«La gran tarea del Estado es la regulación y la socialización de los egoísmos» (André Comte-Sponville: Invitación a la filosofía)
Recuerdo las palabras que crucé varios cursos atrás con un alumno que hacía apenas un año había llegado con sus padres desde Colombia. Tengo que confesar que no recuerdo su nombre, pero sí lo que me llamaba la atención de él, que era su alegría, la sensación de bienestar que le percibía en todo momento. Sus compañeros me confirmaban que, en efecto, era un tipo que siempre estaba de buen humor. No se podía decir, sin embargo, que fuese un éxito como estudiante; de hecho, me parece que fue en la segunda evaluación que suspendió prácticamente todas las asignaturas. Eso me dio pie para preguntarle si no le preocupaba que pudiera no pasar de curso de seguir con tal registro de notas. Él me aseguró que tal circunstancia no le quitaba el sueño ni ensombrecía su alegría. Por mi parte le reconocí el mérito de su buen humor y le confesé mi admiración por ello. A lo que replicó que no tenía nada de mérito, que desde que llegó a nuestro país su estado habitual era estar contento. Con todo lo traumático que había sido el abandono de su tierra natal y de una parte significativa de su familia y de todos sus amigos, apreciaba sobremanera la seguridad de una sociedad en paz como la nuestra. Sabrá el lector que Colombia padece una violencia crónica de larga historia, hasta el punto de que hay quien la cataloga de Estado fallido. Eso está en el ambiente, se concreta en las circunstancias en las que se desenvuelven las vidas de los colombianos, y lo padecía mi alumno cuando vivía allí como una ominosa sombra que le impedía los más de los días hallar motivos de alegría. Vino a decirme que nosotros, los que hemos nacido aquí, no sabemos apreciar lo que es vivir en una sociedad en la que es parte de la normalidad la ausencia de violencia y que, en general, las cosas funcionen, como si fuese lo natural y no el producto trabajado de una comunidad civilizada.
El estado de cosas que este joven emigrado de Colombia apreciaba tanto no cae llovido del cielo. Quien nace actualmente en un país como el nuestro, en el que hay unos mínimos de bienestar y seguridad garantizados para la mayor parte de sus integrantes, no está en disposición de valorarlo, porque cree que es lo normal, y con ello cuenta cuando proyecta su propia vida. Esa paz social, sin embargo, es algo tan difícil de alcanzar como frágil. Esto es lo que ha demostrado, sin ir más lejos, el episodio del asalto al Capitolio en Estados Unidos de hace unas semanas. Y es el resultado de una construcción histórica de una laboriosidad inconmensurable que quienes hemos recibido en herencia tenemos el deber moral de conservar. Es un compromiso ético del ciudadano con su comunidad.
Aquel chico colombiano había experimentado en carne propia lo que conlleva ser ciudadano de un país o de otro, la diferencia entre un Estado democrático que rige y otro fallido. Es lo que en su libro titulado Capitalismo, nada más el economista Branco Milanovic llama prima de ciudadanía. Es una noción que originalmente se aplica al ámbito de la economía. Consiste en los incentivos que recibe en su renta un individuo por el mero hecho de ser ciudadano de un país rico. Lo opuesto es la penalización de ciudadanía, es decir, la disminución de la renta de un individuo por el mero hecho de ser ciudadano de un país pobre. Yo propongo extender estas dos nociones desde la dimensión estrictamente económica, y más precisamente de percepción de renta, a la que conforman el conjunto de condiciones concretas que deciden el grado de bienestar de una persona que nace en un determinado territorio. Ciertamente la riqueza es un aspecto de la mayor relevancia para definir las circunstancias en las que vive alguien, y está muy conectada con otras variables que quiero apreciar mediante la extensión de la noción a los aspectos político, social, cultural, etc. Aquel joven colombiano sufría la penalización de ciudadanía propia de su país natal; emigrando su familia buscaba recibir la prima de ciudadanía que los autóctonos de este país tenemos desde nuestro nacimiento. Para Milanovic, especialista en desigualdad económica global, la movilidad de la mano de obra en el mundo, pues, debe ser considerada equivalente a la del capital, es decir, una parte más de la globalización.
