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A ochenta años del salvamento del Hermitage

Amanecer del Báltico

Fuentes: El Viejo Topo

El 20 de agosto de 1941, Olga Berggolts escribió un poema sobre Leningrado. Dibujó el amanecer del Báltico y su certeza de que la ciudad vencería a los nazis, “vengando a París y Varsovia, y por tu destino, Madrid”.

Tenía confianza en el vigor soviético, pero no podía imaginar el sufrimiento que sus compatriotas tendrían que soportar. Apenas dos semanas después, el 8 de septiembre los tanques de la Wehrmacht con tropas alemanas y finlandesas cortaron todos los accesos a la ciudad, iniciando un asedio en el que Olga Berggolts se convirtió desde la radio en la voz que sustentaba los andamios de la resistencia, derramando poemas sobre el Neva.

Cuando estaba a punto de iniciarse el ataque nazi a la Unión Soviética, Revekka Rubinstein trabajaba en el Museo del Hermitage de Leningrado. Escribió sus memorias siendo ya una anciana. En ellas, evoca que “el 21 de junio de 1941 fue el último día feliz. Recuerdo lo que pasó, a partir de la mañana de aquel día brillante y lleno de sol…” Aquel día soleado de Leningrado, las tropas de la Wehrmacht fueron lanzadas contra la Unión Soviética. Empezaba la más terrible, destructora y siniestra guerra que ha padecido la humanidad. Todo el país de los sóviets se movilizó. La madre patria llama, el cartel que Irakli Toidze realizó en 1941, mostró a una madre que, erguida con gesto serio ante las bayonetas, llama a sus hijos a defender la tierra, mientras con la mano derecha muestra el documento que juraban los miembros del Ejército Rojo: lealtad a la Unión Soviética y al gobierno obrero y campesino. Muchos soldados llevaban encima alguna foto de sus seres queridos y una tarjeta que reproducía el cartel de Toidze.

Otros carteles se hicieron también célebres entonces: el de Dementi Shmarinov, de 1942, con una madre que lleva el cadáver de una niña; el de Lázar Lisitski, del mismo año, que pide “Todo para el frente, todo para la victoria”; los trabajos de Mijaíl Kupriánov, Porfiri Krilov, Nikolái Sokolov. y el de Viktor Ivánov, de 1943, con un combatiente del Ejército Rojo. Además de los soldados y trabajadores de las fábricas y campos, también se movilizó el resto del país: artistas, escritores, intelectuales, médicos, en el frente o en la retaguardia. De 1942 es también Invencibles, una película de Mijaíl Kalatózov y Sergéi Guerásimov que rinde homenaje a los heroicos habitantes de Leningrado en la figura de un ingeniero, Nikolái Rodiónov, que contribuye a la resistencia de la ciudad en la fábrica donde trabaja, construyendo un nuevo tanque.

Roman Karmen rodó el sitio de Leningrado ese mismo año. Tenía experiencia. Karmen había filmado en agosto de 1936 el ataque fascista a San Sebastián durante la guerra civil española, después de haber atravesado la frontera en Irún junto a Borís Makaséiev, y antes de trasladarse a Barcelona, donde filmó la llegada de los voluntarios alemanes de las Brigadas Internacionales, el batallón Ernst Thälmann; y después a la capital de España para rodar Madrid en llamas, que montó más tarde en Moscú. Muchos años después, en 1967, con el escritor Konstantín Símonov, creó Grenada, Grenada moja (Granada, mi Granada) también sobre la guerra civil, donde unía la contienda española a un gran combate universal que continuó después en el sitio de Leningrado, en Stalingrado y en Berlín. Karmen nos dejó sus memorias, de título inolvidable: No pasarán.

En la ciudad sitiada del Neva, la joven Lena Mújina, que apenas tenía dieciséis años, escribió un diario en su cuaderno marrón donde recoge el asedio. Aunque sus páginas no eran desconocidas, fue redescubierto en 2008 en el archivo central de Leningrado: “No me dan miedo los muertos, pero vierto lágrimas de pena”, escribe. Ve morir a toda su familia: “Ayer por la mañana murió mamá. Me he quedado sola”. Otra niña, Tatiana Sávicheva, que tenía once años cuando comenzó el asedio, escribió un pequeño diario registrando las muertes de su familia y el esfuerzo de la resistencia: ella, como otros niños, buscaba botellas que después se utilizaban para fabricar explosivos. No pudo sobrevivir, pese a que consiguieron evacuarla: murió en 1944. Sus páginas infantiles fueron presentadas como prueba en el proceso de Núremberg.

