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Agrocombustibles en Centroamérica

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Biocombustibles y crisis agroalimentaria Por Olivia Acuña Rodarte. En materia de crisis alimentaria, el Banco Mundial clasifica a América Latina como una región de «perdedores moderados». Si bien los efectos de ésta resultan incomparables frente a los sufridos por África, las catástrofes naturales han agudizado la pobreza en naciones como Haití, Honduras y Cuba y […]

Biocombustibles y crisis agroalimentaria

Por Olivia Acuña Rodarte.

En materia de crisis alimentaria, el Banco Mundial clasifica a América Latina como una región de «perdedores moderados». Si bien los efectos de ésta resultan incomparables frente a los sufridos por África, las catástrofes naturales han agudizado la pobreza en naciones como Haití, Honduras y Cuba y se ha profundizado la escasez de alimentos. Destacan consideraciones de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) en el sentido de que el alza de los alimentos en 2007 impidió que ese año aproximadamente cuatro millones de personas saliesen de la situación de pobreza e indigencia en la región. La misma institución señaló que en 2008 el efecto fue mayor, pues el incremento de los costos de los alimentos acumulado desde 2006 produjo pobreza e indigencia en 11 millones de personas en Latinoamérica.

América Central se diferencia del resto del subcontinente por el peso que tiene la actividad agrícola en su economía y por la presencia de 50 por ciento de su población en el campo. Según el Consejo Agropecuario Centroamericano, la contribución directa del sector agrícola al PIB representa 20 por ciento en Guatemala y Nicaragua; entre 10 y 15 en Honduras, El Salvador y Belice, y menos de 10 por ciento en Costa Rica y Panamá. El mismo organismo señala que alrededor de 70 por ciento de sus exportaciones son de origen agropecuario. A pesar de ello, la actividad primaria se caracteriza por la baja productividad y por la pobreza de su población: 64 por ciento de los pobres de América Central se concentran en el medio rural.

La dependencia alimentaria es otra característica en Centroamérica. Desde principios de los 80s, los alimentos del exterior representan alrededor de 80 por ciento de todas sus importaciones agrícolas, y el valor de éstas últimas se ha incrementado significativamente: en Belice y Nicaragua se duplicaron y en el resto de los países de la región se han cuadruplicado.

Esta situación indica que si bien la crisis alimentaria de 2008 agudizó el problema de la disponibilidad de alimentos en la región centroamericana, los orígenes de ésta se encuentran en una producción de alimentos estancada y con un ritmo creciente hacia la dependencia externa. Esta situación «despegó» prácticamente desde los 90s, en que las políticas neoliberales comenzaron a tener sus primeros efectos en la actividad primaria. Así, entre 1990 y 2000, la dependencia de cereales tuvo un comportamiento alarmante. Un diagnóstico del Consejo Agropecuario Centroamericano determinó que en Belice, El Salvador y Nicaragua la necesidad de compras de cereales del exterior representó en ese periodo 30 por ciento de su abasto total; en Honduras y Guatemala, 40 por ciento; 60 en Panamá y casi 80 por ciento en Costa Rica. Habría que agregar que otros factores como la alta vulnerabilidad de la región a los desastres naturales (huracanes, inundaciones, el fenómeno de El Niño, erupciones volcánicas y deslizamientos, entre otros) han afectado seriamente al sector agroalimentario, expulsando a millones de campesinos hacia la migración como único recurso de sobrevivencia.

A finales de 2006 las primeras señales de escasez de alimentos fueron evidentes, y ya para los primeros meses de 2008 Centroamérica enfrentaba de lleno una crisis alimentaria. Dos elementos contribuyeron de manera importante: el alza constante del precio internacional de los granos y una acelerada inflación provocada principalmente por el aumento diario en el precio mundial del petróleo.

En 2007 la región registró una inflación de seis por ciento, gastos por petróleo por alrededor de seis mil millones de dólares y un déficit comercial de más de 24 mil millones de dólares. Le acompañaron a esta situación la escasez y el encarecimiento de trigo, maíz, arroz, frijol, hortalizas, verduras, ajonjolí y ganado menor (cerdo, pollo y otras aves). Un informe de la CEPAL mostró que entre diciembre de 2006 y septiembre de 2008 el índice de precios al consumidor se elevó en 20.5 por ciento en promedio en la región y al mismo tiempo el índice de precios de los alimentos se incrementó más de 27 por ciento. La FAO reportó que en Guatemala y Honduras el precio al menudeo del maíz era entre un cuarto y un tercio más alto en noviembre de 2008 que en el mismo mes del año anterior. Los precios del arroz, principalmente importado, subieron desde el comienzo del año en la mayoría de los países de la región, y en noviembre de 2008 eran 54 por ciento más altos que un año atrás en Nicaragua.

