Recién regresado de Cuba, una de las conversaciones preferidas por los compañeros que están también en nuestro lado, el de la lealtad absoluta a la Revolución, es la de cómo se vive en Cuba. Y la experiencia en la isla lo lleva a uno a hablar no sólo de lo magnífico de la Revolución, sino […]
Recién regresado de Cuba, una de las conversaciones preferidas por los compañeros que están también en nuestro lado, el de la lealtad absoluta a la Revolución, es la de cómo se vive en Cuba. Y la experiencia en la isla lo lleva a uno a hablar no sólo de lo magnífico de la Revolución, sino también, y sobre todo, de los problemas y dificultades que afrontan los cubanos y cubanas. Un compañero de Rebelión me pidió, en una de estas conversaciones, que escribiera algo sobre esos problemas y dificultades, porque tiene que quedar claro algo: no defendemos la Revolución porque sea perfecta, no debe ser necesaria una imagen brillante y sin fisuras del Socialismo -necesariamente irreal- para posicionarse leal y decididamente a su favor. No defendemos la Cuba socialista desde la fantasía o la propaganda, vamos a dejar claro que sabemos algo de lo que pasa, porque no olvidamos que es nuestro portaviones, es la línea del frente de la batalla antiimperialista y es la alternativa viva, real, al capitalismo. Es por eso que creo necesario reproducir, antes que nada, una versión del poema de Brecht «Parábola del Buda y la casa en llamas», que resume de la mejor manera el suelo que pisamos para decir lo que viene después.
«Gotama, el Buda, enseñaba la ciencia de la rueda de la codicia, de la que estamos tejidos, y recomendaba prescindir de la avidez, para así entrar sin deseos en la Nada, que él llamaba Nirvana.
Un día un discípulo le preguntó: -«¿Cómo es la Nada, maestro?. Todos nosotros queremos liberarnos de la avidez tal como tú predicas, pero dinos si la Nada a la que iremos es algo así como fundirse con todo lo creado, como cuando uno está echado en el agua a mediodía, con el cuerpo ligero, casi sin pensamientos, o durmiéndose, apenas notando cómo uno se acomoda bajo la manta, hundiéndose rápidamente; es decir, si esta Nada es una Nada alegre, una buena Nada o si, por el contrario, tu Nada sólo es una Nada fría, vacía y sin sentido».
El Buda permaneció en silencio mucho tiempo antes de decir alegremente: -«Vuestra pregunta no tiene respuesta».
Pero por la tarde, cuando se habían marchado, el Buda seguía sentado debajo del algarrobo y contaba a los otros discípulos, a los que no le habían preguntado, la siguiente parábola:
«Hace poco vi una casa. Estaba ardiendo. Por el tejado salían llamas. Me acerqué y vi que todavía había gente dentro. Le di una patada a la puerta y grité que había fuego en el tejado, previniendo a los moradores que salieran deprisa. Pero no parecían tener prisa. Uno de ellos quería saber, mientras el fuego ya le estaba chamuscando una ceja, cómo era la vida ahí fuera, si no estaría lloviendo, si soplaba el viento, si había otra casa cerca, y muchas cosas más.
Sin responder volví a salir de la casa. Esta gente -pensé- tiene que quemarse antes de dejar de hacer preguntas. De verdad os digo, amigos, que no tengo nada que decirle a los que todavía no tienen el suelo lo bastante caliente para cambiarlo por otro y se quedan donde están».
Así habló Gotama, el Buda.
Pero tampoco nosotros, los que hemos dejado de dedicarnos al arte de la tolerancia para practicar el de la intolerancia, los que damos consejos terrenales a las gentes para que se deshagan de sus torturadores humanos, los que ante la llegada de los escuadrones de bombarderos del capital constatamos que la gente prefiere oír nuestra opinión sobre lo que pasará con su caja de ahorros o saber qué pantalones del domingo deberían ponerse el día de la revolución, tenemos mucho que decir.»
[Versión libre de Manel Franquesa, subdirector de LA VERITAT, diario renacentista de Castelldefels (Catalunya)]
Pero, por si fuera poco, a lo que sobre todo importa, a la condición de otro mundo posible que hace frente a EEUU, bloqueado, combatiente por la humanidad, de la Cuba del Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, antes de decir nada aparentemente negativo, hay que añadir -y no olvidar en ningún momento-, algunas verdades fundamentales:
La población cubana está bien alimentada y bien vestida. Tiene un buen sistema sanitario universal y gratuito. El Estado saca adelante un sistema educativo que funciona y que garantiza la erradicación completa del analfabetismo, la enseñanza obligatoria de verdad hasta los quince años y el acceso general de las masas a una educación superior de altísima calidad. Beca anualmente a millares de estudiantes de Latinoamérica y África para que puedan cursar estudios superiores.
