateral de independencia (DUI). Entonces gobernaba el Partido Popular siendo Presidente Mariano Rajoy. Y si hablamos de atentados y sus víctimas recordemos que la mayor masacre terrorista ocurrió siendo Presidente del Gobierno José María Aznar, del mismo partido, el mismo que se empleó bien a fondo desde el principio, con su Ministro del Interior Ángel Acebes a la cabeza, en hacer creer que los autores de la tragedia del 11M –cómo no– pertenecían a ETA. Y así continuaron durante bastante tiempo sin importarles el dolor que tamaño negacionismo pudiera causar a los familiares de quienes perecieron a manos de los yihadistas. ¿Demuestra eso respeto a las víctimas?
Cuánto nos hizo sufrir ETA. Queríamos que dejase de matar, que desapareciera. Hace años que paró, en 2010, y no existe desde 2018. La pesadilla terminó, por cierto, con un gobierno socialista a cuyo frente se encontraba José Luis Rodríguez Zapatero y con Alfredo Pérez Rubalcaba como Ministro del Interior, el tantas veces denostado Pérez Rubalcaba. Precisamente por estas fechas de 2005, en un momento en que como ahora la economía no parecía el principal problema (era el entusiasmo de la burbuja antes de la gran crisis de 2008), ETA también era el arma dialéctica del partido que entonces presidía Mariano Rajoy quien no ahorraba en acusaciones al entonces presidente socialista de una carga moral demoledora como esta extraída de una sesión del debate parlamentario sobre el estado de la nación de aquel mayo de hace dieciocho años: «Si su mandato terminara aquí, usted pasaría a la historia como el hombre que en un año puso el país patas arriba, detuvo los avances, creó más problemas que soluciones, hizo trizas el consenso de 1978, sembró las calles de sectarismo y revigorizó a una ETA moribunda». En lo esencial no hay mucha diferencia con el mensaje actual del mismo partido. También como ha ocurrido con Sánchez según el PP entonces Zapatero llegó a la Moncloa de forma torticera, en su caso por los atentados del 11M, cuestionando así como en la presente legislatura la legitimidad de su gobierno. Igualmente, como al actual Presidente, se le acusó de «traicionar a los muertos» y se le dejó claro que no iba a contar con el más mínimo apoyo en la política antiterrorista de parte del principal partido de la oposición. Ahora bien, hace dieciocho años ETA era una amenaza real; de hecho, aún tendría ocasión de matar más y de causar más dolor. Pero hoy…
¿Qué importa la realidad? Para eso está Isabel Díaz Ayuso, destacada émula del trumpismo. Ella no va a consentir que la evidencia de los hechos le estropee un suculento ataque de demagogia. Y así, coqueteando ya sin remilgos con la pura conspiranoia, afirma que «ETA está viva»; ítem más, que «está en el poder, vive de nuestro dinero, mina nuestras instituciones, quiere destruir España, privar a millones de españoles de sus derechos constitucionales y provocar una confrontación». (A mí, sin embargo, se me ocurre que el contenido de esta última cita le vendría mejor aplicárselo, siendo objetivos, al capitalismo global financiero.)
Si se trata de respetar la Constitución y el «consenso de 1978», el que Rajoy acusó a Zapatero de «hacer trizas», la contradicción del PP me parece manifiesta. Lo que dice nuestra Carta Magna en su artículo 25 punto 2 es contundente al respecto de quienes han cometido delitos y son sentenciados a prisión: «Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la educación y la reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados. El condenado a pena de prisión que estuviere cumpliendo la misma gozará de los derechos fundamentales de este Capítulo [Capítulo Segundo: Derechos y libertades]». Así que un verdadero “constitucionalista”, como tienen a gala ser los miembros del partido de Feijóo, tendría que aplaudir la incorporación plena de todos los etarras ex-presidiarios a la sociedad que respeta las leyes de este país, porque es un éxito del sistema jurídico-penitenciario que demuestra el valor de nuestro modelo institucional democrático. No se puede ser defensor acérrimo de la Constitución a tiempo parcial cuando tu trabajo como político depende de la asunción de la misma, en su integridad. Que tremolemos el estandarte del constitucionalismo sólo para defender una idea de España con un fuerte sesgo ideológico que la reduce a un burdo fetiche patriotero mientras que lo dejamos a un lado en asuntos que no nos interesa reconocer en su relevancia (el derecho a la vivienda, por ejemplo) es ruin. Es lo que tantos están recordando estos días, incluso víctimas de la banda terrorista: que eso era lo que queríamos en aquellos terribles años de sangre y plomo, que sus asesinos dejasen las armas y se incorporasen a la palestra política.
A estas alturas la participación plena de los abertzales, incluidos quienes fueran asesinos de ETA, no tendría que ser motivo de controversia dados los hechos precedentes. Como muestra un botón: hace diez años el actual número dos de Feijóo en el Senado, Javier Maroto, al tomar posesión de la alcaldía de Vitoria tras pactar con EH Bildu aseguró que no le temblaban las piernas al llegar a acuerdos con nadie y que «ojalá cundiese el ejemplo». Es sólo uno de los ejemplos de las muchas ocasiones, de las que hay constancia en la hemeroteca, en que, cuando se consideró conveniente, hubo entendimiento y coincidencia entre los otrora sanguinarios asesinos y el partido que se jacta de hablar por todas las «personas de bien».
En cuanto al consenso de 1978 invocado por Mariano Rajoy en el referido discurso, hecho trizas por Rodríguez Zapatero en apenas unos meses de gobierno según él, no hay que perder de vista que tal consenso expresión del así llamado «espíritu de la Transición» fue posible por un perdón tácito de unos a otros; y quienes más perdonaron por aquel entonces fueron los que sufrieron la represión, las torturas, la cárcel y las sentencias de muerte de un despiadado régimen dictatorial vigente casi cuatro décadas. Al poco de fallecer su cabeza visible los que se encontraban en el bando de las víctimas de entonces se sentaron a hablar con muchos de quienes fueron sus perseguidores, que en ningún caso fueron juzgados por sus crímenes. Piénsese, como ejemplo, en el conocido como “Billy el niño”, Antonio González Pacheco, el torturador franquista que murió sin mediar violencia con sus medallas y sin ser juzgado hace este mes justamente tres años; pero también en Manuel Fraga Iribarne, destacado ministro franquista en su tiempo y corresponsable de las sentencias de muerte políticas ejecutadas por aquel entonces. Luego, merced a ese «consenso de 1978» invocado por su paisano, será el hacedor de Alianza Popular, antepasado del Partido Popular, y prócer de la autonomía gallega una vez reinsertado en la democracia. Qué caprichosamente selectivo es el juicio moral de Feijóo y los suyos a la hora de aplicar sus propios principios
La realidad insoslayable es que vivimos bajo el imperio de la «emocracia» (emocracy), término acuñado por el filósofo Bertrand Russell hace un siglo y que le he tomado prestado en más de una ocasión. Se trata de una versión degenerada de la democracia en la que son las emociones las que dominan el diálogo público, que no es tal pues apenas hay intercambio de ideas y de argumentos sobre la base de los hechos comúnmente reconocidos y de las verdades intersubjetivamente establecidas. En esta atmósfera política enrarecida surcada sin parar por mensajes como misiles, compuestos a imagen y semejanza del tuit, no se trata de mover al pensamiento constructivo sino a la emoción movilizadora contra el adversario. Por eso el PP tendrá siempre la tentación de recurrir a la baza del fantasma de ETA y mantendrá viva la polémica en torno a él mientras permanezcamos en modo de campaña electoral.
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