Para Roberto Acosta, ingeniero cubano, y José Lungarzo, metalúrgico argentino. Para Ezequiel Martínez Estrada, escritor argentino. Todos ellos en Cuba en octubre. En memoria. 1. Cuba-Estados Unidos: el todo por el todo El 23 de octubre de 1962, a las 19 horas, John F. Kennedy, presidente de Estados Unidos, anunció a la nación y al […]
En memoria.
1. Cuba-Estados Unidos: el todo por el todo
El 23 de octubre de 1962, a las 19 horas, John F. Kennedy, presidente de Estados Unidos, anunció a la nación y al mundo que, habiendo comprobado su gobierno la existencia de «armas estratégicas ofensivas» (misiles con carga nuclear) en la República de Cuba, instaladas secretamente por la Unión Soviética, denunciaba este hecho como una amenaza a «la paz y la seguridad» del continente americano y declaraba una cuarentena naval sobre la isla: primero, todo barco que se dirigiera a Cuba sería inspeccionado y obligado a retroceder si traía carga de «armas ofensivas»; segundo, se aumentaba la vigilancia sobre la isla y se reforzaba militarmente la base de Guantánamo; tercero, se declaraba la movilización y el estado de alerta de las fuerzas armadas de Estados Unidos.
Informado de que esa tarde el presidente Kennedy haría un anuncio de extrema importancia y en vista de grandes movimientos militares en el Caribe, el gobierno cubano se adelantó y, desde las l6 horas, declaró la movilización general y el alerta de guerra en toda Cuba. Un cronista de esos días lo contó de este modo:
«A las armas». Un cartel rojo con un civil enarbolando una metralleta y sólo tres palabras en grandes letras blancas: «A las armas», apareció cubriendo todas las calles de La Habana el martes 23 de octubre de 1962. Desde las 18 horas del día anterior, Cuba estaba en pie de guerra. Kennedy había lanzado la amenaza de invasión y Fidel Castro había llamado a la movilización general. El cartel ?un color, tres palabras y un gesto? sintetizaba la reacción instantánea del pueblo cubano. […]
Fue como si una larga tensión contenida se aflojara, como si todo el país como un solo cuerpo dijera: «¡Por fin!» La larga espera de la invasión, la guerra de nervios, los pequeños ataques, los desembarcos de espías, el bloqueo, todo eso estaba atrás. Ahora era la hora de la lucha y todo el mundo se lanzó a ella en cuerpo y alma.
«Alarma de combate«/»La nación en pie de guerra«, fueron el 23 de octubre los dos titulares en grandes caracteres del periódico Revolución. Trescientos mil hombres y mujeres armados movilizó el gobierno en el ejército, las milicias, los centros de trabajo y de estudio, los barrios y las calles de las ciudades: el pueblo en armas. En algunos centros de reclutamiento ?el Hotel Habana Riviera, por ejemplo? pudieron acudir a ocupar su puesto en el conflicto inminente los ciudadanos de otros países que en ese momento estaban en la isla. A la salida de sus tareas los trabajadores hacían ejercicios militares en calles y plazas, bajo una lluvia persistente. Al mismo tiempo, como pudo comprobarse después, aumentó la productividad y la disciplina en las empresas. Siguió contando el cronista:
El día 23 el ejército y todas las milicias estaban movilizados. Las unidades de combate de las milicias comenzaron a salir hacia el interior del país. Las unidades de defensa popular se distribuyeron por toda La Habana. Decenas de miles de hombres y mujeres que no estaban hasta entonces en las milicias se presentaron voluntariamente y comenzaron su instrucción. Cuba era un campamento militar en pie de guerra.
Cuarenta años después, el historiador persiste en constatar lo que entonces registró aquel cronista: ese llamado audaz de una dirección que reunió en su torno a todo su pueblo y se colocó así bajo su protección, su influencia y su impulso; esa movilización inmediata y en masa; esa participación de todos en todas partes; esa agitación de los espíritus y de las armas fue lo que hizo toda la diferencia con lo que se vivía en esos mismos momentos en Estados Unidos y en la Unión Soviética: un enfrentamiento al borde del estallido entre los gobiernos y los ejércitos de dos potencias sin que sus pueblos fueran convocados a ser otra cosa que espectadores pasivos, conteniendo el aliento como todo el planeta y esperando que allá en las alturas sus dirigentes no los arrastraran al abismo de una guerra nuclear.
