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Anatomía del racismo en el mercado laboral español

Fuentes: Afroféminas

«Conmigo parece que la exigencia es siempre mayor. No importa cuánto me esfuerce, nunca es suficiente, siempre tengo que hacer más». Esta frase, o una muy parecida, ha resonado en la cabeza de incontables mujeres negras y racializadas en sus puestos de trabajo. No es una paranoia. No es el síndrome de la impostora. Es el primer aviso, esa alarma interna que te dice que algo, sencillamente, no va bien. Este sentimiento, que no es una simple percepción o una inseguridad personal, es el primer síntoma de una violencia estructural que hemos normalizado hasta la médula. Es la prueba de que existe un sistema que además de excluirte, te manipula para que dudes de tu propia realidad, de tu valía y hasta de tu salud mental.

Este camino hacia la duda es una de las consecuencias mejor documentadas del racismo sistémico. La exposición constante a microagresiones, a un trato que te diferencia del resto y a una exigencia desmedida, te lleva a un agotamiento psicológico que el sistema, con una crueldad infinita, achaca a un fallo tuyo. Como lo describe la activista Viviana Santiago, las mujeres racializadas inician un «proceso de cuestionamiento de sus habilidades, derechos, percepciones, culminando con el cuestionamiento de su propia salud mental». Convertir la respuesta a la opresión en una patología es una de las armas más retorcidas del racismo en el trabajo. El sistema te abre la herida y luego te culpa por sangrar, presentando el trauma como un asunto privado y no como lo que es: una consecuencia política. La historia de aquella mujer gitana contratada como limpiadora en un hotel lo clava: fue sometida a una vigilancia asfixiante y a exigencias muy superiores a las de sus compañeras por una jefa que ya había dicho que no quería «gitanas en su equipo». La presión fue tal que tuvo que dejar el trabajo. El sistema lo lee como un fracaso personal, no como el resultado de un acoso racista con todas las letras.  

Por eso, nombrar las cosas por su nombre es un acto de pura resistencia. Decir en voz alta «Es racismo» es una declaración política que corta de raíz el ciclo de la duda y el auto-sabotaje. Decía Audre Lorde que transformar el silencio en lenguaje y acción es una forma de sobrevivir y de recuperar el poder. Cuando reconocemos nuestras historias en las de otras, construimos una conciencia colectiva que valida lo que sentimos y que planta cara a esa narrativa oficial que intenta borrarlo o quitarle importancia. Este texto nace de esa misma necesidad de diseccionar la anatomía del racismo en el mercado laboral español como una estructura de poder documentada, medible y sistémica que la sociedad y las empresas en España toleran, ignoran o, directamente, alimentan.

Radiografía de un mercado laboral segregado

El racismo en el trabajo en España no es una sensación, es un hecho que se puede medir en números, con un coste económico y social que debería escandalizarnos. Los datos oficiales, aunque muchas veces se queden cortos, dibujan un mapa clarísimo de un sistema segregado que castiga a las personas por su origen racial o étnico.

El estudio «Percepción de la discriminación» del Ministerio de Igualdad nos muestra una jerarquía racial sin tapujos. ¿Quiénes sufren más discriminación en el trabajo? Las personas de África no mediterránea, con un alarmante 41,7%. Les siguen las personas afrocaribeñas y afrolatinas (afrodescendientes), con un 33,8%, y la población magrebí, con un 33,6%. Estos números confirman que el problema está fundamentado en una Afrofobia evidente. Como señala elObservatorio Español del Racismo y la Xenofobia (OBERAXE), el 61% de la discriminación que se siente se debe al color de la piel o a los rasgos físicos. Tu cara y tu piel son tu condena.  

Y esta exclusión nos cuesta dinero a todos, desmontando de un plumazo cualquier discurso xenófobo sobre la supuesta carga de la inmigración. Un informe del propio Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones calcula que el impacto de la discriminación laboral y educativa hacia la población extranjera nos cuesta 17.000 millones de euros al año. Eso es un 1,3% de todo lo que produce el país (PIB). Aquí vemos la gran contradicción de este Estado, que mientras un ministerio echa cuentas de las pérdidas millonarias que causa el racismo, el ambiente político, a menudo envenenado por la ultraderecha, sigue alimentando las condiciones que provocan ese desastre.

