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Guggenheim Urdaibai: delirio de marca

Fuentes: Rebelión

Hay delirios institucionales que se repiten con la fe de un credo. Algunos incluso se presentan en rueda de prensa con escenografías digitales, powerpoints futuristas y promesas de “regeneración territorial”. El del Museo Guggenheim en Urdaibai es, probablemente, el delirio más caro, más insistente y más elocuente de nuestra política reciente. Una obsesión con firma institucional, eslogan posmoderno y aroma a metrópoli trasnochada.

Todo comenzó en junio de 2021 cuando Unai Rementeria —entonces diputado general de Bizkaia— anunció, con voz de profeta agotado y con el tonillo de quien no espera discusión ni objeción alguna, que habría museo “Sí o Sí”. Aquello parecía una amenaza más que un plan razonable y razonado. O una confesión. Quizá el intento desesperado de vengar el fracaso anterior, aquel Guggenheim abortado en Sukarrieta una década antes. Y es que el PNV cuando se le atraviesa una idea, la convierte en cruzada.

Aquello no era una propuesta, era un dogma disfrazado de proyecto cultural que, tres años después, ni tiene proyecto, ni plan técnico, ni consenso. Solo tiene inercia. Y presupuesto.

La jugada era simple. Se cogía una Reserva de la Biosfera y se la vestía de exposición permanente. Luego, se mezclaba arte con naturaleza, cemento con stoytelling, se le añadía una “senda verde” para la foto y un palafito de madera a manera de postal de Instagram (como si el ecologismo cupiera en una pasarela), se aderezaba con un relato de desarrollo sostenible y, por último, se envolvía todo en papel reciclado. ¿Normativas? Se cambian. ¿Impacto ambiental? Se maquilla. ¿Presupuesto? Apenas 140 millones. Un pelín más caro que plantar berzas, pero infinitamente más elegante. ¿La cuenta? A nombre del contribuyente vasco, por supuesto. ¡Venga, marchando una de modernidad ilustrada!

El plan era tan estrafalario que solo podía explicarse desde el narcisismo institucional. Se trataba de unir una marca internacional —la Fundación Solomon R. Guggenheim— con un entorno natural supuestamente protegido, al tiempo que se prometía desarrollo económico, atracción turística y regeneración territorial. Todo con eslóganes en tecnocolor y sin una sola consulta vinculante. ¿La Fundación? Callada como un bodegón. ¿La prensa amiga? Entregada. ¿La ciudadanía? Atónita, aunque lejos de dejarse hipnotizar por los eufemismos, reaccionó.

Y es que algo olía a podrido, a negocio tapado, a pantomima especulativa. A marca impuesta. A teatro sin guion. Un museo turístico incrustado en una Reserva de la Biosfera, gestionado por una fundación extranjera que se embolsaría derechos, porcentajes y prestigio, mientras aquí se asumía el coste y el deterioro del entorno. Las contradicciones eran evidentes: ecologismo de escaparate y progreso con sabor a souvenir. Más aún: Guggenheim y Urdaibai se convertían en un oxímoron permanente.

La Fundación Solomon R. Guggenheim, desde Nueva York, callaba como bodegón de naturaleza muerta. Y el PNV, en cambio, hablaba solo. Y no le importaba. Bastaba con repetir que era un plan “estratégico” para que lo fuera. Aunque nadie supiera exactamente por qué.

El rechazo fue inmediato. Protestas, manifestaciones, artículos, recursos judiciales, plataformas ciudadanas, comunicados ecologistas. Urdaibai no quería ser un decorado, una naturaleza viva embalsamada en un museo. Quería seguir siendo paisaje. Y la gente quería trabajo estable, vivienda asequible, transporte digno. No una escultura de acero inoxidable custodiada por azafatos trilingües.

Eso sí, el partido-guía, seguía a lo suyo: moquetas institucionales, comidas con estrella Michelín, urbanizaciones con vistas, viajes a New York a rezar jaculatorias a los handi-mandis. El Guggenheim de Urdaibai no era y es solo un proyecto: era y es su gran operación cosmética. Su fetiche. Su faro. Un símbolo para sostener el relato de progreso ante el evidente desgaste de décadas de gobierno sin ideas nuevas. Donde antes se plantaban berzas para sobrevivir, ahora se plantarían Guggenheims, como si la cultura fuera monocultivo.

El delirio no se detuvo. Al contrario. El silencio de la Fundación Guggenheim se interpretó como asentimiento, y la maquinaria política se puso en marcha para forzar el encaje. Y como el PNV es también experto en reformas a medida, comenzó a mover los hilos en la trastienda para conseguir la reducción del dominio público marítimo-terrestre en los Astilleros de Murueta. Un regalo urbanístico que permitía allanar el terreno legal, aunque el físico siguiera contaminado desde tiempos franquistas.

Pero cuando el pueblo habla, el poder filtra. Se activó entonces la “maquinaria del barro”: filtraciones a medios amigos, promesas vagas, cifras inconexas. Se vendían las “bondades” del proyecto mientras se ocultaban las grietas: medioambientales, económicas, sociales. Incluso dentro del propio Gobierno Vasco el entusiasmo era más bien tibio. Dicen que la defenestración de Urkullu tuvo que ver con esto: ni convencía ni se dejaba convencer.

