Hasta ahora, participar en el proceso de consulta popular del Proyecto de Constitución de la República de Cuba, que comenzó en el país el 13 de agosto y concluirá el 15 de noviembre, más que un ejercicio democrático, parece un acto de fe. Ningún ciudadano cubano cuenta con la garantía de que sus opiniones serán […]
Hasta ahora, participar en el proceso de consulta popular del Proyecto de Constitución de la República de Cuba, que comenzó en el país el 13 de agosto y concluirá el 15 de noviembre, más que un ejercicio democrático, parece un acto de fe. Ningún ciudadano cubano cuenta con la garantía de que sus opiniones serán consideradas por quienes elaboren la versión definitiva de la Carta Magna, ni de que sus propuestas -eliminar, agregar o modificar algún artículo- serán incluidas en caso de coincidir con las propuestas de una mayoría.
El doctor en Ciencias Jurídicas Julio Antonio Fernández Estrada, en su texto Este proyecto de Constitución propone otro país, sostiene que «la consulta debió ser reglamentada o al menos esbozada su metodología y principios por el máximo órgano de poder del Estado en Cuba y así las dudas sobre el peso de las opiniones populares y el escepticismo sobre el valor de lo que digamos se hubiera reducido mucho».
El periódico Granma, órgano oficial del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, en una nota del 10 de agosto informó que para el procesamiento y organización de las propuestas se conformaron equipos de entre 24 y 40 personas en cada municipio y provincia del país; y, a nivel nacional, uno de 130. La doctora en Ciencias Filosóficas Marcela González Pérez, miembro del equipo nacional de procesamiento de las propuestas, precisó a Granma que los integrantes de dichos equipos «son profesionales de alto nivel, graduados universitarios todos: juristas, profesores, investigadores… y también ingenieros egresados de la Universidad de las Ciencias Informáticas que han desarrollado la aplicación que viabilizará el procesamiento de un volumen de datos tan considerable».
Sin embargo, la nota no especifica si, una vez que concluya la consulta popular, la ciudadanía tendrá acceso a ese «volumen de datos tan considerable»; si se publicarán las estadísticas generadas durante el procesamiento de las propuestas; si se podrá saber, por ejemplo, cuántas personas en Cuba se oponen a eliminar de la Constitución la idea de construir una «sociedad comunista» y cuántas respaldan el reconocimiento del derecho de las parejas homosexuales a contraer matrimonio; si se podrán identificar las posturas políticas predominantes en la sociedad cubana, los disensos y consensos, en torno a los derechos, deberes y libertades que deberán quedar consagrados en la Constitución.
La historia reciente del país, en lo concerniente a consultas populares, tampoco es muy alentadora. De la discusión nacional que se realizó entre diciembre de 2010 y febrero de 2011 del Proyecto de Lineamientos de la Política Económica y Social del Partido y la Revolución, lo que se publicó al final fue un informe bastante escueto, que solo revela la cifra de intervenciones y opiniones registradas e indica cuántos y cuáles lineamientos se mantuvieron iguales, se fusionaron o adicionaron. Y más o menos lo mismo sucedió en 2013 con la consulta a los trabajadores del Anteproyecto de Ley Código de Trabajo.
La falta de transparencia informativa y la toma de decisiones verticales (siempre de arriba hacia abajo) han sido, durante décadas, unas de las características fundamentales del ejercicio del poder en diferentes estructuras del Estado cubano. A pesar de que la dirección del Partido Comunista de Cuba ha exhortado a eliminar «el secretismo» y a estimular la participación popular, la práctica de los funcionarios públicos demuestra sistemáticamente que no existe una voluntad de democratizar el ejercicio del poder.
Pero la censura y el verticalismo han tenido un costo político bastante alto en Cuba: la tendencia social a reaccionar con desconfianza, escepticismo, desidia, apatía, ante cualquier iniciativa proveniente del Estado. Gran parte de la población, sobre todo los jóvenes, vive de manera enajenada de la política; lo cual, sin dudas, es conveniente para la preservación de la hegemonía del Partido, pero no para la construcción de un proyecto social emancipador.