Los informes de organizaciones como SOS Racismo lo confirman año tras año. En 2022, registraron 62 casos concretos de discriminación en el empleo, dentro de un problema mayor que llaman «racismo institucional», que fue la denuncia más repetida con 185 casos. Pero estas cifras esconden la invisibilidad. Si un 41,7% de un grupo de personas siente que se le discrimina en el trabajo, pero solo se denuncian unas pocas decenas de casos en todo el país, es que hay un abismo entre lo que se vive y lo que se registra. Y ese abismo es la prueba de la enorme desconfianza que tienen las víctimas en las instituciones. Cualquier política que se base solo en las denuncias formales está mirando una parte diminuta del problema y está condenada a fracasar. La exclusión es masiva, y las cifras oficiales son solo la punta del iceberg.

Ser mujer y negra en la oficina española

Si el racismo es el pan de cada día en el mercado laboral español, la mezcla de raza y género crea una opresión diferente y mucho más cruel para las mujeres negras y racializadas. Los problemas se multiplican. El sexismo y el racismo se dan la mano, creando barreras que no se pueden entender si se miran por separado.

Y los datos lo confirman. Un informe del Observatorio Español del Racismo y la Xenofobia (OBERAXE) lo dice bien claro: la discriminación que sufren las mujeres migrantes es «significativamente mayor que la masculina». Esta vulnerabilidad se traduce en lo que podríamos llamar un «techo de cristal de ébano». Si el «techo de cristal» es esa barrera invisible que frena a las mujeres blancas para llegar a puestos de poder, el de ébano está mucho más bajo y más duro. Las mujeres negras no solo tienen problemas para ascender en sus trabajos o desempeño profesional, sino que a menudo se quedan en los escalones más bajos de la precariedad. Están sobrerrepresentadas en trabajos de baja cualificación (un 24%) y de cualificación media (un 44%), aunque muchas veces tengan más estudios que sus compañeros.  

Una de las formas más sangrantes de esta violencia es el borrado estadístico. En España tenemos mil informes y leyes para medir la brecha salarial de género , pero la brecha salarial racial es un fantasma. No se mide, no se estudia y, por lo tanto, para el Estado, simplemente «no existe». No incluir la variable racial en los análisis de sueldos es una decisión política que niega el problema, impide cualquier solución y mantiene la desigualdad. Es una forma de violencia que nos condena a la invisibilidad económica.

La investigadora Fátima Ezzamouri cuenta cómo esta discriminación se vive en el día a día, hablando de una «cierta violencia hacia las mujeres musulmanas» en el trabajo, basada en una «imagen preconcebida» llena de prejuicios. Su experiencia lo ilustra a la perfección: no es solo el racismo que sufre un hombre racializado, ni el sexismo que sufre una mujer blanca. Es una misoginia racializada, una  misogynoir, que nos ataca justo donde se cruzan nuestras identidades. Para sobrevivir, muchas nos vemos obligadas a practicar lo que en Afroféminas llamamos la «Política de Respetabilidad»: estrategias para parecer «menos amenazantes» o «más profesionales» a los ojos de la blanquitud, como cambiar nuestro pelo o nuestra ropa. Este es un coste emocional y psicológico que ni nuestros compañeros blancos, ni siquiera los hombres racializados, tienen que pagar. Es una carga invisible que define el doble castigo de ser mujer y negra en la oficina española.  

Del currículum ciego a la humillación visible

El racismo estructural se palpa en acciones y omisiones muy concretas en cada paso de la vida laboral. Desde que mandas el currículum hasta el café de media mañana en la oficina, hay mecanismos de exclusión que funcionan con una eficacia que asusta.

La fase de contratación es el primer filtro, y el más salvaje. La discriminación aquí suele ser a la cara. Testimonios recogidos por organizaciones como la Fundación Secretariado Gitano (FSG) documentan casos donde a una candidata gitana le sueltan que «su físico no encaja» o que el jefe «no quería gitanas en su negocio». La investigadora Fátima Ezzamouri lo confirma: la discriminación al contratar es una «realidad medible y constatada». Los currículums van a la basura solo por el nombre o el origen, bajo la idea racista de que esa persona no será competente.  

Si logras pasar esa primera barrera, el racismo se transforma en acoso laboral. Y no es un simple mal rollo entre compañeros, es una estrategia de «limpieza» para mantener el espacio de trabajo racialmente homogéneo. Los datos nos dicen que un 4% de las personas racializadas ha sufrido acoso en el trabajo y a un 2% le han obligado a quitarse símbolos religiosos o culturales. Los casos que documenta la FSG muestran un patrón que se repite: un trabajador gitano es contratado y, desde ese momento, sufre un trato humillante. Le llaman «gitano» en vez de por su nombre, le vigilan como si fuera un ladrón o le acusan de cosas que no ha hecho. Este ambiente hostil, creado para hacerle la vida imposible, suele terminar con la víctima abandonando el trabajo. El resultado es el mismo que un despido por discriminación, pero la empresa se va de rositas. El acoso es, en realidad, una herramienta de «autodepuración» del espacio laboral, que fuerza la salida de quien es racializado y, por tanto, «no deseado».  