Casi cuarenta años después, Daniil Granin y Alés Adamóvich escribieron El libro del bloqueo, donde los habitantes de Leningrado hablan del horror del asedio nazi. En esa obra, recuerdan a Pavel Filipóvich Gubcheski, un guía del museo del Hermitage que organizaba visitas imaginarias a las paredes desnudas, con los marcos vacíos de los cuadros. Granin combatió a los nazis durante la guerra con una unidad de tanques, y estuvo en el frente de Leningrado desde donde veía pasar a los Junkers alemanes que bombardeaban la ciudad. Murió en 2017, casi centenario.

En la ciudad que se mira en la Perspectiva Nevski, avanzando desde la estación de Moscú hasta la aguja dorada del Almirantazgo, en las calles por donde paseaba Dostoievski, y un Gógol pobre de solemnidad, Montserrat Roig descubrió el temblor del miedo y la energía de los hambrientos, dejando dos libros sobre el asedio: L’agulla daurada, y Mi viaje al bloqueo. La resistencia fue sobrehumana. Al inicio de la guerra, cuando ya estaba sitiada la ciudad, Shostakóvich trabajaba entre obuses, frío y bombardeos en su apartamento de Kronvérkskaya 29-37 para componer la Sinfonía nº 7, Sinfonía de Leningrado, que se estrenó el 5 de marzo de 1942, como un acto de resistencia, en el Palacio de la Cultura de Kúibishev, en Samara.

* * *

El 7 de octubre de 1941 Hitler juró que destruiría Leningrado: no podía soportar que fuera más hermosa que Berlín o Viena y ordenó en secreto a su comandante, el mariscal de campo Wilhelm von Leeb, que arrasara la ciudad. Pero antes, irrumpiría en ella, vencedor: el führer confesó a Speer que entraría triunfalmente con música de Liszt. El mando nazi estaba tan seguro de que ocuparía Leningrado que incluso imprimió invitaciones para celebrar su victoria en una recepción que se abriría el 9 de agosto de 1942 en el célebre Hotel Astoria de la ciudad.

Más de setecientos mil soldados alemanes rodearon Leningrado, apoyados por otros miles de finlandeses, y españoles fascistas de la División Azul más al sur. Para forzar la rendición, uno de los principales objetivos desde el inicio de los bombardeos, fue destruir la central y el sistema de distribución de agua. Lo consiguieron. En 1942, nadie tenía agua en su casa; tenían que ir a buscarla al río Neva y a los canales que cruzan la ciudad. Cuando los cauces se congelaron, tenían que practicar agujeros para subir el agua. En el camino a casa, el cubo se congelaba.

El Hermitage era el “objetivo número 9” designado para bombardearlo. Hitler no solo quería destruir el museo, deseaba destruir por completo Leningrado, hacerla desaparecer. En la misma jornada del 21 de junio de 1941, el director del Hermitage, Iosif Orbelli, firmó la orden para evacuar las obras de arte del museo y organizó el traslado. Estaba a punto de empezar el largo horror de 872 días de asedio, donde murió un millón de personas. Solo Vladímir F. Levinson-Lessing, un experto en arte ruso y occidental, sabía que el destino de las obras era Sverdlovsk, en los Urales. Mientras permaneció en esa ciudad, Levinson-Lessing impartió conferencias e informaba de la situación del Hermitage. Piezas de Leonardo, Rafael, Rubens, Tiziano, Rembrandt, Giorgione, El Greco, fueron embaladas en un trabajo frenético que duró días: los empleados trabajaban las veinticuatro horas de la jornada, haciendo breves descansos de dos o tres horas por la noche para dormir; quienes realizaban el embalaje, esencial para un largo viaje, se turnaban durmiendo en las mismas salas, en una silla o en el suelo, o tumbados sobre una alfombra. Acudieron a colaborar soldados y voluntarios. Muchas de las piezas que no pudieron ser trasladadas se bajaron a los sótanos y a la planta baja del Palacio de invierno. Lanchas tuvieron que llevar arena desde el Neva, para utilizarla en los subterráneos del museo, enterrando las obras de mármol, bronce y porcelana.