En este caso, cuando Cuba se enfrenta al cambio más significativo en su Constitución desde 1976, no ha sido distinto. El Gobierno ha repetido el mismo modus operandi. Desde el inicio del proceso ha habido ocultamiento de información y una distribución desigual de las cuotas de poder.
El 2 de junio de 2018, la Asamblea Nacional del Poder Popular, en sesión extraordinaria, eligió, o más bien aprobó, una Comisión Parlamentaria para la Reforma Constitucional integrada por 33 diputados que, supuestamente, debía redactar un Anteproyecto. La Comisión fue una propuesta que presentó a los diputados el Consejo de Estado, y Raúl Castro, primer secretario del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, fue designado su presidente.
Sin embargo, recién ese mismo día, el pueblo cubano supo por el propio mandatario Miguel Díaz-Canel Bermúdez que desde hacía tiempo había un grupo que, por encargo del Buró Político, analizaba «el impacto que en el orden constitucional tienen los cambios originados, como resultado de las decisiones adoptadas en el VI y VII congresos del Partido y su Primera Conferencia Nacional, el futuro previsible y las demás medidas que han sido aprobadas en estos años» y evaluaba «cuestiones que se requieren incorporar al texto constitucional»; es decir, que desde hacía tiempo -no dijo cuánto- había un grupo, del Buró Político, que trabajaba en la reforma de la Constitución.
Ya el 21 de julio, cuando no habían transcurrido ni siquiera dos meses de haber sido formalmente constituida la Comisión de los 33 diputados, en la Asamblea estaba listo el Anteproyecto, y el 22 de julio, tras una serie de discusiones bastante tibias, teniendo en cuenta la envergadura de lo que se discutía, quedaba unánimente aprobado. No obstante, es necesario apuntar que, antes de llegar a la Asamblea -definida por la Constitución vigente y por la que se debate como el «órgano supremo del poder del Estado», que representa a todo el pueblo y expresa su voluntad soberana-, el Anteproyecto fue analizado en el VII Pleno del Comité Central del Partido y en el Consejo de Estado, según reportó Granma el 13 de julio.
Cuando el documento comenzó a comercializarse en Cuba el 31 de julio, los ciudadanos podían confirmar, en la parte introductoria, justo en el primer párrafo, que la Constitución que debían discutir era el resultado «de una profunda labor» iniciada no exactamente en junio de 2018 sino en 2013; no por la Comisión de los 33 diputados aprobada en el Parlamento sino por el grupo de trabajo creado por el Buró Político y presidido por el expresidente Raúl Castro.
Una Asamblea Constituyente, quizá, hubiera proyectado una imagen política distinta, más sana, del Gobierno. Hubiera contribuido a restaurar un poco su credibilidad. Hubiera podido generar una participación ciudadana más directa y sustancial. Pero, también, hubiera supuesto para el Gobierno ceder poder y confiar en las capacidades creadoras del pueblo.
El doctor en Ciencias Sociales Julio César Guanche, en ¿Qué significa una Asamblea Constituyente?, explica que es «la vanguardia» en los procesos políticos posicionados «a favor de las mayorías sociales» y permite «confirmar que el soberano es el pueblo y no el gobierno»; mientras que la variante de crear una comisión de expertos para elaborar una Constitución «es la forma más restrictiva de elaborarla», pues «esa instancia es designada por el Poder Ejecutivo y tiene manos libres para fijar sus contenidos» y «el resultado habitual es una Constitución que consagra el poder y retrata los privilegios que ya poseen quienes dominan el escenario».
No es de extrañar, entonces, que el artículo 5 sea la consagración del Partido, al ser proclamado como «vanguardia organizada de la nación cubana» y «fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado». Es un artículo muy coherente con todo el proceso vivido de reforma constitucional. Y la Constitución que resulte de ese proceso, al igual que el país que resulte de esa Constitución, probablemente también lo serán.