Cuba sólo podía usar las armas que tenía, incluidas sus baterías antiaéreas de mediano alcance, mientras que los disparadores nucleares, en todas partes, estaban bajo el control exclusivo de las dos potencias: Estados Unidos y la Unión Soviética. Los misiles instalados en territorio cubano estaban bajo mando soviético y únicamente por órdenes de Moscú podían ser disparados. El enfrentamiento nuclear era, pues, entre los grandes. Pero quienes se estaban jugando literalmente el todo por el todo eran Cuba y su revolución, el primer blanco seguro en caso de enfrentamiento nuclear.
¿Cómo se había llegado a ese límite último?
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Desde junio de 1962, como después veremos, por iniciativa soviética y acuerdo cubano había comenzado la febril y secreta operación de instalación de misiles de alcance medio, con carga nuclear, en territorio de Cuba. Un objetivo, después se dijo, era proteger a la isla de la amenaza de una invasión, amenaza siempre presente en las operaciones de sabotaje y hostigamiento desde territorio de Estados Unidos, con el apoyo de los servicios de inteligencia de este país, intensificadas desde la derrota de la invasión de Playa Girón en abril de 1961 y aprobadas por Washington bajo el nombre de clave de Operation Mongoose (Operación Mangosta). El otro objetivo, también se dijo, era equilibrar la relación de fuerzas nucleares entre Estados Unidos y la Unión Soviética.
Los misiles en la isla debían disuadir las amenazas contra Cuba y compensar la cadena de bases nucleares de Estados Unidos en las vecindades de la Unión Soviética. Los cubanos querían que la operación quedara cubierta jurídicamente por un pacto militar público entre dos naciones, una declaración de que cualquier ataque contra Cuba sería considerado como un ataque contra la Unión Soviética. Según ese pacto, cada país ejercería el derecho soberano de proveerse de las armas que creyera pertinentes, sin tener que dar a nadie explicaciones al respecto.
Nikita Jruschov y el gobierno soviético consideraron que la operación de instalación de los misiles (denominada Operación Anadyr) debía ser secreta y sería revelada a fines de 1962, una vez concluida y en condiciones operativas, en la Asamblea General de Naciones Unidas, poniendo a Estados Unidos ante un hecho sorpresivo y consumado. Este criterio se impuso.
«¿Cómo podían creer ustedes, rusos y cubanos, que una operación de tal envergadura no iba a ser descubierta en su desarrollo por la vigilancia de las fuerzas armadas de Estados Unidos?», preguntó Robert McNamara, en aquel entonces secretario de Defensa del presidente Kennedy, durante la conferencia de La Habana de octubre de 2002. «¿Cómo imaginaban que Estados Unidos iba a responder a la instalación de los misiles en Cuba? ¿Para qué desplegaron armas tácticas nucleares, que según ustedes eran para disuadir de una invasión, si no sabíamos de su presencia en la isla y entonces no podían disuadir a nadie? ¿Cómo planeaban los soviéticos usar esas armas si hubiera habido una invasión?»
Desde julio de 1962, el gobierno de Estados Unidos había registrado un notable aumento del movimiento de barcos de carga entre la Unión Soviética y Cuba. Intensificó entonces la vigilancia aérea con los aviones U-2, que volaban a 20 mil metros de altura. El 16 de octubre los analistas de las fotografías de esos vuelos informaron al presidente Kennedy que había misiles instalados y en curso de instalación en la isla, sin poder decir si ya eran o no operativos. Si lo hubieran sido habrían podido, según también dijo McNamara en La Habana, «lanzar armas nucleares sobre grandes ciudades de la costa este de Estados Unidos, poniendo en riesgo a 90 millones de personas».
Percibida la situación de esta manera en Washington, Kennedy formó un Comité Ejecutivo de Seguridad Nacional (Excomm) con unos pocos asesores inmediatos y pidió a éstos una opinión documentada, manteniendo el más completo secreto. Mientras tanto, ordenó una enorme movilización de fuerzas de tierra, mar y aire sobre el extremo sudeste del territorio de Estados Unidos, la cual fue detectada por los servicios de espionaje soviéticos.