Y la respuesta a todo esto es, casi siempre, el silencio. Solo un 18,2% de las personas que sufren discriminación racial o étnica se atreve a denunciar. Esta cifra no significa que las víctimas sean pasivas, sino que es un suspenso rotundo a la credibilidad y eficacia de las instituciones. Las razones para no denunciar son un mapa de la desconfianza: un 20,6% cree que «no sirve para nada», un 18,3% lo ve como algo «normal», y un 13,6% admite que no sabe cómo o dónde hacerlo por miedo a las consecuencias. Las víctimas no solo no creen que el sistema (policía, juzgados, inspección de trabajo) las vaya a proteger, sino que temen que las perjudique todavía más. El problema no se arregla con campañas de «atrévete a denunciar», sino con una reforma de raíz de las instituciones para que sean, de una vez por todas, dignas de confianza.  

Para rematar, el racismo laboral llega hasta la discriminación por asociación. El caso de una peluquera no gitana que fue despedida después de anunciar que se casaba con un hombre gitano es el ejemplo perfecto. Su «delito» no era su etnia, sino su relación con alguien de una etnia estigmatizada. Esto demuestra que el racismo funciona como un sistema de control social que quiere poner fronteras y mantener a la gente separada, castigando al «diferente», y también a quien se «mezcla» con él.

España frente a sus vecinos

Poner la situación de España en el contexto europeo nos ayuda a ver la verdadera dimensión del problema y a quitarnos de la cabeza la idea de que somos una excepción. Si comparamos nuestros datos con los de países como Francia, Italia y Portugal, usando informes como «Being Black in the EU» de la Agencia de los Derechos Fundamentales de la UE (FRA) o los análisis de la Red Europea contra el Racismo (ENAR), vemos que hay problemas comunes, pero también algunas cosas que en España son especialmente alarmantes.  

La discriminación para encontrar trabajo es una enfermedad que recorre toda Europa. Pero la forma en que se manifiesta ese racismo cambia mucho de un sitio a otro. Aunque la discriminación que se percibe al buscar empleo en España (34%) es parecida a la media de los 13 países de la UE que se analizaron, hay un dato que nos deja en muy mal lugar: la precariedad laboral.

Como se ve en el gráfico, España tiene la tasa más alta de contratos temporales para la población afrodescendiente, un 45%, muy por encima de la media europea del 30%. Esto nos dice que el racismo en el mercado laboral español tiene una forma muy específica y eficaz de mandar a los trabajadores negros y racializados a los trabajos más inestables y precarios. Es una manera de asegurarse de que, si finalmente consiguen entrar en el mercado laboral, sea por la puerta de atrás, creando una especie de «apartheid laboral».  

Otro patrón que salta a la vista es el geográfico. Hay una diferencia enorme entre el «norte» y el «sur» de Europa en lo que se refiere a la cultura de la denuncia. Mientras que en países como Suecia se denuncia un 27% de los casos, los países mediterráneos guardan un silencio atronador: España (4%), Italia (6%) y Portugal (2%) tienen las cifras más bajas. Este «silencio mediterráneo» no es porque aquí haya menos racismo, sino por diferencias estructurales: la falta de confianza en las instituciones, los pocos recursos de los organismos de igualdad y una cultura que no protege lo suficiente a las víctimas.  

Las leyes de cada país también son un reflejo de su conciencia social. En Francia, aunque el racismo sistémico y los perfiles raciales siguen ahí , el debate público ha conseguido que se apruebe en la Asamblea Nacional una ley que prohíbe la discriminación por el peinado, algo muy importante para las mujeres negras y una forma muy concreta de anti-negritud. En Italia, los informes señalan que la discriminación viene de las propias autoridades del Estado y que necesitan urgentemente un organismo de igualdad que sea de verdad independiente y que funcione. En  Portugal, se reconoce que hay un racismo estructural muy profundo, a menudo escondido bajo una capa de falsa amabilidad, que se ve en la brutalidad policial y en lo difícil que lo tienen los afroportugueses para que se les considere «portugueses de verdad».  

