Una democracia clerical se corresponde con un pueblo que no es dueño de su destino. No es soberano para decidir su bandera, menos aún su modelo de (de)crecimiento económico. Y si la ciudadanía interviene en estos asuntos, más allá del rito electoral, resulta una amenaza antisistema. Impugna los designios de las élites que, a diestra […]
Una democracia clerical se corresponde con un pueblo que no es dueño de su destino. No es soberano para decidir su bandera, menos aún su modelo de (de)crecimiento económico. Y si la ciudadanía interviene en estos asuntos, más allá del rito electoral, resulta una amenaza antisistema. Impugna los designios de las élites que, a diestra o siniestra, actúan como órdenes clericales: uniformes y uniformadas, en defensa del credo y el jerarca, más beligerantes con la heterodoxia propia que con la ajena. El debate público así forjado no pivota sobre la veracidad y la coherencia argumentales. Se zanja invisibilizando y criminalizando al hereje. Es el destino de las fuerzas sociales más transformadoras: sin representación política, estigmatizadas en los medios. Y es la trampa de la izquierda partidaria: sin músculo para la movilización, a rastras del discurso conservador.
Desde que la derecha perdió las elecciones se apoya en sectores ultraortodoxos y convoca a gentes de bien. Mientras, la izquierda institucional desconfía de su militancia y aplica con mojigatería la corrección política. Quienes creen que «cualquier proyecto es defendible en democracia, por vías pacíficas» y lo practican chocan con una cultura política que la derecha hegemoniza desde la razia del 36. El felipismo la dejó intacta, para cultivarla como semillero de votos. La sorpresa fue que el PP la reactivase y llevase a la calle con enorme éxito tras el 11-M.
Sin embargo, activistas republicanos como Jaime d’Urgell (militante del PSOE) y anticapitalistas, como Enric Durán, responsables de «reponer» la bandera republicana en un edificio oficial y de «robar» a los bancos, apenas han merecido atención. El anticapitalismo, no digamos la república, está normalizado en Europa. Uno de cada diez votantes portugueses y alemanes han votado al Bloco y a Die Linke. Aquí sufren el ostracismo y la penitencia impuesta a quien desacralice los mitos políticos fundadores. En los casos citados, el Rey-padre-de-la-patria y el desarrollismo voraz. Modelos de autoridad y progreso, contaminados de herencia franquista.
La movilización ciudadana ha reportado avances socioculturales de calado. Sin reconocimiento y bajo una considerable represión, ha permitido a la izquierda gobernante hacer políticas de progreso. Feministas y gays forjaron el consenso social que avala las actuales leyes de matrimonio e igualdad. Sin los ecologistas, la sostenibilidad sería una invocación primitivista. Los insumisos invalidaron la mili como plataforma de socialización forzosa en los valores franquistas. La reivindicación del 0,7% del PIB para la solidaridad internacional fue el humus del voluntariado que sostiene los proyectos de cooperación… Hasta aquí algunas aportaciones para que la socialdemocracia marque sus diferencias con el PP. Pero los gobiernos del PSOE no han recabado el apoyo de los ciudadanos laicos para contestar a los ultracatólicos que le hostigan, no materializan el parón nuclear, vietnamizan Afganistán y encubren en créditos al desarrollo del comercio de armas. Perpetúan, en suma, el descompromiso con la militancia que la izquierda practica en cuanto toca poder. Abandonan la calle cuando entran en los despachos. La derecha, en cambio, ha alimentado desde sus gobiernos estatales y autonómicos una militancia social cada vez más nutrida, joven y activa.
Como contraste, consideren las insuficiencias de la Ley de Memoria Histórica ante las asociaciones que la impulsaron y que, desde la indiferencia -cuando no hostilidad-, cuestionan el santoral y el credo de la Transición. Recuerden, también, la mezcla de represión y falso electoralismo ante el Movimiento de Vivienda. El blindaje financiero a las inmobiliarias especuladoras y la inactividad judicial contra la madre de la economía del ladrillo: la corrupción que financia elecciones. Contra todo ello y más, el colectivo Crisi de E. Durán, a mediados de septiembre, propuso practicar vías para «vivir sin capitalismo». Una apuesta plural y gradual. Bastante pertinente, dada la precariedad que genera el modelo que sufrimos y su más que constatable caducidad. No se registran editoriales ni iniciativas partidistas a su favor. Los neocon, sin embargo, triunfan en términos de hegemonía ideológica y activismo. Lo muestra el bloqueo de los populares a políticas que cuentan con aprobación parlamentaria. O los diques jurídicos que se alzan ante consultas cívicas que desbordan el modelo estatal. O la desobediencia alentada por los obispos y el PP a las leyes matrimoniales, educativas y sanitarias. O la supremacía mediática y ciberpolítica de los neoliberales… En suma, un ramillete de triunfos.
Triunfos que carecen de apoyo social mayoritario, pero que exhiben supremacía discursiva en los medios y demoscópica en las encuestas. De seguir así, tendrán traducción electoral. Derrotados parecen ya quienes apenas constataron las dos décadas que la insumisión antimilitarista cumplió este año. Así, el PP podrá arrogarse de nuevo haber profesionalizado el Ejército. Desarmados están quienes ningunearon a las cibermultitudes del 13-M, para gloria de los Peones Negros de Don Federico. O quienes compitieron en populismo para hipotecar a los jóvenes sin vivienda y que los propietarios les aumentasen el alquiler… Acuden a la Zarzuela con los pins y el ideario del republicanismo cívico, pero no se autoinculpan en los procesos abiertos a la bandera tricolor. Esa mojigatería da voz a la clerigalla. Ojalá no incurra en más gazmoñerías cuando vuelva a tocar a rebato para ir a las urnas.
Víctor Sampedro es catedrático de Comunicación Política de la Universidad Rey Juan Carlos.
Fuente: http://blogs.publico.es/dominiopublico/1596/activistas-clerigos-y-mojigatos/