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Del día de la raza a fiesta nacional

Fuentes: Naiz

Gobernaba Antonio Cánovas del Castillo la Hispania de finales del siglo XIX con mano de hierro, avalando la política criminal del general Valeriano Weyler −látigo centralista en la segunda carlistada vasca− contra los cubanos que luchaban por su independencia. Llegaba el IV centenario del que Felipe González tituló un siglo después «encuentro entre dos mundos», y Cánovas propuso a la Borbón de entonces, de nombre María Cristina y hospedada vacacionalmente en Donostia, que aquel 12 de octubre fuera declarado fiesta nacional «en conmemoración del descubrimiento de América». Dicho y hecho. Michele Angiolillo, un joven anarquista italiano de apenas 26 años que había conocido a exiliados cubanos, descerrajó tres tiros a Cánovas una mañana del verano de 1897, cuando el líder conservador descansaba de su ajetreo capitalino en un balneario de Arrasate. Detenido, Angiolillo sufrió un juicio exprés y solo 11 días más tarde era ajusticiado frente a las cámaras (la primera vez en la historia que se retrataba una ejecución), en Bergara, a garrote vil.

La fiesta nacional se reconvirtió en Día de la Raza en 1914, a propuesta de un antiguo ministro de Hacienda que tuvo ya visión de futuro: expandir el mercado a América y contaminar de la propuesta a las antiguas colonias. Como un bucle histórico, su bisnieto Rodrigo Rato sería ministro de Economía durante los gobiernos de Aznar y director gerente del Fondo Monetario Internacional, entre otros cargos. Dos años en la prisión de Soto del Real y a la espera de su retorno. Llegó la Segunda República española, y el concepto hispanidad coqueteó con el de la raza. El rey había huido despavorido hacia París, como lo había escrito Ramón María del Valle-Inclán: «Los españoles han echado al último de los Borbones, Alfonso XIII, no por rey, sino por ladrón». Franco elevó la tonalidad de la raza, hasta convertirla en mantra sistemático: «España está situada magistralmente en el centro del mundo». Durante décadas, nuestras calles se vieron colmadas aquellos 12 de octubre por desfiles militares, paradas de la Guardia Civil, eventos religiosos y circos ambulantes destacando la supremacía de una «España única, unidad de destino en lo universal».

En la trastienda, bajo la alfombra, sin embargo, las celebraciones tuvieron otro color. El de la muerte, el de la venganza, el de la limpieza política. Los 12 de octubre se utilizaban como fecha señalada para acogotar a rojos y separatistas. Franco firmó sentencias de muerte que fueron ejecutadas un 12 de octubre: José Bages Roch (Deustu), María Loinaz Lasa (Tolosa), Francisco Ortiz de Guinea Miñón (Tolosa), Vidal Montoya Arrieta (Allo). El día mismo que la Guardia Civil festejaba la raza y su patrona, ametrallaron a Crescencio Balbás Merino cuando intentaba cruzar el Bidasoa para huir de la dictadura. Una celebración redonda adornada con un cadáver. El colmo, la celebración institucional del día de la raza de 1964 en Gernika −por cierto, con la banda de música de los soldados norteamericanos de la base de Torrejón de Ardoz− para hacer valer el bulo de su quema por esos rojos y separatistas criminalizados.

Murió el dictador, surgió la que llamaron Transición, y la España de los pactos, desde la derecha de Alianza Popular a la izquierda del Partido Comunista, no logró despegarse de esa naturaleza imperial que marcaba el 12 de octubre. Un complejo sin resolver, tampoco al día de hoy. La entelequia sigue viva. Y nuevamente, las ceremonias paralelas. En la pieza trasera, una bomba contra el comercio Iru Txulo de Patxi Alkorta en la Parte Vieja de Donostia; el desguace del monolito en honor a Mikel Arregi en Etxarri Aranatz, concejal de Herri Batasuna muerto en un control de la Guardia Civil; el «ajusticiamiento» del taxista Germán Agirre en Legutio tras la muerte por «incontrolados» de Iñaki Etxabe; los últimos retoques en el cuartel de Intxaurrondo para el secuestro en Baiona de Joxean Lasa y Joxi Zabala… Y en aquel 12 de octubre de 1984, Julián Sancristóbal, entonces secretario de Estado de Seguridad, llegaba a Bilbo, junto al general Cassinello, para reconocer «el duro trabajo que realiza la Guardia Civil en estas tierras» y reivindicar «la gran fuerza moral de los miembros de Seguridad del Estado». Solo unos meses antes, Sancristóbal había organizado el secuestro de Segundo Marey en nombre de los GAL. Pero tuvo años placenteros hasta que en 1998 fue condenado por ello.

Llegó octubre de 1987 y el Gobierno de Felipe González reguló por decreto del Día de la Raza y la Hispanidad, convirtiéndolo en Fiesta Nacional, con un eufemismo que oficializó el BOE: «Simboliza la integración de los reinos de España en una misma monarquía, e inicia un período de proyección lingüística y cultural más allá de los límites europeos». Preparativos para aquel vergonzante V Centenario. Porque se trataba de una nueva reconquista, como aquella del bisabuelo de Rodrigo Rato. El desembarco de sus multinacionales Repsol, Iberdrola, Endesa, banco Santander, BBVA, Telefónica, Iberia, complejos hoteleros, de seguridad… en América Latina, con la complicidad de gobiernos cipayos (con la excepción de Cuba). Megaproyectos como presas hidroeléctricas, autopistas o expansión de la minería extractivista precedidos de la expulsión de los pueblos originarios de sus territorios. Procesos de expoliación.

En este terreno, asimismo, hay una pugna de narrativas. Y aunque parezca únicamente simbólico aquel día de la raza ha sido transformado en estos últimos años al otro lado del Atlántico: Día de la Descolonización (Bolivia), Día de la Nación Pluricultural (México), Día de los Pueblos Originarios y del Diálogo Intercultural (Perú), Día de la Resistencia Indígena, Negra y Popular (Nicaragua), Día de la Resistencia Indígena (Venezuela)… Del otro lado, una réplica de la Nao Santa María, la que llevó a Colón, amarrada en el muelle donostiarra para este 12 de octubre, una fecha de la que nada tenemos que celebrar.

Fuente: https://www.naiz.eus/es/iritzia/articulos/del-dia-de-la-raza-a-fiesta-nacional