Estupefacción, malestar, cuando no asco, son las impresiones que a muchos ciudadanos nos producen los mensajes de la web, los comentarios de muchos tertulianos y las declaraciones de cargos políticos sobre la convocatoria, políticamente impecable pero legalmente bastante chapucera, del referéndum en Cataluña el próximo día 1 de octubre. Voy a obviar, por ahora, los […]
Estupefacción, malestar, cuando no asco, son las impresiones que a muchos ciudadanos nos producen los mensajes de la web, los comentarios de muchos tertulianos y las declaraciones de cargos políticos sobre la convocatoria, políticamente impecable pero legalmente bastante chapucera, del referéndum en Cataluña el próximo día 1 de octubre. Voy a obviar, por ahora, los insultos, las descalificaciones y las zafiedades propias del matonismo y la ignorancia ultras, para centrarme en el desarrollo de una lógica: la del texto fundamental de nuestro ordenamiento jurídico-político, en atención a aquellas personas que discrepando de esa convocatoria no se dejan llevar por lo peor de sí mismas.
Se suele argumentar que el texto constitucional de 1978 no puede ser incumplido ni vulnerado por la actuación unilateral del Parlament y del Gobierno de la Generalitat. Lo cierto es que, a estas alturas, lo de incumplir la Constitución resulta ya una práctica cotidiana cuando ésta es incumplida y obviada en el momento en que sus contenidos de política social o económica no sólo no se aplican, sino que se gobierna contra ellos, especialmente en lo referente a los Títulos Preliminar y VII. No olvidemos tampoco aquella malhadada reforma constitucional del artículo 135 por la que los Derechos Sociales de la ciudadanía quedaban relegados en función de priorizar el pago de una deuda de dudosa legitimidad. Todo un ataque frontal a los Derechos Fundamentales recogidos en la Constitución. Recordemos además las reiteradas llamadas de atención y condenas que la ONU o el Tribunal Superior de Justicia Europeo, le hacen al Reino de España sobre incumplimientos de DDHH y otros contenidos constitucionales. Puede decirse en puridad que el referéndum de Cataluña es un hecho que jalona el proceso de degradación de nuestro llamado Estado de Derecho. El andamiaje sobre el que se construyó la Transición hace tiempo que fue superado por la realidad económica, social, política, institucional y cultural. El pacto constitucional de 1978 se hizo sobre los malabarismos conceptuales y políticos que aquella difícil situación demandaba. Por eso hoy, los problemas no resueltos vienen a cobrar las facturas pendientes cuyo pago, por las razones aducidas, no se hizo en tiempo y hora. Pero, vayamos al grano.
El artículo 2 de la Constitución dice literalmente:
«La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible todos los españoles y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre ellas».
Del texto se deducen dos afirmaciones claras y una consecuencia lógica. La primera afirmación es la de la Nación española patria común e indivisible. La segunda es la de que existen dos conjuntos territoriales diferenciados: nacionalidades y regiones. La consecuencia es obvia, alguna diferencia deberá haber entre ellos al tener denominaciones distintas. ¿Responden a contenidos distintos las palabras, nación y nacionalidad? Aquí subyace una parte del conflicto que hoy comentamos. Veamos algunas opiniones sobre esta cuestión.
Los siete diputados que formaron la ponencia constitucional (por eso fueron llamados padres de la Constitución) opinaban lo siguiente:
Para Manuel Fraga (AP) catedrático de Derecho Constitucional, nación y nacionalidad son términos con igual significado. Por esa razón se opuso a incorporar la palabra nacionalidad al texto de la ponencia. Igualmente opinaban así Gregorio Peces Barba (PSOE), catedrático de Filosofía del Derecho, Jordi Solé Tura (PCE-PSUC), catedrático de Derecho Constitucional y Miquel Roca i Junyent (CiU), profesor de Derecho Constitucional. Es más Peces Barba llegó a plantear que España era una nación de naciones. Por su parte Roca afirmó que la nacionalidad era una nación carente de Estado. Los tres restantes ponentes y juristas de profesión, que militaban en la UCD, José Pedro Pérez LLorca, Miguel Herrero y Rodriguez de Miñón y Gabriel Cisneros, no veían conveniente la introducción del vocablo nacionalidad por las consecuencias que podía acarrear en un futuro. El caso es que esta cuestión produjo debates intensos en el seno de la Comisión redactora, en el mundo político y en el del Derecho. Finalmente se llegó al pacto y ambas palabras fueron introducidas en el texto constitucional. ¿Por qué?
Si alguna definición se podía hacer de la España de entonces era la de una no -dictadura formal. Suárez era un Presidente cuestionado por sus antiguos correligionarios del régimen franquista que seguían controlando muchas instituciones y bastantes resortes del Estado. La presión de los militares (sobredimensionada interesadamente por tirios y troyanos) era una nostalgia del pasado sin proyecto de futuro, pero constituía una fuerte presión psicológica. Sin embargo, la presión de los poderes fácticos de la economía que necesitaba el pedigrí constitucional para poder acceder al Mercado Común era la definitiva. Y todo ello en el marco de una grave crisis económica, un altísimo índice de paro y graves problemas sociales de toda índole. Por esa razón se impuso que la palabra nacionalidad se plasmase en el texto constitucional. Los hijos del franquismo, en aras de lo que llamaron intereses generales, tuvieron que aceptar un término que, junto el Derecho de Autodeterminación, era una de las señas de identidad de la izquierda combativa y clandestina (especialmente el PCE) y los también perseguidos nacionalistas del PNV, CiU y otros. Ni que decir tiene que todo el mundo era consciente de que hablar de nacionalidades era referirse a Cataluña. País Vasco y Galicia.
Sobre esta cuestión el Tribunal Constitucional, tras el recurso de inconstitucionalidad interpuesto por PP, declaró inconstitucionales varios artículos del Estatut (que ya había sido aprobado en referéndum por el 73´9% de los votantes, el 48´5% del censo), sentenció el 9 de julio del 2010:
La Constitución no conoce otra (nación) que la nación española. Puede hablarse de naciones como una realidad cultural, histórica, lingüística, social y hasta religiosa.
La nación que aquí importa es única y exclusivamente la nación en sentido jurídico-constitucional.
De lo expuesto hasta aquí pueden sacarse algunas conclusiones.
El debate sobre nación y nacionalidad es bastante serio y no el capricho de algunos exaltados. Los testimonios que anteriormente he expuesto y que son una brevísima muestra de los que existen, así lo confirman.
Tras las palabras del Tribunal Constitucional sobre las naciones como realidades culturales, históricas, etc. puede deducirse, haciendo abstracción del hecho religioso, que Cataluña sólo le falta para ser nación acceder a la condición de realidad jurídico- constitucional. Es decir un cambio constitucional. Una cuestión puramente política en la que los protagonistas son el Pueblo español, las Cortes Generales, el Pueblo catalán y sus instituciones de Autogobierno.
En consecuencia los discursos esencialistas y nostálgicos de una Historia idílica que nunca existió, no ayudan a abordar determinadas cuestiones que exigen tacto, paciencia, prudencia, actitud democrática, voluntad de conocer y algún conocimiento de la Historia y las realidades de los pueblos de España.
Julio Anguita. Colectivo Prometeo. FCSM.
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