Durante siglos de colonización primero y de neocolonialismo después, la mayoría de los países del continente africano han sufrido la rapiña y el saqueo de sus cuantiosos recursos naturales y humanos. Africa padeció en los siglos XVIII y XIX, fundamentalmente, la más brutal trata de esclavos y millones de sus hijos fueron enviados a otros […]
Durante siglos de colonización primero y de neocolonialismo después, la mayoría de los países del continente africano han sufrido la rapiña y el saqueo de sus cuantiosos recursos naturales y humanos.
Africa padeció en los siglos XVIII y XIX, fundamentalmente, la más brutal trata de esclavos y millones de sus hijos fueron enviados a otros continentes para laborar en los trabajos más rudos.
Junto a esta inhumana actividad, los países coloniales se adueñaron de extensos territorios e iniciaron la explotación de sus recursos naturales como el oro, cobre, diamante, uranio, cobalto, marfil y maderas preciosas.
Compañías transnacionales se hicieron multimillonarias con la extracción y comercialización de diamantes en el Congo, Angola, Sudáfrica, mientras otros explotaban el uranio, cobalto, estaño y cobre en Zambia, Namibia y Zimbabwe, por citar algunos.
El constante saqueo a que ha sido sometido ese continente ha motivado que en el 2003, cerca del 65 % de su población se encuentre ubicada en los más bajos niveles de pobreza, carente de alimento y vivienda.
Desde hace algunos años, las compañías transnacionales se han lanzado a obtener y controlar uno de los tesoros más codiciados que había sido poco explorado: la riqueza ecológica a la que los estudiosos denominan también el oro verde.
Según informes de varias agencias de las Naciones Unidas, los países del sur, entiéndase los subdesarrollados de Asia, Africa y América Latina, pierden desde 1995 más de 6 000 millones de dólares anuales por la extracción ilícita de sus recursos biológicos.
La flora africana cuenta con una inmensa variedad de especies, muchas de ellas endémicas, que permiten a sus poseedores obtener grandes dividendos por su comercialización.
Compañías poderosas especializadas en biotecnología, cuyas industrias han tenido gran avance tecnológico en el último decenio, se disputan las diferentes zonas y territorios.
Empresas farmacéuticas, procesadoras de productos naturales que son codiciados y constantemente propagandizados en los países desarrollados, participan en esa prometedora carrera.
Estudios recientes aseguran que los fabricantes de medicinas a base de plantas procedentes del Tercer Mundo, obtienen anualmente beneficios por más de 30 000 millones de dólares En el campo de la genética, ya se han hecho famosas compañías como Monsanto que están obligando en la práctica a los agricultores europeos a comprar y depender de sus semillas genéticamente producidas para el desarrollo de las cosechas.
Recientemente en Italia, un agricultor fue obligado a pagar una exorbitante suma de dinero que lo ha llevado casi hasta la quiebra porque en sus sembrados se hallaron cereales con semillas genéticas sin haber hecho un contrato con la transnacional.
A pesar de que los investigadores señalaron que las semillas podrían haber sido trasladadas por la fuerza del viento desde un sembrado cercano, la Monsanto no dio su brazo a torcer y hoy continúa el litigio en los tribunales mientras el agricultor ya no tiene dinero ni para pagar a los abogados.
Esta es la antesala del poderío de esas compañías que desde ahora manejan la producción genética de semillas y en un futuro controlarían a los agricultores y hasta a los gobiernos de naciones pobres que se verían en la necesidad de endeudarse para tratar de obtener el avanzado producto.
Acuerdos internacionales adoptados dentro de la Organización Mundial del Comercio (OMC) como el Derecho de la Propiedad Intelectual, le aseguran a las grandes compañías la prerrogativa de salvaguardar sus patentes en cualquier lugar del mundo.
En pocas palabras, se trata de quitar la potestad a las poblaciones étnicas de utilizar los conocimientos ancestrales que tienen sobre la utilidad de una planta, so pena de ser sancionados.
Es una nueva guerra de rapiña contra el continente africano que esta vez no se impone por las armas y la conflagración, sino por una estrategia más sutil, la de controlar los bosques, tierras, ríos y toda la ecología por las decisiones que impondrán las transnacionales con ayuda de los organismos internacionales.
Ante estas amenazas que llevarían más hambre y miseria a millones de personas en el continente africano, se hace necesario que los gobiernos de la región adopten leyes más fuertes a las establecidas hasta estos momentos para salvaguardar sus riquezas, culturas y hasta la propia soberanía.