El 1 de julio de 1941 se envió la primera expedición con obras: prepararon veinticuatro automóviles y una unidad con cañones antiaéreos por si el convoy era atacado por la aviación alemana. El plan para salvar las riquezas del museo consiguiendo que llegaran a Sverdlovsk, la vieja Ekaterimburg, fue dirigido por Vladímir Levinson-Lessing. Centenares de cajones y decenas de camiones fueron camino de la estación de ferrocarril. El 20 de julio, 1.422 cajas con setecientas mil obras de arte fueron cargadas en dos trenes que partieron de Leningrado. Otro tren quedó detenido porque las tropas nazis ya habían cercado la ciudad. Con los alemanes, en la cercana Pushkin, estaban los soldados de la División Azul que Franco había enviado para combatir junto a los nazis. Los trenes llevaban una plataforma con baterías antiaéreas para defender el convoy. En la estación, viendo alejarse al tren, el director Iosif Orbelli lloraba en el andén.

En el traslado no se perdió ni una sola pieza. En Sverdlovsk, las obras se depositaron en una pinacoteca, una iglesia y en el museo del ateísmo. En esa ciudad habían ajusticiado a la familia del zar Nicolás II. En la calle Wainer, 11, estaban los almacenes del Hermitage; los trabajadores que se trasladaron desde Leningrado organizaron todo tipo de actividades en la ciudad que los acogía, a las que se incorporaron quienes trabajaban en los museos municipales. Arqueólogos, historiadores, restauradores, impartían clases en la universidad y daban conferencias, además de organizar grupos de trabajo sobre cuestiones científicas. No olvidaban visitar a los heridos que llegaban desde el frente. En la Universidad Gorki de Sverdlovsk se organizaron conferencias sobre el renacimiento, el barroco, sobre la cultura de diferentes países europeos, con una numerosa asistencia de trabajadores de la ciudad y de los alrededores.

El 8 de septiembre de 1941 los nazis habían cercado por completo Leningrado. Ese mismo mes, las tropas nazis capturaron Peterhof, en el golfo de Finlandia, a treinta kilómetros de distancia. El excepcional conjunto del palacio y los jardines de Peterhof, donde hoy está uno de los campus de la universidad de Leningrado, fue destruido a conciencia por los nazis, volando las galerías, demoliendo las fuentes, robando las riquezas artísticas. Quienes se quedaron en Leningrado cuidaban del museo y de un hospital cercano. Los trabajadores del Hermitage, como el resto de los habitantes de la ciudad, cavaron trincheras, construyeron barreras contra los tanques, mientras reparaban desperfectos en el palacio con el poco material disponible y protegían las obras de la humedad. Los investigadores del museo integraron también las brigadas de defensa contra incendios, acudiendo allí donde se iniciaban. Otros, trabajaron en la vigilancia aérea, en la construcción de barreras contra el enemigo. Cubrieron con tierra los monumentos de la ciudad, incluso el Jinete de bronce que recuerda a Pedro el grande y al poema de Pushkin, pero dejaron descubierta la estatua de Lenin en la estación de Finlandia, desde cuya explanada se domina la ciudad: era un mensaje a los nazis y una muestra de afirmación y resistencia.

Las grandes salas y galerías del Hermitage se veían desoladas, con los marcos en las paredes, sin las pinturas. Olga Dmitrieva, Kira Asaevich, Natalia Flutner, y muchos otros, salvaron las obras. Boris Piotrovski, que fue director del Hermitage tras la guerra, desde 1964 hasta 1990, escribió que “el trabajo intelectual mitigaba la dureza de la vida. Los que estaban ocupados soportaban el hambre con más facilidad.” El cerco de Leningrado convertía en una misión casi imposible enviar alimentos. En los años siguientes, en la ciudad murió un millón de personas. La aviación alemana consiguió destruir los almacenes de alimentos, y las reservas que pudieron salvarse solo podían abastecer durante dos meses a los habitantes. En 1941, la ración de pan diaria era de trescientos gramos por persona, que después hubo que reducir a doscientos cincuenta. Los niños recibían la mitad, y empezó la hambruna, porque más tarde aún se redujo más la cantidad. N, el “hombre sitiado” que Lidiya Ginzburg sigue en su diario, mira las colas del pan y camina en las noches blancas de Leningrado viendo como la luz hace brillar el asfalto de la Perspectiva Nevski.