Se observa entonces que si bien Centroamérica presentaba una situación complicada de dependencia alimentaria derivada de las transformaciones estructurales en los 80s y 90s en toda la región, la coyuntura del alza de los precios vinculada en este caso a la producción de biocombustibles, colocó a la zona en un escenario de extrema vulnerabilidad.

Sin lugar a dudas, la producción de los llamados «combustibles verdes», está ligada a la inseguridad alimentaria en la región, ya que en los últimos años Guatemala, Nicaragua y Panamá, se han convertido en importantes proveedores de etanol hacia la Unión Europea (UE). Alemania, Italia y España han promovido, junto con el Banco Interamericano de Desarrollo, la producción de agrocombustibles en América Central, incluso Finlandia financió en 2007 una planta de biodiesel en El Salvador.

Destaca sin embargo, el caso de Guatemala, que sobre la base de la caña y palma africana en grandes extensiones, ha incrementado significativamente la producción de etanol y biodiesel, ambos exportados principalmente a la Unión Europea. Si bien no se trata de cultivos básicos, el hecho es que grandes superficies de tierras antes en manos de familias campesinas dedicadas al maíz y al arroz han sido desplazadas por empresas privadas que han intensificado los cultivos destinados a generar biocombustibles. La expansión de este agronegocio ha sido incluso promovido por otras naciones latinas como Colombia, que con miras a posicionar su tecnología en la producción de biodiesel, ha donado plantas piloto para este energético en Guatemala, El Salvador y Honduras.

Tan sólo en 2007 Guatemala produjo cerca de 800 mil litros de etanol que en el marco del Acuerdo de Asociación entre la UE y Centroamérica, fueron exportados libres de arancel. Frente a la «oportunidad» de comercio que representa esta actividad, contrasta el hecho de que Guatemala cuenta con el índice de desnutrición más alto del continente.

El escenario de Centroamérica parece poco alentador, ya que las últimas previsiones de la FAO para el año comercial 2008/09 (junio/julio) apuntan a nuevos incrementos en el uso de cereales para la producción de biocombustibles: en total 104 millones de toneladas, un 22 por ciento por encima de lo estimado para 2007/08. Esta cifra representa 4.6 por ciento de la producción mundial de cereales.

En Estados Unidos se prevé que el uso total de cultivos para transformación en agrocombustibles se incremente a cerca de 93 millones de toneladas (de las cuales 91 millones son de maíz), un 19 por ciento más sobre el nivel de 2007/08. Las previsiones anteriores indicaban un aumento más rápido en el uso del maíz para biocombustibles, pero el fuerte descenso de los precios del petróleo y la desaceleración de la economía mundial redujeron estas expectativas en los meses recientes.

La gran paradoja es que naciones con una alta vulnerabilidad en su oferta alimentaria como los centroamericanos hayan hecho de la producción de biocombustibles una «alternativa» productiva y económica para su campo agrícola. Sin lugar a dudas, esta situación obedece a las estrategias neocolonizadoras, en este caso de países europeos, en complicidad con gobiernos neoliberales que han permitido y promovido el uso de tierras de agrícolas para la producción de los nuevos energéticos.

La condición crítica en cuanto a disponibilidad de alimentos que vive América Central debería obligar a los gobiernos nacionales a revisar sus políticas agroalimentarias. La escasez sufrida particularmente en 2008 asociada a la producción de biocombustibles, hizo evidente la fragilidad en que se encuentran estos países en materia de alimentos. Revisar y revertir esta política tendrá que pasar necesariamente por revalorar la agricultura campesina que históricamente fue el sector que, con apoyo estatal, logró garantizar la autosuficiencia alimentaria de esta región.

¿Agrocombustibles? No, gracias

Por Alberto Alonso Fradejas.

Tras ríos de tinta vertidos en el debate sobre la sustitución de buena parte de los combustibles fósiles (derivados del petróleo o uso de carbón), consumidos en el Norte económico (especialmente), por combustibles de origen agrícola, pareciera que poco queda por añadir.

El veredicto es claro en el caso de la producción de etanol a partir de granos básicos. Academia, movimientos campesinos, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), numerosos Estados del Sur (incluyendo a los mesoamericanos y a Brasil) e incluso el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, coinciden excepcionalmente en culpabilizar al etanol de maíz de ser un importante factor (aunque no el único) tras el incremento de los precios de los básicos, sin mayores aportes netos a la reducción de emisiones contaminantes.