«Los estábamos vigilando desde Estados Unidos hasta con avionetas de fumigación. Esa operación era muy visible y estaba mal hecha. ¿Cómo podían creer ustedes que no nos daríamos cuenta?», dijo en la conferencia de La Habana uno de los expertos rusos allí presentes.
El domingo 21 de octubre de 1962 se reunió el Excomm con el presidente Kennedy para aconsejar la línea de acción a seguir contra Cuba. Según el informe de McNamara en La Habana, hubo dos posiciones. El general Maxwell Taylor argumentó en favor de lanzar una invasión inmediata, con un bombardeo masivo inicial (mil 80 incursiones el primer día) y un desembarco también masivo después: cinco divisiones del ejército, tres divisiones de la marina (unos 140 mil efectivos, incluidos 14 mil 500 paracaidistas). El secretario de Defensa, Robert McNamara, defendió la propuesta de una cuarentena inicial, antes de cualquier operación de guerra.
A pregunta expresa del presidente, la mayoría del Excomm, según recordó McNamara en La Habana, estuvo a favor del ataque inmediato. Kennedy, entonces, preguntó al jefe del Comando Aéreo que dirigiría el ataque contra la isla, general Walter Sweeney, si podía asegurar que sus fuerzas podían destruir en un primer golpe los misiles desplegados en Cuba. El general respondió que garantizaba una destrucción inmediata de un 90 por ciento al menos, pero que no podía asegurar que unos pocos misiles y cabezas nucleares no escaparan de ese primer golpe y no fueran lanzados en represalia contra el ejército y el territorio de Estados Unidos. El presidente midió el riesgo y optó entonces por la línea de acción propuesta por el secretario de Defensa McNamara: decretar una cuarentena inicial sobre la navegación hacia Cuba. La anunció en su discurso del 23 de octubre.
La línea de cuarentena marítima en torno a Cuba, en efecto, entró en aplicación desde las 10 horas de la mañana del miércoles 24 de octubre.
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Pero en esos momentos el mando estadunidense no sabía aún que las armas nucleares, no sólo los misiles, ya estaban en la isla. Así lo recordó también McNamara el 11 de octubre pasado en La Habana:
No fue sino hasta después de casi 30 años desde aquellos sucesos cuando supimos, por conducto del general Gribkov y su testimonio en la conferencia de enero de 1992 (realizada en La Habana, en esta misma sala), que las armas nucleares, tanto las estratégicas como las tácticas, ya habían llegado a Cuba antes de que la línera de cuarentena fuera establecida: 162 cabezas nucleares en total. Si el presidente hubiera llevado adelante el ataque aéreo y la invasión a Cuba, nuestras fuerzas, es casi un hecho, se habrían encontrado con fuego nuclear, lo cual habría requerido el mismo tipo de respuesta de Estados Unidos.
Robert McNamara continuó diciendo que, en la conferencia de 10 años atrás, esa información significó una conmoción para ellos. (Fidel Castro le recordó allí mismo, sonriendo, cómo en aquella ocasión McNamara se había agarrado la cabeza con ambas manos.) «Le pregunté entonces al presidente Fidel Castro», prosiguió McNamara, «qué habría hecho en caso de ataque con esas armas y cuál habría sido el desenlace para Cuba. La respuesta del presidente hizo recorrer un escalofrío por mi espinazo». Repitió en ese punto (de la versión en inglés) las palabras de Castro en aquel entonces. (Se reproducen aquí en forma más completa):
Nosotros partíamos del supuesto de que si había una invasión de Cuba, la guerra nuclear habría estallado. De esto estábamos seguros. Aquí todo el mundo estaba sencillamente resignado al destino de que ha-bríamos tenido que pagar el precio, que habríamos desaparecido. Vimos el peligro, lo digo con franqueza, y la conclusión, señor McNamara, que podemos sacar es que si nos vamos a basar en el miedo, nunca seremos capaces de evitar una guerra nuclear. El peligro de guerra nuclear tiene que ser eliminado por otros medios. No se la puede evitar sobre la base del miedo a las armas nucleares o de que los seres humanos van a ser detenidos por el miedo a las armas nucleares. Nosotros hemos vivido la experiencia muy singular de habernos convertido prácticamente en el primer blanco de esas armas nucleares: nadie perdió su ecuanimidad o su calma ante tal peligro, a pesar de que se supone que el instinto de supervivencia sea más poderoso. Por eso la existencia actual de 50 mil cabezas nucleares es una simple locura. Los seres humanos han estado haciendo locuras con la tecnología, que está mucho más desarrollada que sus capacidades de organizarse y hacer política. […]
¿Usted quiere mi opinión en el caso de una invasión con todas sus tropas y con 1190 incursiones aéreas? ¿Habría yo estado dispuesto a usar armas nucleares? Sí, hubiera estado de acuerdo en usarlas. Porque, en todo caso, dábamos por seguro que se hubiera convertido de todos modos en guerra nuclear y que íbamos a desaparecer. Antes de tener nuestro territorio ocupado, totalmente ocupado, estábamos dispuestos a morir en defensa de nuestro país. Usted me ha pedido que hablara con toda franqueza y así lo he hecho. Si el señor McNamara o el señor Kennedy hubieran estado en nuestro lugar y les hubieran invadido su país, o si su país estuviera por ser ocupado, dada una enorme concentración de fuerzas convencionales, ellos también habrían usado armas nucleares tácticas. [Pero, dijo a continuación, los cubanos «no teníamos control de las armas nucleares tácticas. Puede estar seguro de que en tal caso no nos hubiéramos precipitado a usarlas.»]
