A partir de 1997 Naciones Unidas proclamó el 26 de junio el Día Internacional de Apoyo de las Víctimas de la Tortura con vistas a la erradicación de la tortura y a la aplicación efectiva de la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, que entró en vigor, precisamente, el mismo día de 1987. La Convención había expuesto que la tortura era un crimen de lesa humanidad. António Guterres, secretario general, ha declarado, durante su mandato, que «bajo ninguna circunstancia se debe permitir que los crímenes de los torturadores queden impunes y se deben desmantelar y transformar los sistemas que permiten la tortura».
En la singularidad vasca, conmemoramos también el día contra la tortura en el mes de febrero, recordando la muerte de Joxe Arregi en 1981 en el hospital penitenciario de Carabanchel en Madrid, después de nueve días en la Dirección General de Seguridad: «Oso latza izan da… Karga gehiegi naiz zuentzat… Nik uste diat hiltzekotan nagoela». La frivolidad en el tratamiento de las torturas y muerte de Arregi, aún hoy, hiela el corazón. Fueron 73 los agentes que «interrogaron» a Arregi y apenas unos pocos imputados levemente, lo que entonces llevó incluso a la dimisión de otros policías que reclamaban impunidad total. Pero no fueron únicamente los policías los encargados de encapuchar la tortura, también médicos, jueces, políticos y periodistas. La noticia oficial la fabricó José Manuel Blanco, director general de la Policía: «en los interrogatorios a los que fue sometido el detenido nunca fue objeto de malos tratos».
Han pasado muchos años, demasiados, hasta convertir el tema del reconocimiento de la tortura en una asignatura pendiente. Es cierto que el IVAC hizo los deberes en 2017, presentando su informe al Gobierno autonómico de Gasteiz, más de 4.113 casos registrados, y que el mismo instituto ha realizado otro similar para el Gobierno foral navarro, que eleva desde 1979 hasta nuestros días a 835. Martín Zabalza, director general de Paz y Convivencia del Gobierno foral recordaba recientemente que «estos informes están llamados a superar una situación de negacionismo para con unas víctimas históricamente olvidadas». Esperemos que tengan recorrido.
No eran novedades, sin embargo, los trabajos del IVAC. En 2004, Theo van Boven, relator de Naciones Unidas, presentó su informe de la tortura en España y llegó a la conclusión que la tortura o los malos tratos eran «más que esporádicos e incidentales». En 2008, se produjo la visita del nuevo relator, Martin Scheinin, que vino a decir algo parecido. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha condenado hace año y pico a España por undécima vez por no investigar los casos de tortura. Llovía sobre mojado.
Y es que el negacionismo sigue anclado en la cúspide política. Cuando el equipo de Pako Etxeberria presentó su informe a Lakua, los sindicatos de la Policía, Guardia Civil y, especialmente, el de la Ertzaintza, anunciaron querellas personales contra sus autores. Ninguno de los citados en el informe (forenses, jueces, políticos, agentes…) salió a la palestra para defender su supuesto respeto a los derechos humanos. Tampoco los compañeros de los históricamente focalizados como torturadores compulsivos para denunciarlos. Porque cuando algún solitario lo había hecho, cayó sobre su cabeza una losa de cemento que cortó su carrera en el mejor de los casos. En el peor, como ocurrió en el juicio contra Lasa y Zabala, no solo sería amenazado, sino incluso torturado y violado.
Aquella estrategia se fue difuminando y hoy ha transmutado por la de «dejarlo correr». Dicen que el tiempo todo lo cicatriza y que el olvido es más efectivo que el reconocimiento del error. Quedan, eso sí, los referentes de Esteban Muruetagoiena, Joxe Arregi, Mikel Zabalza, Unai Romano o Martxelo Otamendi, como flashes que parecen indicar una práctica anecdótica. Pero la realidad fue bien distinta: cerca de 6.000 torturados, según fuentes oficiales. Nada anecdótico, sino más bien sistémico. Y para que eso fuera efectivo, hubo un aparato bien engrasado, esa «red» que utilizaban como clave para gestionar un tema que cubría el Estado desde su cúpula hasta su base.
El caso de Otamendi fue paradigmático. Sus declaraciones, recogidas en directo, parecieron tener más justificación que las miles anteriores. El director de «Egunkaria» señaló que la tortura era habitual y que él mismo era uno más en una larga cadena. Pronto serían matizadas por miembros destacados del PNV. Juan María Atutxa, exconsejero del Interior, declaró que «las denuncias de torturas de Otamendi, vista su trayectoria y edad, tienen credibilidad. En cambio, los miembros de los comandos de ETA reciben instrucciones para denunciar torturas». Y Xabier Arzalluz, presidente del PNV: «Es cierto que esos otros denuncian torturas sistemáticamente sin haber sido torturados».
Medios y prensa española frivolizaron con las denuncias, con cientos de comentarios que manifestaban que la tortura era apoyada también desde su espacio. Con el tiempo, las declaraciones de José María Calleja fueron el paradigma de las mismas: «El señor Martxelo Otamendi, es un etarra en comisión de servicios, que ha hecho una denuncia de presuntas torturas siguiendo el manual de los etarras y que, el relato que ha hecho es el de un cobarde. Con el Dodotis todo el día puesto». Martxelo Otamendi fue denunciado por la Guardia Civil por injurias y Arnaldo Otegi, que había afirmado que «el rey español es el jefe de los que han torturado a Otamendi, Torrealdai y a todos los detenidos», fue acosado por la Fiscalía General del Estado que presentó una querella por calumnias.
Hoy, un tupido manto cubre la trayectoria de los «autores intelectuales» para que la red se mantenga intacta. Sentados en sus sillones, hablan sobre reconocimiento del daño causado, de derechos humanos, mientras para ellos ya han aplicado un término genuinamente español, el de la amnesia histórica.
Fuente: https://www.naiz.eus/es/iritzia/articulos/amnesia-historica