La Editorial Dos Bigotes publica ‘La tierra de los abetos puntiagudos’, rescatando del olvido una obra maestra de Sarah Orne Jewett y a sus mujeres solitarias.
La historia de la cultura, o de las culturas, tiene sus inocentes mecanismos para recopilar aquello que deja huella y aquello que es relegado al olvido. Detrás de aquello que se presenta bajo la apariencia de rigor historiográfico, habitando los suburbios de la Historia, están las voces de aquellos a quienes la mente que ordena el devenir de los tiempos ha decidido restar importancia. Así, sobre el olvido, se construye una Historia con rasgos sexuales, raciales, étnicos y, por qué no, con fuertes convicciones ideológicas.
Ese olvido es el que durante años ha habitado la escritora estadounidense Sarah Orne Jewett (1849-1909), cuya ficción es hoy de los mayores exponentes del regionalismo literario norteamericano. Considerado por muchos un género menor (en parte por la gran aportación de voces enmudecidas como las mujeres o la población negra), este movimiento cultural, que experimentó su auge en el período que discurre desde la Guerra Civil estadounidense (1861-1865) hasta finales del siglo XIX, se volcó en plasmar en sus obras los rasgos más específicos y particulares de los lugares y sus gentes: dialectos, costumbres, cultura, historia y paisajes. Una reivindicación de «lo estadounidense» a través de la cotidianeidad de los rincones más recónditos de un país que todavía no se había convertido en la primera potencia mundial y estaba lejos aún de exportar una cultura de masas, estandarización y consumo.
Hoy sabemos que, además de una escritora menospreciada por la «gran crítica» hasta que el feminismo de segunda ola de los años setenta se empeñó en desempolvar sus textos, Jewett estuvo fuertemente comprometida con los movimientos feministas de su época. Su activismo a favor del sufragio femenino, así como de la reforma laboral, dejó una huella que ha sobrevivido al androcentrismo de la Historia.
El bucólico (pero también elegíaco) universo de la escritora estadounidense ha sido recuperado por la joven editorial española Dos Bigotes. La tierra de los abetos puntiagudos es ya el décimo título de esta firma independiente dedicada a la literatura que explora la diversidad y afectiva, así como las diversas formas de sentir el género. Después de recorrer el continente africano, gran parte de Europa, Argentina y España a través de la ficción de escritores veteranos e inéditos, la editorial de Gonzalo Izquierdo y Alberto Rodríguez ha querido romper la etiqueta de «literatura LGTBI» con una historia para los que nuestros esquemas se quedan cortos.
La tierra de los abetos puntiagudos, escrita en 1896, no es una novela lésbica, aunque a día de hoy sabemos que su autora vivió los últimos años de su vida con una mujer, la también escritora Annie Adams Fields (1834-1915). Juntas formaban un «matrimonio bostoniano» (en referencia a la obra The Bostonians, de Henry James), término utilizado en Nueva Inglaterra por aquel entonces para referirse a la cohabitación entre dos mujeres, no necesariamente en una relación de pareja, pero sí en un desafío explícito a las estructuras de poder del heteropatriarcado.
Se trataba normalmente de mujeres de clase media y alta, capaces de quitarse de encima el yugo de la dependencia económica gracias a su carrera profesional o a una herencia familiar. En su mayoría fueron, además, activistas feministas involucradas en las luchas de su contexto histórico, geográfico y social. Esta estrategia de emancipación, profundamente estudiada por la historiadora estadounidense Lillian Faderman en su libro Surpassing the Love of Men («superando el amor de los hombres»), era una manera de tejer redes de apoyo y solidaridad, de crear espacios independientes a las dinámicas de un entorno muchas veces hostil.
La novela de Jewett nos habla de una comunidad donde las mujeres son el sostén de lo común. Lo que las une a ellas, en un primer plano, que en un segundo plano es lo que mantiene unida a la comunidad, son la amistad y el apoyo mutuo. «El amor a primera vista es tan repentino como robusto, pero construir una verdadera amistad puede ser labor de toda una vida», dice Jewett a través de la voz de su narradora y protagonista, una escritora que se traslada a Dunnet Landing, en la costa de Maine, para dar rienda suelta a su creatividad.
La historia que cuenta Jewett, sin embargo, es un caleidoscopio de historias. Historias contadas por voces de mujeres, cuyas protagonistas son ellas mismas y otras mujeres. Y es que no podría ser de otro modo, o al menos esa es la sensación que tiene uno al pasar las páginas. Por mucho que la historia de la literatura se empeñe en decir lo contrario.
Mujeres que no son supermujeres, precisamente porque jamás querrían serlo. En el día a día, en la batalla de lo cotidiano, no hay tiempo para heroísmos. Las mujeres de Jewett son fuertes, independientes y están solas. Son lo suficientemente valientes, parafraseando a la autora y a su traductora, como para vivir solas su mísera y fatigosa naturaleza humana, «y el sosiego o la vehemencia del mar y el cielo». Ejercen su derecho a la soledad y lo hacen sin ánimo revolucionario, quizás porque el hecho en sí es una revolución, literaria y política. Dicen, sin decirlo, con su natural y pública soledad, que lo personal es político. Así, La tierra de los abetos puntiagudos es un archivo de un tiempo pasado, pero también un salto en la Historia. «Las generaciones venideras recordarán cada vez menos sobre Joanna, pero siempre habrá caminos que nos lleven a estos santuarios de soledad allá donde vayamos», escribe Jewett. Más de cien años después de que esta obra viera la luz, la legítima soledad sigue pareciendo una condena, una excentricidad, una patología. Por suerte, como en esta novela que por fin llega de manera amplia a nuestras librerías, sigue habiendo mujeres dispuestas a hablarnos de su plena y feliz soledad.
Fuente: https://www.diagonalperiodico.net/culturas/28279-alla-donde-mujeres-solas-hicieron-historia.html