Todo esto viene a cuento de la polémica mediática que ha suscitado la decisión de un joven youtuber o influencer –creo que también se le puede llamar streamer– de trasladar su residencia a Andorra para así beneficiarse de la menor presión fiscal del pequeño Estado pirenaico. Al sujeto en cuestión, de nombre Rubén Doblas Gundersen, se lo conoce por el apodo de «El Rubius». En efecto, es muy famoso entre la «chavalada» –como ahora se dice– y la noticia de su mudanza ha tenido una notable repercusión. No es el primero que lo hace. Otros de su gremio, los que se tienen por «creadores de contenidos de internet», determinaron su exilio fiscal tiempo atrás (para ser justos, tampoco es el único gremio afectado por esta necesidad de movilidad laboral; tengo entendido que otros, artistas y deportistas, también son sensibles a esa fuerte presión fiscal, lo que lamentablemente les obliga a abandonar su amada patria y sufrir los rigores del desarraigo). Esto –ya lo he dicho– forma parte intrínseca del proceso de globalización: todo el mundo se mueve motivado por la búsqueda de mejora de su renta; unos, como este Rubius, para que su renta, al parecer nutrida con pingües beneficios provenientes de su prolífica y diversa actividad en las mil y una pantallas que alicatan hasta el cielo nuestro mundo actual, no se vea mermada por la actividad vampírica del voraz fisco, que le quita lo que a él tanto le cuesta ganar con el sudor de su frente y por obra y gracia de su mucho talento; otros, como los que cruzan mares en embarcaciones frágiles y precarias, para escapar de esa penalización de ciudadanía que les impide tener siquiera lo mínimo para hacer dignas sus vidas, llegando dispuestos a trabajar en lo que sea menester, ganando una miseria por mucho que trabajen y mucho talento que tengan. ¿Quién dijo que el mundo fuese justo? ¿Quién se lo plantea siquiera respecto de la globalización?
Con ocasión de este episodio de enésima deserción de un millonario de su tierra, se ha recuperado el «discurso» mediante el que otro joven rico youtuber o influencer (o sea, que influye en quienes le siguen) quiso justificar para hacer en su día lo que ahora el tal Rubius ha llevado a cabo. Este colega es conocido por el apodo de «Lolito» –todos los de este oficio tienen su apodo; se ve que es condición necesaria para ejercerlo–. Malagueño de origen, Manuel Fernández según su DNI, declaró hace dos años vía pantalla y proclamó a los cuatro vientos de la world wide web lo siguiente: «que me vaya a Andorra a evadir impuestos es completamente falso; en Andorra se paga impuestos, lo que pasa es que no te sablean como aquí en España». En esa misma declaración dice respetar que pueda venir quien le diga –y aquí adopta un tono de voz ridículo, lo que no es seña precisamente de mucho respeto– que por haber nacido en España tiene que pagar sus impuestos en su país natal para sufragar las escuelas. A lo que recuperando su tono de voz normal replica: «¡y un cipote! A mí España me ha dado muy poco». Vuelve al tono ridículo de voz para hablar por boca de quien le argumenta en contra que sí, que España «te ha dado tu salud y te ha dado tu instituto». A lo que otra vez con su voz de Lolito triunfador –selfmade gamer– replica que él no ha ido al instituto prácticamente; «he sido un desgraciado (sic) toda mi vida… España me ha dado muy poco», insiste. Y termina el clip de video denunciando que el Gobierno español «es una puta mierda» y que «en España se paga hasta un cincuenta por ciento de impuestos».
Retóricas como la de Lolito constituyen un excelente exponente de desprecio a la prima de ciudadanía y un evidente factor disruptivo de la comunidad cívica. Creo que su visión de la realidad social se encuentra distorsionada por su concepción mercantilista de la misma. Él se considera independiente de España con la que parece tener una especie de vínculo exclusivamente comercial. De la evaluación del historial de transacciones entre las dos partes, extrae la conclusión de que no tiene por qué pagarle nada, ya que –como afirma reiteradamente– España le ha dado muy poco, basándose en que prácticamente no iba al instituto (lo cual, dicho sea de paso, sabiendo cómo funciona el sistema de control de asistencia en los centros de enseñanza, me parece inverosímil). Esto sólo se puede sostener desde la ignorancia y/o la estupidez. Para nacer, crecer, estar sano, moverse, caminar seguro, comunicarse (es la infraestructura de telecomunicaciones de este país el sostén material imprescindible de su éxito) ¡y hasta morirse! son necesarios tanto unas infraestructuras como unos servicios públicos que hay que mantener y mejorar constantemente para salvaguardar los niveles de vida de las personas. Todo eso hay que pagarlo, porque así están montadas las cosas en el mundo de los adultos, y nuestra Constitución establece la progresividad fiscal, la cual dicta que tiene que pagar más quien más tiene.