Si bien el artículo 1 declara a Cuba como un «Estado socialista de derecho, democrático, independiente y soberano, organizado con todos y para el bien de todos, como república unitaria e indivisible», en el resto de los 223 artículos es posible encontrar no pocos postulados incompatibles con los valores democráticos, socialistas o republicanos. La Cuba que se avizora en la Constitución en debate no es la del artículo 1 sino la del 5.
¿Cuál es esa Cuba implícita en el artículo 5? Una Cuba que desconoce la diversidad de ideologías, identidades y posiciones políticas que confluyen en la sociedad actual. Una Cuba que, incluso, cae en la arrogancia de imponer condicionantes ideológicas a la creación artística (artículo 95), al decir que «en su contenido respeta los valores de la sociedad socialista cubana», lo cual sienta las bases para censurar a los artistas, ya sea porque confrontan con su obra el statu quo, o porque algún funcionario considera que así lo hacen.
Tampoco es de extrañar que en el Artículo 40, que habla sobre la igualdad ante la ley de todas las personas, «sin ninguna discriminación por razones de sexo, género, orientación sexual, identidad de género, origen étnico, color de la piel, creencia religiosa, discapacidad, origen nacional o cualquier otra distinción lesiva a la dignidad humana», se haya pasado por alto la discriminación por ideología y posición política.
Quizá en otro país se podría entender que ideología y posición política son categorías que caben en «cualquier otra distinción lesiva a la dignidad humana», pero la historia de Cuba en los últimos sesenta años cuenta con un amplísimo expediente no solo de discriminación sino también de represión contra quienes han sostenido abiertamente una ideología o postura política distinta u opuesta a la oficial. Por respeto a todos los ciudadanos cubanos que han sido y son víctimas de esa forma específica de discriminación, la nueva Constitución debería incorporar esos términos. Eso si se quiere que la Constitución, de veras, sea inclusiva.
Otro de los artículos preocupantes es el 21. No solo porque contribuye a consolidar relaciones de dominación entre la ciudadanía y el Estado sino porque se fundamenta en un error de concepto. El artículo plantea que la propiedad «socialista de todo el pueblo» es aquella «en la que el Estado actúa en representación y beneficio de este como propietario». Sin embargo, la verdadera propiedad socialista de todo el pueblo debería ser aquella que es administrada y fiscalizada directamente por el pueblo organizado, en la que el pueblo es el propietario y no el Estado.
Es indispensable señalar que decir Estado no es decir pueblo. Uno de los principios esenciales del sistema socialista es la socialización del poder, del poder para producir y reproducir la vida, del poder de decidir el destino de una nación y los caminos hacia ese destino, del poder de contar la historia de una nación; nunca, la concentración del poder en el Estado, que siempre se constituye por una minoría. El socialismo, al contrario de lo que propone el proyecto de Constitución, implica el empoderamiento permanente y efectivo de la ciudadanía.
Julio César Guanche, en Propiedad y democracia. ¿Qué trae la nueva Constitución?, señala que «en Cuba se suele confundir lo público con lo estatal, y lo estatal con lo gubernamental», pero que lo público también puede ser concebido como «lo que pertenece a todos los miembros de la sociedad»; con lo cual -agrega Guanche- se asegura que el Estado no sea «el único actor en la solución de problemáticas públicas» y se insiste en la necesidad de buscar soluciones y ejercer control sobre la propiedad pública entre distintos actores sociales.
Precisamente, la distorsión del concepto de «propiedad socialista» del artículo 21 es la base que permite distorsionar también la libertad de prensa. El artículo 60 de la Constitución sometida a consulta expone que «los medios fundamentales de comunicación social, en cualquiera de sus soportes, son de propiedad socialista de todo el pueblo, lo que asegura su uso al servicio de la sociedad». Entonces, si se entiende «propiedad socialista de todo el pueblo» en los términos del artículo 21, debe entenderse que los medios de comunicación social, al menos los «fundamentales», continuarán siendo de propiedad estatal.
