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La justicia no se negocia en secreto

Fuentes: Ctxt

Estos días se juzga al fiscal general del Estado por si hubiera sido él quien filtró a la prensa el mensaje de un abogado en el que ofrecía que su cliente se declarase culpable de fraude fiscal a cambio de una reducción en la pena correspondiente. Por regla general, los casos polémicos no son los mejores para reflexionar sobre fallos y posibles mejoras del sistema, porque cada cual tiende a analizarlos según sus simpatías personales y políticas. Sin embargo, no se me ocurre mejor ocasión para pensar sobre una cuestión central de nuestro sistema penal: la de hasta qué punto es privada la negociación entre un fiscal y un acusado, que puede concluir con un acuerdo que sustituye al juicio.

Cuando una persona está acusada de haber cometido un delito, quien tiene interés en castigarla no es el fiscal o el juez, sino toda la sociedad. Pero para ello es necesario comprobar antes que, efectivamente, ha delinquido. Para eso existen los juicios penales: un procedimiento en el que con todas las garantías se pueden examinar las pruebas a favor y en contra y, finalmente, establecer la pena adecuada para el culpable. Todo esto debe hacerse con transparencia, para que la sociedad pueda controlar la regularidad del proceso y sepa que la justicia es igual para todos. Por eso, el artículo 120 de la Constitución española establece que las actuaciones judiciales serán públicas, salvo las excepciones necesarias previstas en la ley (hay cuestiones que afectan a la vida privada de las personas o al libre desarrollo de los menores, por ejemplo). También establece que el procedimiento penal será predominantemente oral y que terminará con una sentencia motivada y pronunciada en audiencia pública. 

Tiene toda la lógica. Y, con todo, en la práctica no siempre se respeta. En realidad, la mayoría de los juicios penales en España se resuelven en secreto y sin valorar las pruebas. Es lo que los abogados llaman “conformidad”. Consiste en que abogado y fiscal negocian en privado, regateando como si estuvieran en un mercado de Oriente Medio. Si llegan a un acuerdo, el acusado reconoce que ha cometido el delito y tanto él como el Ministerio fiscal se conforman con una pena. El acuerdo va al juez y, aunque la ley le permite revisarlo en lo relativo a la aplicación de las penas, en la práctica totalidad de casos se limita a ratificarlo sin más.

Bien mirado tiene mucho de aberración: sustituimos el ejercicio del derecho penal del Estado y la búsqueda de la verdad por un acuerdo con el delincuente. El sistema funciona porque sirve para descongestionar nuestros juzgados. Nos ahorramos horas y días de juicio; desplazamientos y horas de trabajo de testigos, abogados, fiscales, funcionarios y jueces. A cambio, el culpable recibe una pena menor de la que en justicia le corresponde. Tiene mucho de reconocimiento de la ineficacia del sistema judicial y de renuncia a la idea misma de Derecho, pero es práctico. Según los datos de la fiscalía, más del 60% de las sentencias penales que se dictan en España son de conformidad. Es decir, que en la mayoría de las condenas no interviene un juez, sino que son producto de una negociación secreta de la que nada sabemos.

La esencia de este sistema, lo que lo vuelve definitivamente aberrante, es el secretismo. Ni las partes, ni los jueces, ni la sociedad tienen acceso a cómo se produce la negociación. Eso ofrece un terreno enorme para la discrecionalidad y el chanchulleo entre fiscales y determinados abogados. A menudo, la conformidad funciona como un chantaje. No pocos acusados que son realmente inocentes aceptan declararse culpables por temor a que el juicio les salga mal o simplemente por librarse de tal trance. Se conforman con un castigo pequeño, aunque no hayan hecho nada, para evitar una injusticia mayor. Otras veces, en cambio, es un favor. Personas que saben que van a ser condenadas por hechos realmente graves logran esquivar las consecuencias reales de sus actos gracias a la oferta de un fiscal.

