En la experiencia del desarrollo de los Estados del Bienestar uno de los principios básicos ha sido el de proteger a las personas frente al riesgo de pérdida o ausencia de ingresos suficientes para atender sus necesidades básicas de subsistencia. La fundamentación parecía clara: ninguna sociedad desarrollada que se precie puede permitirse no atender a […]
En la experiencia del desarrollo de los Estados del Bienestar uno de los principios básicos ha sido el de proteger a las personas frente al riesgo de pérdida o ausencia de ingresos suficientes para atender sus necesidades básicas de subsistencia. La fundamentación parecía clara: ninguna sociedad desarrollada que se precie puede permitirse no atender a grupos poblacionales importantes que no dispongan de los medios más elementales de subsistencia; el derecho de ciudadanía parecía ser la base normativa por excelencia y desde esta premisa gran parte de los países de la UE han ido desarrollando sus respectivos mecanismos de protección social. Este sistema aplicado en la práctica ha demostrado algunas inconsistencias, entre ellas, las derivadas de un planteamiento que al mismo tiempo que pretendía configurarse como ‘universalista’ se olvidaba del gran grupo poblacional que representan las mujeres y de la incidencia sobre ellas del modelo de sociedad tradicional.
En el contexto actual de crisis global, que está provocando el aumento de la población masculina fuera del mercado de trabajo aún cuando siguen siendo superiores las tasas de desempleo femenino, se vuelve a reactivar el debate sobre los sistemas de protección social y los efectos que provocan sus diferentes configuraciones.
El punto de partida es la constatación de la persistente proliferación de focos de pobreza y de exclusión social, y especialmente de pobreza infantil, especialmente en los países con un modelo de sociedad tradicional. En España, por ejemplo, la tasa de riesgo de pobreza (ingresos menores al 60% de la mediana de ingresos) en 2007 afectaba al 21% de las mujeres y al 18% de los hombres; y la pobreza infantil supera la tasa del 24%, de las más altas de la UE.
En España el sistema de protección social es, en teoría, bastante amplio, aunque ello no significa que las condiciones y criterios de acceso y asignación de recursos sociales sean los más coherentes para atender al objetivo al que dicen responder. El sistema de contributividad a la seguridad social origina una serie de contraprestaciones públicas para cubrir temporalmente situaciones de necesidad, ya sea por la falta de empleo (prestación por desempleo y Renta Activa de Inserción), por incapacidad para trabajar (Incapacidad Laboral Temporal) o por existencia de responsabilidades familiares (como permisos de maternidad y de paternidad). También existen otras ayudas económicas ante situaciones excepcionales y de difícil inserción laboral, como los subsidios para personas mayores de 52 años hasta la edad de jubilación.
En general todas estas prestaciones tienen en común la consideración del trabajo productivo remunerado como base para el proceso de autonomía e independencia económica de las personas, aunque de manera sistemática se obvia la existencia de 3.000.000 de mujeres que no están incorporadas a la actividad remunerada y que por lo tanto se quedan fuera del alcance de esta ‘protección social’ salvo cuando, por la consideración de sus relaciones de parentesco, algunas llegan a ser beneficiarias de derechos derivados de la condición de cotizante de otras personas (como es el caso de la pensión de viudedad).
Como el conjunto de prestaciones contributivas y no contributivas no resulta suficiente para garantizar a la población los derechos sociales básicos, se ha ido buscando la forma de complementarles con otro tipo de prestaciones con un carácter más asistencial.
Este es el caso peculiar del Salario social o Renta Mínima de Inserción, que surge entre 1989 y 1990 en su mayor parte como un mecanismo social vinculado a los programas o planes de lucha contra la pobreza desarrollados por las Comunidades Autónomas, que son quienes tienen competencia plena en materia de servicios sociales básicos. Aunque con diferente nombre, la mayor parte de la normativa autonómica sobre estas prestaciones asistenciales referencian en su plantemiento teórico a la Ley Francesa de la Renta Mínima de Inserción, que establece el doble derecho social al que atienden: garantizar a la población medios adecuados de existencia y derecho a la inserción social y profesional; es decir, asistencia social y apoyo en la inserción laboral.
Ahora bien, una vez creados los instrumentos de redistribución, es importante identificar si su funcionamiento y características básicas responden a su cometido. ¿Puede ser creible que una Renta Mínima de Inserción vaya a garantizar la subsistencia básica de una unidad de convivencia formada por 2 ó 3 personas, por ejemplo, si en la mayoría de los casos el importe mensual se sitúa en torno a los 370 euros mensuales incompatibles con cualquier otro ingreso?
El peso ideológico de los antiguos programas de benificiencia social dificulta la configuración de mecanismos de protección social que garanticen condiciones de vida suficientes; de ahí que más que dispositivos de solidaridad sean interpretados como «caricaturas de solidaridad» que lastran el desarrollo de otros derechos fundamentales.
En este contexto, desde sectores autodenominados como progresistas, resurge el debate sobre la propuesta de la Renta Básica como panacea con la que conseguir que las personas sean capaces de llevar a delante la vida que eligen y sobre la que articular – dicen que – otro marco de relaciones. De hecho, entre quienes defienden el establecimiento de una Renta o Ingreso Básico con carácter universal, como un derecho individual, de ciudadanía, se argumenta que esto permitiría la cobertura de las necesidades básicas de una persona y que debería ser suficiente.
Sin embargo, esta propuesta se olvida de tomar en consideración algunas cuestiones que en mi opinión son la base de un nuevo modelo de sociedad:
1.- Que las personas no estamos en igualdad de condiciones ni de oportunidades y que, por ello, mientras ésto no se resuelva de manera efectiva en la práctica, la pretendida ‘libertad de elección individual’ difícilmente será tal libertad ni nos acercará a un modelo de justicia social.
2.- Que establecer una misma asignación económica para todo el mundo, sin tener en cuenta ni la individualización de las capacidades humanas (a las que se refieren Amartya Sen y Martha Nussbaum) ni la diferente capacidad de pago que tienen las personas, provocaría una mayor polarización de rentas, que es una de las causas de la pobreza mundial (según Vicenç Navarro).
3.- Que priorizar la ‘libertad de elección’ sin resolver antes la división sexual del trabajo, significa reproducir el sistema de desigualdades que genera, ya que las libres decisiones están condicionadas por el peso de la socialización diferenciada, por la presión del entorno social y por la ineficiente orientación de algunas políticas públicas que refuerzan la permanencia de las mujeres en el sector del cuidado y de las responsabilidades familiares.
Resulta llamativo que la propuesta de Renta Básica sea tan predominante en el actual debate; y que ésto pueda representar un alejamiento de la preocupación por corregir y eliminar los sesgos que dificultan el pleno ejercicio del conjunto de derechos sociales ya existentes. ¿No sería esto la derivación de la responsabilidad para garantizar condiciones dignas de vida desde la esfera pública a la personal? Y esto, ¿no vendría a coincidir con la propuesta de ‘adelgazamiento’ de las políticas públicas tan insistente desde posiciones de liberalismo económico? Da bastante que pensar, ¿no les parece?
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa de la autora, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.