La abdicación del rey Juan Carlos ha abierto un debate hasta ahora reprimido y hasta penalizado en nuestro país. Pero cuando se plantea en estos días la polémica entre monárquicos y republicanos se olvida a menudo que lo que enfrenta a ambas partes no es la cuestión de si podemos o no elegir a nuestro […]
La abdicación del rey Juan Carlos ha abierto un debate hasta ahora reprimido y hasta penalizado en nuestro país. Pero cuando se plantea en estos días la polémica entre monárquicos y republicanos se olvida a menudo que lo que enfrenta a ambas partes no es la cuestión de si podemos o no elegir a nuestro jefe del Estado sino la anterior -y por eso la democracia misma está comprometida en su raíz- de si podemos o no elegir la forma de Estado. Eso es lo que se impidió tras la muerte de Franco y eso es lo que se impide ahora al tratar de imponer una segunda transición, en condiciones completamente diferentes, a partir de los mismos mimbres y los mismos actores. Pero el problema no es el de elegir o no al jefe del Estado. Por ejemplo en Italia, una república consolidada con una de las constituciones más avanzadas del mundo -aunque con una de las realidades más tristes de Europa-, el jefe del Estado, con competencias limitadas, no es directamente elegido por el pueblo sino que es nombrado a través de un consenso entre las fuerzas políticas mayoritarias. Italia, con un orden constitucional que recurre fácil y frecuentemente al referéndum, escoge a su presidente en el parlamento. En 1947, sin embargo, sí hubo un referéndum en el que los italianos, consultados sobre la monarquía, se inclinaron por la república.
Aparte otros muchos y dolorosos, los límites de la democracia en España vienen determinados desde el inicio por la ausencia de este referéndum. Podemos decir, sin embargo, que en nuestro país, al igual que ocurre en Italia con el presidente de la república, el rey Juan Carlos ha sido sin duda una figura de consenso. Nos guste o no a los republicanos con memoria, como sucesor de Franco fue aceptado por todos los partidos, incluido el PCE, y reconocido por una amplia mayoría social a la que no se preguntó sobre la forma de Estado pero que, en el difícil contexto de la llamada transición, se resignó a su autoridad como necesaria -según recordaba él mismo en su discurso de abdicación- «para conducir España a una democracia plena y madura». La diferencia entre transición y ruptura es precisamente ésta: que las transiciones se hacen prolongando hasta la previsible mutación el régimen anterior y ello, obviamente, a través de la combinación más o menos armónica de políticos de la dictadura y políticos del nuevo orden democrático en ciernes. En 1975, salvo una minoría que tenía razón pero no apoyo social y organizativo suficiente, tanto la derecha como la izquierda apostaron por una transición y, por lo tanto, por un consenso partidario que, al contrario que en Italia, donde sí hubo una ruptura, asumió la forma de Estado decidida por el dictador.
Hubo, en todo caso, un consenso. Lo que ocurre es que, al contrario que los apellidos o el fenotipo, los consensos no se heredan; ni tampoco se pueden reproducir mecánicamente allí donde las circunstancias y los apoyos han cambiado. Y creo que, ahora que por fin podemos hablar libremente de la cuestión, es necesario recordar que en 1975, cansados y atemorizados, desmemoriados y asustados, presionados desde las instituciones del régimen, desde los partidos y desde los medios de comunicación, los ciudadanos españoles apostaron por una figura de consenso, no por una forma de Estado sobre la que, insisto, nunca se nos preguntó. Apostaron, si se quiere, por Juan Carlos como sucesor mutante de Franco, no por la monarquía como institución.
De hecho -permítaseme este sobresalto de aparente optimismo- esa institución está muerta en España desde hace 80 años. El primero golpe mortal lo recibió no el 14 de abril de 1931 sino, paradójicamente, el 18 de julio de 1936, con el golpe restaurador de Franco. Los 39 años de dictadura franquista, cuyas reservas frente al «legítimo» heredero, Don Juan, son de sobra conocidas, convirtieron a la persona de Don Juan Carlos en un instrumento del régimen y, tras la muerte de Franco y precisamente como sucesor suyo, en un instrumento del consenso de la transición, instrumento cuya autoridad imparcial no procedía del carisma intangible de una dinastía poco amada, por no decir aborrecida, sino de la confluencia de la doble legitimidad del momento: la que le otorgaba el régimen anterior y la que le otorgaban los partidos de la oposición (por no hablar de la embajada estadounidense y la Comunidad Económica Europea).
El segundo golpe lo ha recibido ahora, tras la abdicación del pasado 2 de junio, que pretende ser una solución para salvar los muebles pero que, en realidad y por eso mismo, revela un problema estructural. Si los 39 años de Franco sirvieron sobre todo para inducir un brutal olvido del pasado -olvido que incluía la Segunda República, pero también la propia monarquía que ella derribó- los 39 años de Juan Carlos han servido para hacer olvidar este olvido, y ello incluye las circunstancias que justificaron su entronización. Se quiere salvar una institución históricamente desarraigada retirando a un señor que sólo se representaba a sí mismo y al régimen del 78. Obviamente se trata de salvar ese régimen y no la institución y se quiere salvar aplicando el mismo modelo de consenso que hace 39 años. Pero las élites que gestionaron la primera transición y quieren gestionar la segunda ya no cuentan con los medios para trasladar ese consenso a la sociedad. Las circunstancias han cambiado, el miedo es de otro signo y el cansancio es más bien rabia e indignación, y la sola fuerza de los medios de comunicación hegemónicos, que se mueven entre el sentimentalismo más obsceno y la más abyecta manipulación, no va a bastar para imponer ese consenso y menos a través de una figura como Felipe VI, un buen chico que sólo se distingue de todos los otros buenos chicos de nuestro país en que nunca se verá afectado por la crisis ni obligado a emigrar a Alemania. La irrupción de Podemos en las últimas elecciones europeas, que marca sin duda el momento de la abdicación, deja columbrar las dificultades que va a tener que afrontar el bipartidismo, eje del modelo, para prolongar agónicamente el pacto del 78. Como los portavoces de Podemos han señalado, ahora no se trata ni de recordar el golpe de Estado de Franco ni los vicios de origen, tan numerosos, de nuestra democracia «plena y madura». Se trata de asumir que se acabó la primera transición, de que en una «democracia plena y madura» nada justifica una figura de consenso por encima de la voluntad popular y de que, como los italianos en 1947, los españoles queremos decidir la forma de Estado y, en consecuencia, el marco de las futuras consultas y los futuros consensos.
Que la monarquía esté viviendo ya una vida póstuma no quiere decir que no pueda ser aún más o menos longeva. Ni quiere decir que, tras su muerte, la república española sea la república que queremos. No olvidemos que el consenso del 78, lo que Podemos llama «la casta», quiere salvar el régimen, no la institución monárquica, y que para salvar el régimen, si se ve obligada a ello, puede volverse republicana, sobre todo si interpreta que el empeño en salvar la corona puede hacer peligrar, al calor de la crisis, los cimientos del sistema (o antisistema). Por eso, en previsión de ese eventual avatar de nuestras derechas, debemos hacer como nos pedía Julio Anguita el otro día y anticiparnos con un proyecto de república bien meditado que sea, al mismo tiempo, social y económicamente justo, políticamente democrático y plenamente convincente para las mayorías sociales.
Santiago Alba Rico. Filósofo y columnista. Su último libro publicado es ¿Podemos seguir siendo de izquierdas? (Panfleto en sí menor) (Pol-len Edicions, Barcelona, 2014).