En el 2012, a punto de concluir, se ha conmemorado el cincuentenario de El siglo de las luces. Algunos coloquios académicos han aprovechado el aniversario para proponer nuevas lecturas de la obra de Carpentier y de su entorno literario, sobre todo en lo que respecta al ámbito caribeño. El diario español El País ha colocado […]
En el 2012, a punto de concluir, se ha conmemorado el cincuentenario de El siglo de las luces. Algunos coloquios académicos han aprovechado el aniversario para proponer nuevas lecturas de la obra de Carpentier y de su entorno literario, sobre todo en lo que respecta al ámbito caribeño. El diario español El País ha colocado el acontecimiento en una perspectiva más amplia, la de un cambio de época que conjugó la aparición de un grupo de narradores latinoamericanos con el viraje del mercado literario que pasaba de un golpe del instante primigenio de la revolución industrial a la empresa a gran escala, con capitales transnacionales, renovación de la visualidad de las cubiertas, distribución en cadenas destinadas a favorecer apetitos consumistas de diversa índole y empleo de procedimientos de marketing. Con el olfato aguzado para percibir los aires de cambio, los escritores latinoamericanos modificaron sus tácticas para acceder a un mundo editorial hasta entonces muy distanciado de la producción en este lado del Atlántico. Carpentier era la excepción a la regla. Había logrado saltar sobre el océano mediante la plataforma que le ofreciera Gallimard en los cincuenta del pasado siglo con la publicación de El reino de este mundo y Los pasos perdidos. Por primera y única vez, los nuevos narradores establecieron una alianza grupal, prescindieron de definiciones estéticas y de parcelas nacionales. Fue el boom, onomatopeya carente de significado, etiqueta idónea para un lanzamiento propagandístico, tan eficaz que el término subsistió en la resaca del postboom. América Latina mostraba una identidad deslumbrante en medio de un conjunto de circunstancias favorables. Bajo el franquismo, todavía en tono menor, empezaban a surgir editoriales catalanas. Pero la narrativa española transitaba por un período de letargo. El camino de la lengua estaba despejado para recibir los nuevos aires trasatlánticos. Comenzaba el declive del dominio francés sobre la literatura occidental. Muy experimental, el nouveau roman contribuía a un refinamiento del oficio, aunque su austeridad dejara insatisfechos a muchos lectores. Por lo demás, la posguerra introducía en Europa algunos cambios en los estilos de vida. El viejo asidero al terruño cedía paso al afán por descubrir horizontes desconocidos. Con su Museo Imaginario, André Malraux proponía el acercamiento a un universo ecuménico. La técnica fotográfica favorecía el acceso al mundo submarino y con ello, a un paisaje hasta entonces ignorado. El despliegue de color se manifestaba en los libros de arte y en numerosos semanarios ilustrados de fácil lectura, ilustraciones atractivas y páginas sedosas.
