Traemos hoy al recuerdo a un argentino que tomó parte de la brigada Lincoln (en realidad batallón) y fue prisionero de la dictadura triunfante. Continuó ligado al combate contra el franquismo hasta más allá de su muerte.
Fernando Iaffa: nació en 1913, en la ciudad de Buenos Aires. Desde muy joven fue simpatizante del partido comunista. Estudió para mecánico dental y adquirió conocimientos de odontología
Quería ir a España como tantos y tantas compatriotas. Lo consiguió luego de hacer contacto con varias organizaciones comunistas. Viajó en reemplazo de otro militante, a quien no se le permitió el tralado por haber falsificado un documento de identidad con el fin de ocultar que era menor de edad. Singular fervor y variados recursos a la hora de jugarse la vida al otro lado del océano.
En España
En 1937 Fernando se integró en Albacete, a un batallón de la Brigada Internacional XV. Allí se nucleaban sobre todo voluntarios estadounidenses y de otras zonas angloparlantes. Incluía además una sección “hispana”, en la que abundaban sobre todo cubanos y puertorriqueños.
En esa unidad también revistaban unos 50 argentinos. Se sumó Fernando. Otros compatriotas en el batallón Lincoln fueron José Maria García Noya; cabo sanitario, Juan José Real y Francisco López Comendador, comisarios políticos; José Fontenla y Simón Tur como cabos y Nicolás Berichagat, Pedro Prat, Aníbal Vega y Mario Rossi, soldados.
. Al poco tiempo, en la batalla de Belchite, Iaffa conoció a un soldado español al cual le recomendó sacarse varias muelas que le estaban provocando infecciones en la boca. Ese soldado acudió a un puesto móvil odontológico instalado en una ambulancia. Al referir en el puesto los consejos que le había dado Fernando el odontólogo lo fue a buscar para que se sumara al equipo de asistencia.
Al poco tiempo el argentino comenzó a intervenir a los soldados de la Brigada XV. Les administraba anestesia y efectuaba extracciones. Lo ascendieron a cabo sanitario
A la sazón tuvo problemas con Salomón Elguer, Comisario general del Servicio Sanitario de las Brigadas Internacionales y también comunista. Éste lo acusaba de policía e infiltrado. No poseía pruebas que sustentaran esa acusación, pero igual la mantuvo.
Todo indica que fue una de las tantas manifestaciones de sospecha permanente y espíritu conspirativo en aquella época de auge de las persecuciones stalinistas.
Debido a la explosión de un obús, Fernando resultó herido en la pierna izquierda. Durante su convalecencia conoció a María Teresa Sancho Giné, con quien se casaría en noviembre de 1938, ya cerca del final del conflicto.
Con los internacionales desmovilizados y María Teresa embarazada buscaron exiliarse ambos hacia Francia. Los gendarmes franceses no permitieron el ingreso de la mujer. Iaffa decidió quedarse junto a ella, a sabiendas de que su vida corría peligro en medio del triunfo franquista.
Fue apresado y enjuiciado, con el consiguiente riesgo de recibir una sentencia a una larga pena de prisión o incluso condenado a muerte. Dos intervenciones lo salvaron. Un cura de la zona salió en su defensa, al aducir que “…la única sangre que hizo correr este hombre fue con las tenazas de dentista”.
La retórica del franquismo en la temprana posguerra esgrimía que sólo se condenaría a quienes tenían “las manos manchadas de sangre”. El testimonio de los sacerdotes (con la mayor frecuencia condenatorios) solía ser decisivo. A veces hasta en mayor grado que el de los alcaldes, jefes de Falange y miembros de la guardia civil, los otros testigos privilegiados por el régimen.
Las palabras del cura eran un poderoso aliciente para que se lo eximiera de las penas más gravosas, ya que el hombre de la iglesia sostenía que no cometió hechos sangrientos. La segunda intervención fue la de la embajada argentina, que reclamó en base a la nacionalidad de Iaffa.
El resultado fue que el consejo de guerra falló en el juicio sumarísimo por una condena de 25 años, que conmutó. Sólo le aplicó la pena efectiva de expulsión del territorio español.
De Argentina a la tumba en Tarragona
En definitiva Fernando y su mujer salieron de España. Y ya en 1940 pudieron establecerse en Buenos Aires, que sería su lugar de residencia definitiva.
En el país y durante la segunda guerra mundial, el ex cabo sanitario actuó en la solidaridad con la Unión Soviética invadida por las tropas de Alemania nazi.
Más tarde, en el período peronista, fue hostigado por sus ideas comunistas y por su pasado de voluntario “rojo” en la guerra de España. No era una época propicia para los militantes de izquierda, con la excepción de la minoría que decidió plegarse al peronismo, a menudo desde posiciones de autonomía.
En 1968 regresó a tierras hispanas. Entre los objetivos de esa visita estuvo agradecer al eclesiástico que había facilitado su salvación al testificar a su favor.
En 1985 murió en Buenos Aires. Dejó el pedido de que sus cenizas fueran trasladadas a la localidad de Marsá, en la provincia de Tarragona, en territorio catalán. Allí también había conocido a su esposa.
El propósito era colocarlas al lado de la sepultura de John Cookson, un brigadista estadounidense que era su amigo y había caído allí durante la batalla del Ebro. Años más tarde otro compañero, Clarence Kailin, dispuso también que sus restos fueran depositados allí.
Así están hasta ahora las tres tumbas contiguas, a partir de los lazos de amistad y solidaridad contraídos al compartir la trinchera de combate. Un espacio más para la historia y la memoria en torno a quienes fueron a España en misión internacionalista.
Entre otras fuentes utilizadas para esta nota se cuenta Diccionario de voluntarios de Argentina en la guerra civil española, de Jerónimo Borágina.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.