En los años setenta el ecologista Iván Illich escribía no sin malicia: «el socialismo […] no puede venir a pie, ni puede venir en coche, sino solamente a velocidad de bicicleta». Casi cuarenta años después, no se le habrá escapado a ningún exegeta que el socialismo ha quedado malherido en la carretera y, sobre todo, […]
En los años setenta el ecologista Iván Illich escribía no sin malicia: «el socialismo […] no puede venir a pie, ni puede venir en coche, sino solamente a velocidad de bicicleta». Casi cuarenta años después, no se le habrá escapado a ningún exegeta que el socialismo ha quedado malherido en la carretera y, sobre todo, que el coche continúa su marcha triunfal. Así, en esta enésima y tan cosmética edición del ‘Día sin coches’, Europa cuenta con un automóvil por cada dos habitantes, estadística que hará peligrar la justicia mundial y la supervivencia humana cuando China y la India hayan alcanzado las pautas del ‘maldesarrollo’ occidental.
Como es bien sabido hoy en día, la humanidad se encuentra en una doble encrucijada: el desafío del cambio climático y el techo del petróleo. El coche y su uso irracional no parecen desde luego una solución adecuada, ya que provocan un aumento constante de emisión de gases de efecto invernadero y un consumo acelerado de las reservas de petróleo. La mejora de la eficiencia energética de los automóviles, tan alabada por los fabricantes, no tiene ningún efecto frente al crecimiento continuo de las ventas y de las nuevas infraestructuras viarias, puesto que estas mismas llaman a más tráfico. Por otro lado, la sustitución milagrosa del oro negro por nuevas fuentes de energía tampoco resuelve el problema, sino que alimenta la creencia en la técnica todopoderosa, motor agotado del progresismo desarrollista. El hidrógeno, que actúa como una reserva de energía y no como una fuente primaria, reaviva los peligrosos ánimos de los ‘lobbies’ nucleares, mientras los biocombustibles entran en competencia directa con las superficies destinadas a la alimentación humana y a la biodiversidad natural.
A pesar de estas serias advertencias, la Unión Europea, España y las comunidades autónomas no consiguen plantear el debate en términos simples. Entre adultos que ya no creen en los cuentos de hadas, digámoslo claro: un sistema de movilidad basado en el coche nunca será limpio ni sostenible. Partiendo de esta premisa empírica, esperamos más de nuestras administraciones públicas, todas ellas al remolque de sus compromisos con el protocolo de Kioto y poco proclives a adoptar medidas a la altura de la situación. Por lo tanto, desde nuestra humilde condición, quisiéramos aportar algunas pistas en este día meramente simbólico.
Como primer paso, una reforma de la fiscalidad hacia una economía sostenible podría ser uno de los pilares del cambio. Entre otras medidas, empecemos por tasar los coches particulares que emiten más de 120 g/km de C02, tal y como plantea el Parlamento europeo. Además de una reducción de por lo menos 10 km/h en las carreteras y en ciudad (lo que representaría una reducción del 1% de la contaminación atmosférica), sigamos con la creación -como en Londres o Estocolmo- de peajes urbanos para disminuir la congestión del tráfico y transmitir el verdadero precio económico del uso del coche para la comunidad y la naturaleza. Al mismo tiempo, integremos el sector de los transportes de mercancías al mercado de C02 y tasemos los bienes producidos según los kilómetros recorridos.
Mientras van entrando estas imprescindibles nuevas fuentes de ingresos públicos, invirtámoslas en su totalidad en la construcción de un modelo de movilidad alternativo y sostenible privilegiando los modos de transporte limpios, públicos y complementarios. Financiemos nuevas líneas y servicios de autobuses, tranvías, metros o trenes de cercanías más frecuentes y regulares, a sitios más alejados, así como infraestructuras necesarias para el desarrollo del transporte de mercancías por vía ferroviaria, marítima y fluvial. Empleemos también estos fondos para campañas de fomento del alquiler de automóviles en lugar de la compra (utilización restringida para fines de semana o recorridos largos) y del coche compartido. Además, no dudemos en prohibir -como en Noruega- los anuncios comerciales que vinculan contra toda evidencia el sector automovilístico con la ecología.
En este nuevo marco, la bicicleta ocupa un lugar central, ya que la mitad de los desplazamientos urbanos en coche se realizan en recorridos menores de tres kilómetros con una sola persona por vehículo. En vez de convertirla en una operación de marketing y destinarla principalmente a turistas y al ocio, como es el caso de Madrid o Bilbao, miremos los ejemplos cada vez más numerosos de uso de las bicicletas orientadas a los trayectos domicilio-trabajo. Ciudades como París y Lyón, seguidas por muchas otras ciudades europeas, cuentan con servicios de alquiler ubicados en estaciones intermodales (salidas del tren, del metro, del tranvía, del autobús o de los aparcamientos disuasorios en las afueras de las ciudades). La complementariedad de los diferentes modos de transporte es clave, y el billete único a un precio muy asequible en toda la red es una piedra angular. Es más, una adecuada financiación y gestión -y una no inversión en infraestructuras dañinas como el tren de alta velocidad en el País Vasco o el cuarto cinturón en Barcelona- podría llevar incluso a la gratuidad total de los transportes públicos, como ocurre en Hasselt (Bélgica).
Por supuesto, todas estas políticas no tendrán mucho efecto si no se insertan en una visión más amplia de un urbanismo y una ordenación territorial basados en una revalorización del medio rural y en el desarrollo de ciudades policéntricas, densas y no estructuradas alrededor del coche sino vertebradas a lo largo de la red de transporte pública. Además de unas políticas sostenibles de suelos y vivienda para frenar la escalada de precios en los centros urbanos, reduzcamos en los planes urbanísticos el espacio físico reservado al coche, acentuemos la mezcla de actividades sociales, culturales y económicas, y fomentemos los pequeños comercios frente a la dispersión urbana y los grandes centros comerciales.
Por fin, si se apuesta por los biocombustibles, que se haga de manera razonable y con unos criterios ecológicos y sociales básicos. Privilegiemos la producción de energía mediante la utilización racional de la biomasa ya existente o de cultivos no alimenticios, no dañinos para el medio ambiente y preferentemente a escala local, sin que sea necesario plantar nueva biomasa e importarla desde otros continentes.
Una vez hecho este breve repaso de alternativas y pensando en nuestro querido compañero Illich, sólo nos queda desear que la sociedad sostenible no se haga esperar tanto como el socialismo y actuar para que ésta se encuentre a un paso… de bicicleta, ¡por supuesto!
Florent Marcellesi es ingeniero de Caminos, Canales y Puertos y Coordinador nacional de Jóvenes Verdes ([email protected]).
——–
Más información:
Florent Marcellesi, Coordinador de Jóvenes Verdes
[email protected] – 628334891
Carolina López, Coordinadora de Jóvenes Verdes
[email protected] – 657600348