Pero en política, si algo no funciona, se cambia de actor, y santas pascuas. El elegido fue Imanol Pradales, hombre curtido en infraestructuras, cemento y pizarra institucional. Con su nombramiento como candidato a lehendakari se activaba el “Plan Hormigón 2.0”, y ahora sí, el Guggenheim llegaría hasta donde el partido quisiera. Porque querer es recalificar.

Todo se engrasó al calor de pactos mutuos: Pedro Sánchez necesitaba apoyos para formar gobierno y el PNV, financiación para su capricho museístico. Y como en toda transacción que se precie, se intercambiaron cromos sin sonrojo. Aitor Esteban, en su papel de demiurgo parlamentario, sacó 40 millones de euros del saco común de la piel de toro y una recalificación milagrosa: el dominio público marítimo-terrestre se reducía de 100 a 20 metros en los astilleros de Murueta. Es decir, tú me apoyas en Moncloa, yo te aflojo los fondos. Un regalo caído del cielo, con permiso retroactivo de la dictadura franquista, cuyo decreto otorgaba la concesión.

Pero aún con el traje hecho a medida, el cuerpo social no entraba. Las cosas no encajaban. Los terrenos eran irregulares. La contaminación, evidente. El rechazo vecinal crecía. Guggenheim Urdaibai STOP, Zain Dezagun Urdaibai, Greenpeace, Ekologistak Martxan iniciaron demandas y, por otra parte, más de 30 ciudadanos de Murueta presentaron alegaciones reclamando derechos sobre marjales. Y mientras se inventaban foros de participación y procesos de supuesta “escucha activa” no vinculante, con nula validez legal y cero voluntad real, se tejían a espaldas planes millonarios bajo la etiqueta de “estrategia de desarrollo”.

Hay que decirlo claro: el proyecto no tenía, ni tiene, ni plan, ni fechas claras, ni acuerdo firme con la Fundación Guggenheim, ni incluso con su socio de gobierno, el PSE-PSOE. Y, mucho menos, legitimidad social. Solo un dogma que se esconde detrás de un lenguaje de innovación vacía. Dicen “cultura”, pero todo señala al capital. Dicen “regeneración”, pero clavan pilotes en la zona más vulnerable de la marisma.

Y si todo eso falla, siempre queda la magia. Si el plan A no cuela, se saca un plan B. Así, el último truco sobre la mesa podría consistir en mover el museo unos metros, fuera del área contaminada, sobre una atalaya con buenas vistas al estuario.

Quizás para eso, el Ayuntamiento de Murueta —gobernado por el PNV— compró recientemente dos hectáreas con bodegas viejas. ¿Quién dijo casualidad? En cualquier caso, junto a ellas, otras cinco hectáreas podrían recalificarse, si fuera necesario, como por arte de decreto. La operación llegaría vestido de gala, con traje institucional y sonrisa de diseño.

Adiós a la pasarela de madera, es decir, al palafito que tantos quebraderos de cabeza está dando al Partido. Adiós a la vía verde. Adiós al trámite incómodo de leyes medioambientales. Así todo podría encajar perfectamente. Todo se embellece. Todo se disfraza. El coste, eso sí, seguirá sin despejarse: se hablaba de 140 millones. Pero todos sabemos que el presupuesto inicial es solo la propina.

En cualquier caso, el resultado es grotesco: ni se ha presentado un proyecto oficial, ni se ha clarificado la implicación real de la Fundación Guggenheim, ni se ha demostrado el impacto económico positivo. Solo se ha blindado un empeño: que Urdaibai sirva de fondo de pantalla para una operación de marca, donde arte y desarrollo se dan la mano… mientras las manos reales empujan hacia el abismo del sinsentido.

Así que lo esencial sigue sin responderse. ¿Dónde está el proyecto real? ¿Cuál es el compromiso legal con la Fundación Solomon R. Guggenheim? ¿Qué garantías hay de impacto económico sostenible? ¿Y por qué una Fundación extranjera recibe privilegios institucionales que ninguna entidad cultural local podría soñar?

Porque eso es lo más inquietante: que no se trata de promover cultura, sino de consolidar una hegemonía simbólica. Euskadi se ofrece como base experimental de una marca ajena, mientras su patrimonio se subasta con lenguaje emocional. El arte se convierte en decorado. El paisaje en producto. Y la ciudadanía en figurante. Y aún hay quien lo aplaude. Quien lo llama “motor de transformación”. Quien lo defiende con palabras grandes y memoria corta.

Pero Urdaibai no es un decorado. Es un ecosistema. Un símbolo vivo. Un territorio que merece respeto, no marketing. Porque no necesitamos otro museo. Necesitamos otra política. Una que no confunda cultura con cemento. Una que no maquille la destrucción con colores pantone. Una que, por una vez, escuche de verdad —no con oreja institucional— sino con corazón ciudadano.

Así opera el delirio cuando se institucionaliza: no como torpeza, sino como dogma. No como error, sino como plan. No como arte, sino como negocio. Guggenheim Urdaibai no es un museo. Es el síndrome de Estocolmo cultural de una clase política que ya no sabe imaginar, solo replicar. Que llama progreso a repetir la fórmula de hace treinta años. Que adorna la destrucción con luz tenue y vídeos promocionales.

Y sin embargo, aún hay tiempo. Urdaibai no está perdida. Aún resiste. Todavía hay voces que se niegan a vender el paisaje como un souvenir. Porque hay lugares que no necesitan museos para tener memoria. Hay paisajes que ya son obra de arte. Y hay pueblos que saben bien lo que se pierde cuando se regala su tierra a cambio de una marca.

Txema García, periodista y escritor

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.