El pasado viernes, 29 de noviembre, se celebró en Barcelona un interesante encuentro, organizado por la asociación Entesa Federal. Su presidente, el sindicalista Lluís Torrent, invitaba a reflexionar sobre la situación en Catalunya, así como acerca del papel de las izquierdas y la vigencia de la perspectiva federalista. El debate contó con una ponencia de […]
El pasado viernes, 29 de noviembre, se celebró en Barcelona un interesante encuentro, organizado por la asociación Entesa Federal. Su presidente, el sindicalista Lluís Torrent, invitaba a reflexionar sobre la situación en Catalunya, así como acerca del papel de las izquierdas y la vigencia de la perspectiva federalista. El debate contó con una ponencia de la diputada Eva Granados, portavoz del grupo parlamentario PSC-Units per avançar, que abordó centralmente la relación entre esa situación, en su vertiente más social, y los efectos del «procés». He aquí las notas de la intervención que, por mi parte, tuve ocasión de hacer, tras agradecer una iniciativa que, sin duda alguna, merecería ser replicada por los distintos agrupamientos federalistas que empiezan a florecer en localidades y comunidades autónomas.
Pocos discuten ya esta evidencia: Catalunya se halla inmersa en una severa crisis política, institucional y social. Los consensos y parámetros que rigieron la vida de la sociedad catalana en los últimos cuarenta años han quedado profundamente agrietados. El proceso independentista ha abierto en canal aquel catalanismo que amparó durante todo un tiempo los principios de unidad civil y convivencia democrática. Unos valores singularmente acuñados por las izquierdas en la lucha contra la dictadura y durante la transición. El catalanismo, en su vertiente más popular, se caracterizaba, junto a la defensa de una lengua y una cultura maltratadas, por su voluntad social integradora, al tiempo que representaba el compromiso con la construcción de una España democrática y de clara vocación europea.
Es cierto que la derecha nacionalista, liderada por Jordi Pujol, tuvo que aceptar – de modo formal y por la fuerza de las cosas – esos postulados. Aunque nunca dejó de sembrar la semilla de una catalanidad herderiana que ha eclosionado impetuosamente con el «procés». Y siempre mantuvo una visión patrimonial sobre las instituciones catalanas. Todos recordamos a la inefable Marta Ferrusola exclamando «¡Es como si nos hubiesen entrado a robar en casa!» ante la llegada del tripartito de izquierdas a la Generalitat. Sin embargo, hace apenas unos años hubiese costado imaginar la degradación que han alcanzado las instituciones de autogobierno. Esas instituciones protagonizaron algunos de los recortes antisociales más crueles de toda Europa durante la última recesión; fueron escenario de una inédita violación de la democracia política en otoño de 2017… y hoy permanecen sumidas en la inoperancia, mientras el país empieza deslizarse por la pendiente de la decadencia.
Pero no habrá marcha atrás. Las causas que nos han llevado a esta situación son múltiples y poderosas. Y tienen que ver con los cambios inducidos por la globalización. Para entender lo que nos sucede, conviene que nos acostumbremos a considerarlo como una expresión local, específica por cuanto se refiere a sus rasgos nacionales, de las grandes evoluciones y tendencias que se desarrollan a nivel mundial. En lo que hemos dado en llamar el «procés» encontramos la combinación de distintos factores. En primer lugar, los desajustes del modelo territorial, con la retroalimentación entre la pulsión centralizadora del nacionalismo español y un nacionalismo catalán excluyente que rompía el molde del catalanismo… y el impacto de la crisis económica mundial sobre una sociedad que se hallaba ya en plena transformación. El «procés» y su deriva nacional-populista no se explican sin la entrada en ebullición de unas clases medias que han atisbado con angustia su declive. No se equivoca Tomas Piketty cuando identifica esa dinámica como un movimiento de masas dentro de una de las regiones más ricas de Europa en pos de una salida insolidaria al trance general de las naciones postindustriales.
Pero hay también otros factores. Dos de ellos tienen particular interés para nosotros: la crisis de las izquierdas y la implosión de la representación política tradicional de las clases acomodadas. La crisis de las izquierdas en un sentido amplio, referido a partidos, sindicatos de clase, movimientos asociativos, etc., se ha traducido en un debilitamiento y en una evidente pérdida de liderazgo. Ello resulta de factores históricos – el hundimiento de las utopías del siglo XX y la consiguiente hegemonía neoliberal -, así como de las transformaciones en el mundo del trabajo y en todos los ámbitos de la vida social y cultural. Esas mismas fuerzas han determinado también toda una serie de desplazamientos por arriba.