Alexander Nikolski, un arquitecto constructivista, escribió en aquellos días: “31 de diciembre de 1941. No hay luz en el refugio desde hace casi una semana y media. No hay calefacción. Estamos completamente a oscuras, lo único que tenemos son lámparas de aceite. Pero nos encontramos bien y esperamos celebrar el nuevo año 1942. Hice un pequeño árbol de navidad de papel. Estoy haciendo adornos para él. Es mejor colgarlo del techo.” Las imágenes de Karmen de esos días muestran a los habitantes de Leningrado cavando trincheras, levantando barricadas, corriendo a los refugios, deteniéndose ante un elefante muerto, ante el Neva helado, los barcos atrapados, los carros de combate que recorren la Perspectiva Nevski, con las personas que arrastran trineos improvisados donde cargan a sus muertos, con las montañas de escombros, los carros cargados de cadáveres y, pese a todo el horror, mostrando el esfuerzo de guerra en las fábricas y el frente. Aquel otoño de 1941, el inhumano asedio nazi impidió que entrasen suministros en la ciudad, y las garras del hambre y la distrofia estrujaron la garganta y el corazón de Leningrado: solo en diciembre murieron casi sesenta mil personas, y entre enero y febrero de 1942 otros doscientos mil leningradenses sucumbieron al hambre; muchos se alimentaron con cuero, con grasa de tanque, con restos de caballos, y el pegamento se convirtió en el “chocolate del bloqueo”. Algunas partes del Hermitage fueron convertidas en hospitales para albergar enfermos y heridos, atendidos por los propios trabajadores del museo.

Se instalaron centenares de altavoces por toda la ciudad, para difundir las emisiones de radio con las noticias de la resistencia y los avisos de bombardeos, y después llegó el llanto por Sebastopol y los ecos emocionados de Stalingrado y de Kursk. A veces, en los altoparlantes se escuchaban palabras de poetas: Anna Ajmátova leía sus poemas, y la famosa poeta comunista Olga Berggolts hablaba siempre por la radio con la determinación de quien tenía la esperanza de que “volverá la ciudad de Pushkin para nosotros”. La joven Berggolts se convirtió en un símbolo de la resistencia, apretando los dientes, soportando la muerte por hambre de su marido, Nikolái Molchánov, en 1942. Hablaba de los niños españoles que había acogido la Unión Soviética para salvarlos de la guerra civil, algunos de los cuales estaban en Leningrado y fueron evacuados en medio de los bombardeos para salvarlos; hablaba de la resistencia en Moscú, recordaba que la belleza y la justicia seguían existiendo en algún lugar del mundo. En uno de sus “poemas sobre los bolcheviques de Leningrado”, Berggolts escribió: “En este nombre está el Smolni de otoño, /Baltika, «Aurora», Petrogrado./ Este es el nombre de esa voluntad de hierro”. En el cementerio de Piskarióvskoye, donde fueron enterrados quinientos mil leningradenses que murieron en el asedio, están esculpidos en un muro de granito los versos de Olga Berggolts: “Ellos te defendieron, Leningrado/la cuna de la revolución”.

Cuando se inició 1942, dejaron de funcionar las calefacciones, las conducciones de agua, las alcantarillas, las fábricas no podían producir y tampoco funcionaba el transporte público, pero la resistencia hizo milagros: muchos obreros trabajaban en fábricas sin techo, a temperaturas gélidas, y producían bombas incendiarias para los combatientes, los niños recogían el metal de los proyectiles lanzados por los nazis y lo llevaban a las fábricas para fundirlo y producir material de guerra. En enero de ese año, se congelaron y después estallaron las cañerías del Hermitage, y los sótanos se inundaron destrozando muchas piezas, mezclando las etiquetas de cada una, dificultando mucho su identificación posterior. Los pavimentos de madera se estropearon, las paredes, los estucos y molduras se llenaron de manchas y humedad. La gente arrastraba los cadáveres de sus familiares en trineos infantiles, en un silencio tenebroso; acudía al reparto de sopa en la calle, servido con grandes cazos; iba a las grandes simas donde se dejaban los cadáveres porque no había suficientes lugares para enterrarlos. Karmen recoge el ceño fruncido de la joven soldado del Ejército rojo que reparte pan, y los guerrilleros soviéticos ataviados con monos blancos avanzando entre la nieve.