La negociación se produce en la oscuridad. No sabemos si los fiscales ofrecen el mismo tipo de acuerdo a todos los casos similares o tratan cada asunto caprichosamente. No sabemos si determinada conformidad obedece a que el fiscal no tiene tiempo libre, a que se siente magnánimo con determinada persona, o a causas mucho más inconfesables. No sabemos siquiera en qué casos había pruebas de cargo suficientes y en cuáles no. La sentencia que se dicta, por si fuera poco, no está motivada porque no es la voluntad del juez. No se respeta ninguno de los apartados del artículo 120 de la Constitución, ni hay la mínima garantía de que el poder castigador del Estado se esté ejerciendo de manera adecuada.

El sistema de acuerdos existe en muchos otros países. Uno de los pioneros son los EE. UU., desde donde se ha ido extendiendo por todo el mundo lo que ellos llaman plea guilty. En Alemania se introdujo de manera informal a principios de siglo. Jueces, fiscales y acusados se fueron acostumbrando a negociar pactos que evitaban tener que realizar un juicio en regla. El asunto llegó al Tribunal Constitucional alemán cuando un ciudadano alegó que eso no era justicia. En 2013, el tribunal, entre otras cosas, impuso algo que ya aparecía mencionado en la legislación alemana: que los acuerdos no podían negociarse en secreto. Los datos acerca de quién fue el primero en proponer el acuerdo, qué hechos se consideraban probados, qué propuso cada parte en la negociación y qué soluciones se barajaron deben ser accesibles al resto de las partes, a los jueces y al público. Sólo teniendo acceso a las negociaciones los jueces pueden vigilar a qué intereses responde cada acuerdo y si lo pactado es o no justo. El tribunal alemán insiste en la necesidad de escrutinio público sobre la justicia como única forma de mantener la confianza en la justicia.

Y, sin embargo, a muchos abogados españoles esta idea de publicidad les parece un anatema. Basta entrar en las redes sociales estos días para leer a quienes la presentan como un terrible atentado al derecho de defensa. Guadalupe Sánchez, abogada del rey emérito y del novio de Isabel Díaz Ayuso y personaje cercano a Vox lo comparaba con la grabación de conversaciones entre abogado y defendido. Evidentemente, a los abogados con mejores contactos les interesa que el regateo se produzca en secreto y nadie sepa cómo y por qué han obtenido determinados acuerdos. Pero el interés de la justicia es otro. Sin transparencia no hay proceso justo.

Evidentemente, el Estado no puede divulgar datos personales protegidos de ningún abogado; la protección de datos se tiene en cuenta hasta en la publicación de las sentencias. De lo que se trata es de otra cosa. Todo abogado que negocia con un fiscal la pena que merece su cliente está determinando el resultado de un proceso judicial. Sus actos están, pues, sometidos al principio de transparencia y deben ser generalmente accesibles. Esa es la única manera de que los jueces –y el público en general– puedan controlar la regularidad del procedimiento. La fiscalía tampoco puede elegir cuándo publica y cuándo no estas negociaciones, según sus simpatías personales o políticas. Simplemente, por defecto, deben considerarse siempre actos procesales, públicos y que se incorporan al proceso. Sean mensajes de email o el resumen de conversaciones mantenidas por cualquier otro medio.

Hasta que eso no pase, España tiene un grave déficit democrático y de garantía en su proceso penal. No sabemos por qué se está condenando a muchas personas ni cómo se calcula su pena. Hay quien no quiere ver el problema, porque eso podría beneficiar puntualmente al actual fiscal general del Estado. Mañana beneficiará a alguien del otro lado. Da igual. La cortedad de miras de nuestros juristas es una pesada losa que lastra el progreso de nuestra sociedad hacia un Estado de derecho pleno.

Fuente: https://ctxt.es/es/20251101/Firmas/50881/Joaquin-Urias-sistema-penal-Alberto-Amador-negociacion-conformidad.htm