La vieja burguesía catalana – que tuvo su representación más conocida en los industriales textiles – es historia desde hace muchos años. Las grandes familias han globalizado sus negocios o actúan como comisionistas locales, asociados a grandes inversores. Una fuerza como Convergència, en quien esas élites reconocían a su interlocutor natural, se ha ido deslizando hacia la identificación con las clases medias altas y la mesocracia de la administración pública autonómica. De manera acelerada en los últimos años, los cuadros han estado substituidos por activistas y la política reemplazada por relatos. La atmósfera se ha ido contagiando de la zozobra y, por momentos, la exasperación de la pequeña burguesía. Los prohombres han desertado instituciones emblemáticas – un puñado de agitadores de la ANC ha sido capaz de «asaltar» la Cámara de Comercio de Barcelona. Los mismos grandes empresarios que vieron con distante simpatía el giro de Artur Mas hacia el independentismo, cuando la irrupción del «procés» permitió neutralizar la conflictividad social, se apresuraron a trasladar las sedes de sus compañías cuando la situación se descontroló.
En ese contexto, donde proliferan aprendices de brujo, charlatanes y aventureros, y en el que se han desatado energías que acaban por tener vida propia, ERC ha creído llegado por fin el momento de convertirse en la nueva gran fuerza nacional, capaz de vertebrar y liderar Catalunya. Lo cierto, sin embargo, es que ERC, partido de las antiguas y modernas menestralías, está condenada a la subalternidad por razones congénitas, oscilando siempre entre la bravuconada y el miedo ante su propia audacia. En última instancia, o bien es subyugada por el nacionalismo conservador, o bien se verá empujada a pactar con la izquierda social – hoy por hoy, muy lejos aún de poder revertir la situación del país. La lucha inacabable por el poder y la hegemonía del campo soberanista entre posconvergentes y ERC ha determinado la dinámica enloquecida que hemos vivido, así como el actual bloqueo y desprestigio de las instituciones.
La situación más flagrante – y potencialmente más peligrosa – se dio en otoño de 2017. La «Ley de Transitoriedad», votada el 7 de septiembre en el Parlament, fue la única propuesta articulada que llegó a formular el independentismo acerca del Estado que aspiraba a construir. Y el modelo esbozado fue el de una República autoritaria que representaba toda una regresión democrática en relación a la monarquía parlamentaria española. Una República, la de Puigdemont, destinada a subsistir, en el mejor de los casos, como semiparaíso fiscal, un juguete en manos de los mercados financieros y las intrigas de las grandes potencias. Los contactos entre hombres de confianza del president y supuestos allegados de Putin, entrevistas en que se habría evocado un intercambio de reconocimientos – el de la independencia de Catalunya contra el de la legitimidad de la anexión de Crimea por parte de Rusia -, son reveladores de los delirios de grandeza de estos dirigentes provincianos. Pero, al mismo tiempo, de su impotencia, doblada de irresponsabilidad.
En ese sentido, el mayor daño del «procés» ha sido el que ha sufrido la sociedad catalana, cuya actual división, de hacerse crónica, podría derivar en una fractura comunitaria difícilmente reversible – e incluso en enfrentamiento civil. Ante el riesgo de una nueva recesión, cuando aún sangran las heridas de la anterior crisis, con una desigualdad agravada y unas bolsas de pobreza enquistadas, la inoperancia de la Generalitat resultaría toda una amenaza para la democracia, si la ira social y la frustración enarbolasen banderas identitarias.
¿Qué hacer?
Sólo las izquierdas en un sentido amplio – ese amplio espectro que va desde la socialdemocracia hasta el espacio de los comunes – pueden declinar el conflicto en términos políticos y no emocionales, articulando finalmente una salida. Un gobierno progresista de coalición en España sería el primer paso. Seamos conscientes, no obstante, de lo que cabe esperar de ese gobierno, si finalmente llega a conformarse. En un plano económico, social y medioambiental, difícilmente podrá ir más allá de atenuar las desigualdades, iniciar el camino de la transición ecológica y preservar o restablecer derechos – en materia de igualdad, de servicios públicos o de capacidad negociadora de los sindicatos… Los márgenes de maniobra se vislumbran estrechos bajo la férrea disciplina fiscal de Bruselas y en el marco de una economía que, aún creciendo en términos de PIB, empieza a emitir señales de desaceleración. No hay que subestimar el peligro de que, si el gobierno de izquierdas no consiguiese mejoras perceptibles en la vida de la ciudadanía, la extrema derecha, tras irrumpir con fuerza en el Congreso, trate de alzarse como portavoz de los desamparados.