Así que la comparación con Europa no nos deja en buen lugar. Al contrario, nos sitúa como un caso de estudio donde el racismo laboral ataca con especial saña a través de la precariedad y donde la desprotección de las víctimas, que se ve en las bajísimas tasas de denuncia, es una de las más graves del continente.

Entre la protección y la explotación

El marco legal español sobre discriminación racial es un poco esquizofrénico. Por un lado, tenemos un montón de leyes que, sobre el papel, nos protegen y están a la altura de Europa. Por otro, mantenemos una Ley de Extranjería que, incluso con las últimas reformas, funciona con una lógica que crea y gestiona la desigualdad.

La cara amable de la legislación la vemos en normas como la Ley 15/2022, para la igualdad de trato y la no discriminación, que prohíbe claramente discriminar en todos los ámbitos, incluido el trabajo, por origen racial o étnico. Esta ley se refuerza con ideas como la proposición de ley que, por primera vez, reconocería que en España hay «racismo estructural» y propondría medidas de acción positiva en el trabajo. Todo este papeleo proclama una igualdad universal y para todo el mundo.  

Pero esta fachada de igualdad se viene abajo cuando miramos cómo funciona la Ley de Extranjería. Esta ley no piensa en derechos universales, sino en cómo gestionar la llegada de inmigrantes según lo que necesite el mercado de trabajo. Crea, a propósito, diferentes categorías de personas (irregulares, con permiso temporal, con autorización para un sector concreto) que, por definición, no tienen los mismos derechos que un ciudadano español. Esto establece una jerarquía legal que es el terreno perfecto para la discriminación y la explotación.  

La última reforma del Reglamento de Extranjería, aunque trae algunas mejoras como hacer más rápidos algunos trámites, ampliar el permiso de trabajo para estudiantes o crear nuevas formas de arraigo, no cambia esta lógica de fondo. Como dicen los críticos, el enfoque sigue siendo «utilitarista», se preocupa más por meter mano de obra en el mercado que por los derechos humanos. Las mejoras, como facilitar que las grandes empresas agrícolas contraten gente en sus países de origen o simplificar la burocracia para atraer a estudiantes con talento, benefician tanto o más a los empresarios que a los propios migrantes. La reforma, en el fondo, no quiere acabar con la estructura de desigualdad, sino hacer más eficiente el sistema de explotación, ajustándolo a lo que pide el mercado.  

Esta doble cara de la ley crea una situación absurda. Un empresario que discrimina a una trabajadora negra con nacionalidad española se enfrenta a la Ley 15/2022, que en teoría es muy dura. Pero el mismo sistema, a través de la Ley de Extranjería, permite que miles de mujeres negras sin papeles trabajen en la economía sumergida sin ningún derecho, o que otras con permisos temporales sufran una precariedad extrema. La ley contra la discriminación se convierte en un lujo que no se pueden permitir aquellas a las que la propia Ley de Extranjería ha puesto en una situación de vulnerabilidad. Por eso, la lucha contra el racismo laboral no puede quedarse en mejorar las leyes de igualdad; tiene que enfrentarse de cara a la estructura de la Ley de Extranjería, que es la principal herramienta que tiene el Estado para crear y manejar una subclase de trabajadores racializados y listos para ser explotados.

El racismo en el mercado laboral español es un hecho estructural, una violencia sistémica y una realidad documentada que nos atraviesa en cada etapa de nuestra vida laboral, desde la muralla de un proceso de selección injusto hasta la humillación diaria en el puesto de trabajo..

Esta discriminación tiene rostro de mujer. Ser mujer y negra en el mundo laboral español significa chocar contra un «techo de cristal de ébano», una doble barrera que se traduce en más precariedad, en la invisibilidad de la brecha salarial racial y en el peso psicológico de tener que adoptar la «política de respetabilidad».  

Los mecanismos de este racismo son concretos y los vivimos cada día. Se materializan cuando tiran tu currículum a la basura por un nombre que suena extranjero, en el acoso constante que busca «limpiar» racialmente el espacio de trabajo y en una cultura de no denunciar que es, en sí misma, la prueba de la nula confianza que tenemos las víctimas en las instituciones que deberían protegernos.  

Las cifras no mienten. El contrato silencioso que manda en el mercado laboral español está escrito con la tinta imborrable del racismo. Es una estructura.

Fuente: https://afrofeminas.com/2025/06/17/anatomia-del-racismo-en-el-mercado-laboral-espanol/