¿Cómo habría terminado en tal caso el conflicto?, se preguntó McNamara en La Habana el 11 de octubre pasado: «La respuesta, pienso, es: en un absoluto desastre, no sólo para Cuba sino para la Unión Soviética, para mi propio país y para el resto del mundo». Por esta razón, agregó, «he regresado esta vez a La Habana: para saber cómo las lecciones aprendidas de aquella crisis de octubre de 1962 podrían ayudarnos a quienes estamos interesados en la reducción del peligro de una catástrofe nuclear en el siglo xxi […] en un mundo que posee alrededor de 20 mil armas nucleares y donde el solo uso de 400 o 500 podría significar la destrucción total de naciones completas».
Debe decirse que, desde el primer momento, las motivaciones políticas de la presencia de Robert McNamara en La Habana fueron explícitamente relacionadas con su preocupación por el peligro actual de guerra en Irak y en Medio Oriente.
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Establecida la cuarentena, la presión sobre Cuba no cesó de crecer. Aparte de los vuelos regulares de los U-2, invisibles para el pueblo cubano, Estados Unidos estableció la práctica de vuelos rasantes de reconocimiento cada mañana, a 100 metros de altura o menos. Los artilleros cubanos, con orden estricta de no disparar, hasta podían ver las caras de los pilotos. Como diría después Fidel Castro, esos vuelos no tenían objetivo militar, salvo el de desmoralizar a sus tropas y a su gente, pues el reconocimiento fotográfico lo hacían los U-2. Más de una vez los oficiales tuvieron que calmar a los milicianos que querían hacer fuego.
Casi 40 años después, un lejano amigo cubano de aquel cronista le escribió estos recuerdos:
Me movilicé a 10 kilómetros de Guanajay, donde existía una cantera de piedra y estaba desplegado el batallón de la Universidad como posta exterior de una base coheteril soviética. […] Pasaban los aviones yanquis, tan bajo que a veces se le veían los cascos a los pilotos. Nosotros estábamos en una pequeña elevación que dominaba la Carretera Central, en la punta de un campo de caña, por techo un naylon, por cama la paja de caña. […] Fueron unos días imborrables, hermosos, de tremenda hermandad entre los hombres. […] Nunca sufrimos una humillación como aquellos aviones «pintorreados» USAF que nos sobrevolaban, hasta que Fidel dio la orden de ni un vuelo más. La rabia era tanta que recuerdo un día en que un viejo albañil negro, que era ayudante de una ametralladora pesada de fabricación checa que era una pieza acompañante, trató de hacerles fuego, pero no había orden. ¡Qué alegría cuando supimos que los CAD30, cañones antiaé-reos de dos bocas calibre 30, comenzaron a hacer fuego de práctica detrás de nosotros! Eran nuestros compañeros de la Universidad que estaban en esa arma.
Reacciones como ésta fueron generales en los puestos de combate. Hay que anotar, sin embargo, que si bien expresaban el estado de ánimo de los soldados y de la mayoría de la población, las tropas que nunca han estado bajo fuego real son proclives a estas emociones, mucho más controladas y maduras en los veteranos de otras batallas.
29 de noviembre de 2002