Se introdujeron las cartillas de racionamiento: además del pan diario, doscientos cincuenta gramos, se entregaba mensualmente a cada persona un kilo y medio de carne, ochocientos gramos de aceite o grasa, un kilo y medio de azúcar y dos kilos de fideos. La cartilla era un tesoro: perderla podía significar la muerte por inanición, porque no había más alimentos para repartir. Quienes podían trabajaban huertas improvisadas en la ciudad para cultivar coles y zanahorias, que aparecieron hasta en la Perspectiva Nevski. Tampoco llegaba electricidad a las viviendas, y la gente intentaba calentarse con estufas, e iba a buscar agua a los ríos, al Neva y al Fontanka. Sin transporte, había que desplazarse andando y quien por su extrema debilidad no podía hacerlo subía en los trineos que arrastraban otros. Las sirenas, los bombardeos, el humo y el polvo de los edificios destruidos, los gritos desgarradores de los heridos, los vehículos del ejército que acudían a socorrer a las víctimas, pasaron a ser el signo de los días. Por la noche, la ciudad apagaba todas sus luces para eludir los bombardeos y para que los aviones alemanes no pudieran ver los objetivos. Las calles se convertían entonces en un boca de lobo, y para evitar chocar por las calles los leningradenses se ponían en la ropa unas pequeñas “luciérnagas»: minúsculos trozos de chatarra que, cubiertos con una sustancia, brillaban. La gente apilaba los cadáveres congelados, para enterrarlos cuando llegase la primavera. Cuando las fuerzas soviéticas consiguieron reabrir la “carretera de la vida” a través del lago Ladoga, en 1942, la situación mejoró algo y pudieron llegar suministros, insuficientes pero imprescindibles para atajar la mortandad. Los camiones no tenían puerta junto al volante, porque si el hielo del lago se quebraba y empezaba a hundirse el vehículo, el conductor disponía de una oportunidad para salvar su vida. Pese a la precaución, cuatro mil camiones se hundieron en las aguas, y en abril ya no podían circular. La carretera sobre el hielo fue construida por los ingenieros dirigidos por Boris Kostiurin; unía Osinovets con Nóvaya Ládoga. En total oscuridad, había que dirigir el tráfico de camiones, reparar con rapidez con pontones de madera los agujeros que se abrían en la nieve congelada; las mujeres que aseguraban ese trabajo vital llevaban una diminuta luz de petróleo para que los conductores pudieran guiarse.

Los bombardeos, el bloqueo, impidieron el trabajo de las brigadas de limpieza de la ciudad, la nieve se amontonó, y las basuras estaban congeladas. En la primavera de 1942, más de trescientos mil habitantes de la ciudad trabajaron para limpiar las calles de la ciudad. Después, llegó un momento en que ya no había gasolina para los vehículos, y los transportes en la ciudad se hacían con caballos y en trineos. Pese a todo, en la fábrica Linotip trabajaban sin descanso para fabricar ametralladoras para el frente.

El Hermitage bombardeado tenía zonas en ruinas, y algunos visitantes recorrían las salas para ver los marcos, sin las pinturas. Los estancias destruidas del museo, por donde entraba el aire y el frío, se congelaron. La vida se convirtió en una huida de los bombardeos nazis, en un agobio de sirenas de alarma, pero el Hermitage helado mostraba sus salas, y quienes se quedaron en el museo no faltaron nunca a su trabajo. Organizaron unidades de defensa civil, en los sótanos del museo se abrieron doce refugios antiaéreos y llegaron a vivir en sus dependencias dos mil personas, hacinadas, en un increíble esfuerzo que dirigió el director Iosif Orbeli, que también vivió en el Hermitage. Los empleados del museo no abandonaron su trabajo científico, limpiaban, vigilaban los edificios, y guardaban con esmero las obras que no se pudieron trasladar a Sverdlovsk. Hasta celebraban veladas literarias y visitas comentadas. La resistencia organizó incluso espectáculos en el Teatro Alexandrinski.

En un esfuerzo sobrehumano, el 9 de agosto de 1942, día en que los nazis iban a festejar la victoria en el hotel Astoria, la Orquesta de la Radio de Leningrado interpretó en la gran sala (Bolshoi Zal) de la Filarmónica de Leningrado la Séptima Sinfonía de Shostakóvich. Los músicos estaban famélicos, demacrados. Muchos habían muerto y fueron sustituidos por soldados del frente que sabían tocar un instrumento e hicieron honor a la resistencia. Ese día, Karl Eliasberg dirigió la orquesta. Antes, había grabado un mensaje para la radio: “Shostakóvich escribió esta sinfonía cuando los miserables fascistas bombardeaban toda Europa, y todos creían que los días de Leningrado habían terminado. Pero esta actuación es testimonio de nuestra disposición para luchar, de nuestro coraje. Escuchen, camaradas”. Aquel día, hasta los soldados alemanes oyeron el concierto, porque los soviéticos instalaron altavoces dirigidos hacia sus trincheras. Cuando terminó la sinfonía en la gran sala de la Filarmónica, los asistentes tenían lágrimas en los ojos.