Esa concepción mercantilista de las relaciones entre ciudadanos y Estado se constata asimismo en esa soez descalificación del Gobierno; es como si dijese: «oiga, que yo, cliente, pago por la prestación de un servicio; como el servicio no me satisface, rompo unilateralmente mi contrato con su empresa, dejo de pagarle y me voy a la competencia». La dimensión de consumidor remplaza a la de ciudadano, el Estado no es más que una empresa que funciona mal por culpa de la ineptitud de quienes la dirigen, del Gobierno, y el contrato social pasa a ser mercantil dejando de tener sentido ético la pertenencia a una comunidad política. ¿De qué sirve, pues, que el ciudadano que se esfuerza a diario para prosperar done más al fisco si no va a mejorar la prestación de sus servicios? Esta actitud, compartida por tantos, es el escepticismo tributario que reviste de autoridad moral a quien no es partidario de la subida de impuestos y, por supuesto, a quienes se apuntan a la opción de Lolito, El Rubius y otros colegas suyos, así como otros miembros de élites económicamente privilegiadas.
Ese estado del bienestar que nuestro exitoso youtuber desprecia, porque a su juicio le ha dado muy poco en los casi treinta años que ha tenido aquí su residencia, es el que a mi alumno colombiano le dibujaba una sonrisa perenne, porque le permitía sentirse seguro cuando caminaba por la calle. Y por ese y otros motivos acuden a él los enojosos migrantes sufridores en sus países de origen de la antes mencionada penalización de ciudadanía.
Lo que no reconocen ni
reconocerán nunca los exiliados de oro en Andorra es que su riqueza
es de origen social, como toda riqueza, por mucho que ellos
consideren que el mérito de haberse hecho con ella es únicamente
suyo. Lo que practican es algo que ya denunciaron hace años Antonio
Ariño y Juan Romero en su libro titulado La secesión de los
ricos, y que no es otra cosa que la gestión extraterritorial de
la fortuna que han amasado. Estos empoderados gracias a la bendición
del dinero se desentienden de los lugares donde nacieron y de donde
procede originalmente su riqueza para optimizarla de cualquier forma,
incluida la elusión de sus obligaciones fiscales. En el caso de El
Rubius y demás creadores de contenidos de internet andorranos de
vocación, todo legalmente, por supuesto, pero éticamente
deleznable. Una versión concisa pero contundente de por qué merecen
censura ética la encuentra la feligresía de las redes sociales en
un tuit de un joven llamado Isaac Sánchez, antes conocido como
Loulogio cuando ejercía de youtuber de éxito y que ahora es
cómico. Reza así: «Que os vais a Andorra porque os importa un
comino todo y hay que amasar (Más) dinero ok.
Pero no
justifiquéis vuestro egoísmo yendo de víctimas del sistema. Sois
ricos por el sistema. Sois los más privilegiados del sistema».
Como destacan desde el punto de vista de la sociología los profesores Ariño y Romero, se trata de una secesión multidimensional que se manifiesta en la política, la cultura y la moral. Lo prueba de nuevo el caso de Lolito: detesta y critica la intervención redistribuidora del Estado sableador en el ámbito nacional al tiempo que se desvincula personalmente de cualquier proyecto de sociedad integrada y cohesionada, que es la mejor baza contra la violencia, la criminalidad, las tensiones entre los diversos grupos y favorecedora de la prosperidad de quienes la integran. Valiosísima prima de ciudadanía donde las haya que nos aleja de parecernos a países como Colombia. En cambio, para estos influencers objetores fiscales su patria es su patrimonio y estará allí donde menos tributen por él. De hecho, hay una red global de ciudades que constituyen clústeres residenciales la mar de atractivos para quienes ya son de la calaña del tío Gilito, a las que une su bajísima presión fiscal. En ellas se instalan personajes como nuestros «andorranos», celosos protectores de sus carteras, en enclaves cerrados que mejoran continuamente gracias a su riqueza, y que tienen como consecuencia su segregación de los espacios comunes. Conforman todos juntos, por así decir, una nación global, independiente de cualquier Estado, cuyo régimen político es la plutocracia.
Los personajes de los que hablo, este conjunto de ricos «deslocalizados» en Andorra o donde sea que no les sableen, no se reconocen en los intereses de sus compatriotas ni en los peligros que les acechan (desempleo, pobreza, enfermedad, precariedad habitacional, etc.). Ellos se creen a salvo, su reino no es de este mundo de «pringaos», en el que si te duele una muela, y dado que tu sueldo submileurista no te da para pagarte una consulta con un odontólogo privado, dependes de que haya una sanidad pública para que te la arreglen y dejes de sufrir. Los del exclusivo club de El Rubius y Lolito están seguros de que eso no les va a pasar. Por eso no se sienten éticamente obligados a pagar los impuestos que legalmente establece su Estado, porque no tienen los mismos intereses ni se sienten expuestos a los mismos peligros que el resto. No ven el sentido de ser solidarios. Su moral meritocrática de triunfadores les autoriza a irse con su riqueza, que juzgan solo suya, mientras que el Estado nada puede hacer para remediarlo sin perjudicar el bien común. Es el fracaso de la política.