El Proyecto no especifica cuáles son los medios «no fundamentales», si son los medios independientes que han surgido en Cuba en los últimos cinco años con el desarrollo de las tecnologías digitales y la ampliación del acceso de la sociedad a Internet, o son otros. Pero lo que sí resulta obvio es que no respalda la existencia de los medios independientes. El artículo 60, de hecho, parece reconocer la libertad de prensa no a los ciudadanos sino al Estado. Su última oración es clara: «el Estado establece los principios de organización y funcionamiento para todos los medios de comunicación social».
La experiencia cubana permite corroborar que la propiedad estatal no constituye una garantía del uso de la prensa al servicio de la sociedad. Las inconformidades de los ciudadanos y de los propios periodistas con el periodismo hecho en el modelo de prensa estatal partidista son ya históricas. Si bien es posible distinguir avances en las agendas y narrativas de algunos medios estatales, los problemas fundamentales, que tienen que ver con la injerencia del Partido en las políticas editoriales y procesos productivos, persisten.
Los medios independientes cubanos, a pesar de no contar con personalidad jurídica y credenciales para acceder a las fuentes de información oficiales, han demostrado con su trabajo que, desde otras formas de propiedad y organización, también es posible hacer un periodismo de calidad y cumplir la misión de servicio público. Restringir las formas de propiedad de los medios de comunicación, en vez de regularlas, significa restringir la libertad de prensa y el acceso de los ciudadanos a información, contenidos e historias con visiones diversas de su realidad.
Una Constitución socialista, revolucionaria, emancipadora, debería fortalecer al pueblo ampliando sus posibilidades de transformación de su contexto, en lugar de debilitarlo imponiendo o consolidando restricciones para participar de la política; lo cual no es más que debilitar las posibilidades de cualquier utopía. Hacer que la construcción de un proyecto social dependa más de un Partido, de la clase dirigente de ese Partido, que de los ciudadanos es atentar contra ese proyecto social. Los recursos más valiosos de un país son las personas, pero las personas libres. Libres para pensar, proponer, crear, desobedecer, oponerse, revolucionar, fundar.
La Asamblea Nacional del Poder Popular es hoy un espacio con un potencial político enorme, que en la praxis y no solo en discurso podría ser el «órgano supremo del poder del Estado», si sus diputados se profesionalizaran y trabajaran a tiempo completo haciendo política y legislando -en lugar de reunirse en dos períodos ordinarios de sesiones al año-, si sus vías de acceso se ampliaran porque se ampliaran también las organizaciones sociales, si se eliminaran las comisiones de candidatura, si se independizara radicalmente del Consejo de Estado. A lo mejor entonces no podría constituirse una Asamblea Nacional con 605 miembros, pero sería preferible que se constituyera con la mitad, si esa mitad es fiel a los múltiples intereses del pueblo y se dedica por entero a servirlo.
La sociedad cubana, incluso la indiferente, la escéptica, la apática, esa que hoy no participa, o que no lo hace responsablemente, del proceso de consulta popular del Proyecto de Constitución, cuenta con un arsenal de valores políticos que constituye el pilar más importante en la construcción de un República justa, digna e inclusiva. Sus desafíos, en comparación con los desafíos de naciones vecinas del Caribe, América Latina y Centroamérica, con quienes comparte una historia similar de colonización, son menores.
En Cuba no mueren de hambre, sed o desnutrición miles de niños, como en La Guajira colombiana; la violencia no mata a casi 4 000 personas en un año, como en El Salvador; los niños no son arrebatados a sus madres o padres por traficantes de órganos, como en México. Pero esa excepcionalidad no debe verse como irrevocable. Nada lo es. Participar en la creación de una Constitución es tener la madurez política de asumir que muchos de los logros de Cuba, que son logros del pueblo antes que de un Gobierno, un dirigente o un Partido, pueden ser revocados. Y algunos, con el actual Proyecto, ya lo están siendo, según han analizado distintos especialistas. Hoy, si en algo conviene depositar la fe, es en el poder del pueblo.
Fuente: http://www.periodismodebarrio.org/2018/10/acto-de-fe/