* * *

El 27 de enero de 1944, el Ejército Rojo consiguió romper el cerco nazi de Leningrado, y ese día más de trescientas baterías dispararon veinticuatro salvas para celebrar el fin del asedio. Fueron las únicas descargas de celebración durante toda la guerra. Cuando se levantó el asedio nazi, los trabajadores del museo empezaron a sacar escombros, basura, a poner cristales en las ventanas, limpiar las salas, arreglar los tejados. El 24 de agosto de 1944, el mismo día de la liberación de París, el Consejo de Comisarios del Pueblo, el gobierno soviético, aprobó recursos extraordinarios para el Hermitage destinados a reconstruir de inmediato el museo, y su director, Iosif Orbelli, recibió la orden de organizar la reparación del palacio y de los edificios anejos. Precisó toneladas de materiales. Con los nuevos recursos se pudieron remendar techos y suelos, reparar las paredes, arreglar los tejados. Las galerías Romanovkaya y Petrovkaya y la sala del Pabellón fueron las primeras que se restauraron, para acoger la exposición. Así, el 7 de noviembre de 1944, aniversario de la revolución bolchevique, todavía con la guerra en curso y con el Ejército Rojo avanzando hacia Budapest y Belgrado en poder de los nazis, los ciudadanos de Leningrado pudieron ascender por la Escalera Soviética y admiraron la sala del Pabellón, donde se habían encendido las veintiocho lámparas de cristal. Esa primera exposición mostró un busto de Marco Aurelio, rescatado por los guerrilleros soviéticos de un tren de la Wehrmacht que regresaba a Alemania con obras saqueadas.

En mayo de 1945, Zhúkov entró en Berlín. La guerra terminaba. El 3 de octubre, los soviéticos cargaron centenares de cajas con las obras de arte del Hermitage en trenes con destino a Leningrado. Una semana después llegaron a la ciudad y en tres días pudieron descargarlas: era el 13 de octubre, y al día siguiente ya habían colocado de nuevo las pinturas en sus salas. Los marcos vacíos que habían quedado en el Hermitage en 1941 fueron providenciales: así, el museo pudo abrir de nuevo solo dieciocho días después de volver de la evacuación, mostrando el arca que tantos años después enseñó Aleksandr Sokúrov. Sesenta y nueve salas del Palacio de invierno acogieron los tesoros, y el 5 de noviembre, Iosif Orbelli presentó un informe en el teatro del Hermitage dando cuenta de la nueva apertura del museo, que tuvo lugar el 8 de noviembre de 1945. Las escenas de la reapertura que captó el fotógrafo B. P. Kudoyárov muestran a los visitantes, a los oficiales del Ejército Rojo, a los ciudadanos, admirando en silencio las obras. Muchos trabajadores lloraban, todos aplaudían. Ese día, Orbelli, con la emoción apresándole la garganta, dirigió a los asistentes un breve, conmovido y solemne discurso: “El Hermitage está abierto”. No pudo continuar.

Tras haber salvado el Hermitage, empezaba una vida sin guerra, aunque los habitantes de Leningrado no han olvidado los versos de Olga Berggolts en los días del asedio: “nuestras lágrimas se han helado”. Durante la guerra, en Leningrado sonaba el célebre metrónomo que amplificaban los altavoces instalados por toda la ciudad. Era hipnótico, obsesivo, regular, y solo se precipitaba cuando bombardeaban los nazis. Fueron tan importantes que la Unión Soviética dispuso un pequeño monumento a los altavoces de la resistencia contra el nazismo: está en el número 54 de la Perspectiva Nevski, junto al soviético Gastronom nº 1. Aquel noviembre de 1945, con el Hermitage abierto, se celebraba el 28 aniversario de la revolución bolchevique, y en Leningrado había pequeñas banderas rojas por toda la ciudad.

Leningrado lucha, Roman Karmen, 1942:

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.