En el plano territorial, ese ejecutivo debería actuar sobre todo como un gobierno de distensión. No hay solución, a corto y medio plazo, para el conflicto catalán. Sin embargo, dentro del propio marco constitucional, es posible adoptar medidas beneficiosas para la gente. Hablamos de financiación autonómica, de inversiones estatales, de proyectos como el corredor del Mediterráneo… Pero también de competencias recortadas por la sentencia del TC sobre el Estatut, susceptibles de ser recuperadas por vía de leyes orgánicas. Sabemos que un diálogo fructífero no será efectivo hasta encontrar una salida adecuada a la situación penal de los dirigentes independentistas condenados por el Supremo. Se trata ahora de generar un clima que permita abordar esa cuestión. Y desde luego no va ser fácil, bajo el fuego cruzado de la derecha y de Vox, por un lado, y de Puigdemont y la CUP, por otro. ¿Reunirá ERC el valor necesario para resistir a esas presiones y soportar la acusación de «traición»? Hoy por hoy, la investidura de Pedro Sánchez está en manos de ERC. Y es evidente que el fracaso de esa opción nos llevaría a un escenario repleto de amenazas. Pero, esa es sólo la foto fija del momento. En clave de futuro, lo determinante será la capacidad de entendimiento de la izquierda social y federalista.
Y esa debería ser una apuesta estratégica. No nos cansaremos de repetirlo: la clase trabajadora constituye un terreno lo bastante amplio y fértil como para sostener diferentes proyectos de emancipación. Pero la relación entre la socialdemocracia y la izquierda transformadora debe ser la de una competición virtuosa: los debates, legítimos y necesarios, deben perseguir la movilización de los respectivos espacios y el incremento de la politización general de la ciudadanía… sin hipotecar la unidad de acción.
La crisis del modelo territorial es buena prueba de ello. Los cambios sólo pueden ir en el sentido de una involución centralista o en el de una reforma federal que dé acomodo a la diversidad nacional y lingüística de España. Distintas objeciones son posibles a la perspectiva federal. La principal es sin duda que una reforma de la Constitución – que, entre otras cosas, transformase el Senado en una cámara de genuina representación territorial – requeriría amplios consensos que hoy se antojan imposibles. Y es cierto. Una reforma federal no puede basarse en la voluntad de las izquierdas, exige un pacto de Estado con otras fuerzas. Pero, por lejana que aparezca esa perspectiva, sólo fijándola en el horizonte podemos orientar nuestros primeros pasos. Y hay que echar a andar. La transformación federal de España no se producirá de un plumazo, de la noche a la mañana, como una mutación del Estado, sino por acumulación de reformas parciales y prácticas administrativas, generando una cultura federal en el seno de las instituciones y en la conciencia de la sociedad. El actual Estado de las Autonomías ofrece posibilidades que pueden ser desarrolladas en ese sentido: cooperación entre comunidades, legislación para impedir el dúmping fiscal entre unas y otras, organismos de concertación… Hay que explorar decididamente esos caminos si queremos alcanzar algún día objetivos más ambiciosos.
Pero, si la idea de un Estado federal no es patrimonio exclusivo de las izquierdas, los objetivos de esas izquierdas se declinan necesariamente en clave federal. Todas las corrientes históricas del movimiento obrero han sido federalistas. Y es que el federalismo representa mucho más que la propuesta de organización de un Estado compuesto. Representa toda una filosofía y una visión, propia de la clase trabajadora, de entender el tránsito hacia el socialismo a través de la fraternidad y la cooperación. Por eso el federalismo debería ser el cimiento de una estrecha colaboración entre las izquierdas, imprescindible para afrontar los desafíos que tenemos por delante. En eso estamos.
Fuente: https://lluisrabell.com/2019/11/30/a-vueltas-con-el-federalismo/