En ese contexto, los narradores latinoamericanos estaban en condiciones de capitalizar una doble tradición. Descendientes del coloniaje, desde siempre conocieron las coordenadas de la evolución de la narrativa en Europa y Estados Unidos. Disponían también de una historia literaria propia, desprendida ya del sabor localista, con poetas como Vallejo, Gabriela Mistral y Pablo Neruda y novelistas como Miguel Ángel Asturias. Sus antecedentes inmediatos se encontraban en Rulfo, mítico inventor de Comala y en Carpentier, padre literario reconocido por muchos de ellos, hasta el punto que El siglo de las luces integra la frontera cronológica inicial del estallido del boom. En efecto, por más de un motivo, la obra de Carpentier había concitado el interés de la crítica y el público europeos y norteamericanos desde la década del cincuenta. En su caso, había mucho más que un paisaje diferente. El reino de este mundo introducía la voz de un personaje subalterno que hacía estallar el orden establecido en la cultura. El mito entraba en la cotidianidad de los personajes en singular maridaje con una memoria histórica que subvertía las jerarquías oficialmente consagradas. En Los pasos perdidos, la recurrente noción del viaje, experiencia de aprendizaje actuante en la tradición europea desde la Odisea, articulaba de manera orgánica y sentido múltiple. Era el recorrido del hombre a través de las edades. Arrancaba de la urbe cosmopolita contemporánea para llegar a las civilizaciones primigenias. La observación de un universo marcado por la simultaneidad de tiempos históricos diferentes, se vertebraba con una exploración hasta el fondo de la memoria personal para recuperar una identidad siempre movediza. Llegado a la frontera última del Génesis, el artista se encontraba, en soledad insuperable ante los desafíos de un Prometeo desencadenado. El regreso a las fuentes vivas de un saber auténtico, despojado de lo superfluo a favor de las esencias primordiales, constituye un acto liberador. Su condición humana, hace del músico un ser histórico. El rescate del fuego cobra sentido cuando Prometeo lo entrega a los hombres. Para hacerlo, aunque haya dejado de ser el que fue, el artista tiene que volver al punto de partida, al mundo donde el papel existe y circula.
Carpentier mostró una extraordinaria capacidad de autorenovarse. Con El siglo de las luces, retomaba en otra dimensión el acercamiento subversivo a la historia que apuntaba en El reino de este mundo. El eje central de la revolución francesa pasaba a América. La perspectiva del flujo y reflujo del acontecer tenía un alcance social insospechado bajo el signo de la emancipación de los esclavos. En el decursar de la historia literaria, la obra del novelista cubano trastrocaba el movimiento de las corrientes atlánticas derivado de la conquista y colonización del continente. Inscrito en la gran tradición occidental, replanteaba la visión del mundo. Sobre el trasfondo de una naturaleza todavía no dominada del todo, rescataba con visos de contemporaneidad los problemas fundamentales que han perseguido al ser humano a través de los tiempos. En contraste con tan desmesurada ambición, buena parte de la narrativa europea que invadía el mercado adquiría un progresivo carácter localista. Con ese aliento transformador, lo que se estaba escribiendo en América perturbaba la naturaleza unidireccional del diálogo entre los continentes.
El mercado constituye una poderosa plataforma de lanzamiento. Pero, a la vez, somete al escritor a una dulce servidumbre. Montado en un caballo en plena carrera, no puede bajar de la silla, so pena de caer al costado y pasar al olvido tan rápido como el fulgurante éxito de ayer. Tiene que seguir suministrando mercancía con regularidad y ofrecer un producto fácilmente reconocible por su marca autoral. Con el entrenamiento y el laboreo cotidiano, el oficio se afina, el ímpetu innovador de ayer se diluye y los descubrimientos se vuelven etiquetas previsibles. Asimismo, el mercado quebranta los cimientos de la institución literaria. Ante la avalancha editorial, el lector busca en vano una brújula en las reseñas de los divulgadores, reseñeros asalariados del negocio. Los premios, destinados a establecer jerarquías, son el resultado frecuente de arduas negociaciones en las que intervienen rejuegos políticos y mezquinos intereses mercantiles.
La transnacionalización del mercado del arte, la renuncia por parte de la academia a ejercer el papel de contraparte, la crisis de las jerarquías y de los valores, la opción a favor de lo perecedero, se encuentran entre las condicionantes de un clima definido con el término posmodernidad, uno más entre los tantos post que califican buena parte del actual pensamiento teórico. El prefijo denota la vacuidad de sentido, un simple después, una suerte de limbo para una nave detenida en aguas muertas. En el plano político, la América Latina ha dejado de estar en la periferia. Esa voz debiera encontrar resonancia en una creación literaria en la cual, con un punto de vista renovador, emerjan las interrogantes fundamentales que han obsesionado a los seres humanos a través de los siglos. Entonces, como hace medio siglo, retomaría la palabra con acento propio.