Para variar, no deja de sorprender, más por la necedad que por la falta de poderosas motivaciones, la excepción a este consenso discursivo anti agrocombustibles derivados de granos básicos, que genera la dizque progresista y «verde» administración Obama con su decisión de no sólo refrendar, sino incluso tratar de superar la meta de consumir 36 mil millones de galones de agrocombustibles en Estados Unidos para el año 2020, fijada a raíz del Decreto de Independencia Energética y de Seguridad (¿y la «lucha contra el cambio climático»?). Una meta que, al igual que las de la Unión Europea, pretenden alcanzarse usando lo propio y especialmente lo ajeno.

Ahora bien, esta casi unánime oposición da un giro de 180 grados cuando se trata de cuestionar a los agrocombustibles derivados de cultivos que aparentemente ahorran más energía de la que consumen. Concretamente, por sus implicaciones en Mesoamérica, quiero referirme al etanol derivado de caña de azúcar y al diesel que puede obtenerse del aceite de palma africana.

Una cuestión de insumos. El principal cuello de botella para la venta masiva de agrocombustibles no es de corte financiero o tecnológico, sino de disponibilidad de suficiente materia prima agrícola al menor costo posible. Una nueva demanda del mercado internacional, cuya rentable satisfacción motiva a capitales y Estados a expandir el latifundio cañero/palmero sobre la base de los renovados procesos de dominación territorial (pues además de tierra, estos monocultivos necesitan agua, y ocasional, pero previsible, disponibilidad de fuerza de trabajo) derivados del desplazamiento espacial y temporal que han emprendido en la región los agronegocios vinculados con la producción, transformación o distribución de cualquiera de los productos derivados de la caña y la palma.

Un desplazamiento que combina estrategias orientadas a desviar capitales hoy excedentarios hacia la exploración de usos futuros, con la adecuación de territorios rurales para la producción extensiva de caña y palma. Estrategias viabilizadas por las mismas configuraciones históricas de los Estados mesoamericanos y respaldadas por políticas de comunicación de masas y académicos al servicio del mejor postor, para facilitar la formación y circulación de capital ficticio (con valor monetario y existencia documental, pero sin respaldo material), el cual es ya un mecanismo tradicional para la acumulación en etapas del capitalismo donde predomina el capital financiero sobre el productivo.

Se conforma, en definitiva, un discurso que identifica a estos monocultivos con la nueva panacea del desarrollo territorial rural en Mesoamérica, y que legitima la oferta pública totalizadora alrededor de la caña, la palma y sus derivados. Respaldo oficial que impacta fuertemente sobre los procesos y mecanismos de integración regional -por ejemplo, vía la Comisión Mesoamericana de Biocombustibles, promovida por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y liderada por Colombia y Guatemala en el Proyecto de Integración y Desarrollo de Mesoamérica (el conocido PPP), la Estrategia Energética Centroamericana 2020, la Política Agrícola Común Centroamericana o la epidemia de tratados de libre comercio que proliferan intra y extra regionalmente- y que además conlleva graves implicaciones sobre los derechos y las condiciones de vida de la población de los «territorios objetivo».

Al contrario de lo que promueve ese discurso hegemónico, y con base en nuestro trabajo en Guatemala (http://www.congcoop.org.gt/design/content-upload/canita.pdf), la caña y la palma generan hasta diez veces menos riqueza territorial que los cultivos campesinos y mucho menos empleo que éstos a escala territorial y nacional. Si a esto le sumamos los desplazamientos forzosos por los procesos de (re)concentración agraria, el acaparamiento de las fuentes de agua, la degradación del suelo por mayor uso de agroquímicos, la sustitución de cultivos alimentarios y/o la ampliación de la frontera agrícola que altera/destruye ecosistemas completos, la adecuación de las relaciones sociales de producción al régimen acumulador flexible de estos agronegocios y el ataque contra el tejido socio organizativo comunitario y los patrimonios colectivos territoriales, tendremos más que sobrados argumentos legitimadores de la oposición y resistencia manifiesta por mucha población indígena, mestiza, afrodescendiente y campesina que defiende los territorios rurales mesoamericanos como espacios apropiados colectivamente.

Que no nos confundan, el debate entre agrocombustibles «buenos» y «malos» no es más que otra cortina de humo para desviar la atención de las consecuencias del nuevo ciclo de acumulación, despojo y dominio territorial en Mesoamérica.

http://www.ecoportal.net/content/view/full/87667

Olivia Acuña Rodarte es Profesora-investigadora de la UAM Xochimilco – Mexico

Alberto Alonso Fradejas es Responsable de Estudios del Instituto de Estudios Agrarios y Rurales de la Coordinación de ONGs y Cooperativas de Guatemala (Idear-Congcoop)

La Jornada del Campo – Mexico – http://www.jornada.unam.mx