El Socialismo garantiza el pleno empleo y, por tanto, la existencia digna del cien por cien de la población: quien no trabaja es porque no quiere… y, encima, no lo obligan para tener acceso a su parte de la alimentación casi gratuita que distribuye el Estado.
Los cubanos apenas pagan casa y tienen agua, luz, gas y teléfono a precios irrisorios, lo mismo que los libros. Sus salarios son muy pequeños traducidos a divisas, pero no tanto si se tiene en cuenta su poder adquisitivo en el sistema de precios subvencionados.
Cuba es un país muy tranquilo, en comparación con toda Latinoamérica y EEUU. Tiene niveles muy bajos de delincuencia y un sistema penitenciario básicamente orientado a la reinserción social en el que los presos pueden estudiar carreras universitarias y las condiciones de vida son las más dignas que, de verdad, puede proporcionar el Estado. En nada se puede comparar con el desastre penitenciario que se vive desde los Grandes Lagos hasta el Cabo de Hornos. Tiene una policía que sorprende por su capacidad de diálogo y el buen trato que dispensa a los ciudadanos y, al contrario de lo que sucede en el resto de Latinoamérica, proporciona seguridad.
Cuba es una nación igualitaria, en la que las diferencias sociales son mínimas, en la que un ministro apenas se distingue en su nivel de vida de cualquier otro ciudadano, en el que la dignidad es la misma para todos. No hay mendicidad -sí hay pedigüeños que se acercan a los turistas, pero sólo a los turistas y buscando las ventajas consumistas de las divisas-, no hay niños de la calle ni trabajo infantil, no hay maquilas ni bandas de delincuentes juveniles, no hay villas miseria como las que siembran el paisaje de todos los estados al sur del Río Grande.
En Cuba, las tasas de mortalidad infantil, esperanza de vida al nacer, número de médicos por habitante, etc, se sitúan al nivel del mundo desarrollado, a menudo por encima de países con un PIB per capita muy superior.
Cuba es, encima, el país más solidario del planeta, con misiones de miles de médicos y maestros en decenas de países del Tercer Mundo a cuenta del Estado, mostrando su verdadera vocación de defensa de la Humanidad. Exporta salud, alfabetización, solidaridad humana… y no guerra y expolio.
Cuba, bajo la dirección de Fidel, hace frente a un tremendo bloqueo y al hostigamiento permanente de EEUU y su inacabable lista de aliados, encabezada por la Unión Europea. La Revolución enfrenta constantemente todo tipo de agresiones terroristas, económicas, bacteriológicas, propagandísticas. Cada día da una heroica lección al mundo y a todos los movimientos anticapitalistas y de liberación acerca de cómo se lucha, y se va venciendo, contra el poder casi ilimitado del Imperio.
A partir de ahora voy a referirme a mi experiencia, fundamentalmente habanera, en Cuba. Voy a intentar hablar de lo que he podido encontrar que de algún modo, no funciona todo lo bien que, a mi modesto parecer, podría funcionar. A partir de vivencias concretas en la isla, pretendo plantear algunas reflexiones, siempre con un espíritu de crítica constructiva, por si puede ser útil para mejorar el Socialismo dentro de lo posible y aportando únicamente como ventaja la distancia que da la extranjería, frente al buen hacer y la experiencia de los gobernantes cubanos, que son los que saben dirigir la Revolución que resiste y crece. No hay que olvidar que por cada línea crítica que yo pueda escribir sobre Cuba, tendría que hacer un libro entero acerca de mi país. Al fin y al cabo, la Revolución está aún por hacer en España y, si dejamos de lado los escandalosos espejismos que caracterizan el renombrado nivel de vida occidental, la situación es infinitamente más insostenible, inhumana e injusta en este país capitalista desde el que escribo que en la Cuba socialista en la que nos apoyamos y a la que debemos toda la esperanza y todo el cariño. En todo caso, creo que también justifica un poco mi atrevimiento el hecho de que, en realidad, casi todas las inquietudes que creo recoger no son originalmente mías, sino que corresponden a gentes muy válidas y muy revolucionarias que viven dentro y para la Revolución y que desearían que los detalles que a continuación se discuten fueran asunto de un debate más público y profundo en el seno de la heroica isla.
1. No está el ingeniero.
En la Habana se está trabajando intensamente en el remozado de la red de distribución de agua, que en amplias zonas está ya viejita y tiene que irse cambiando para garantizar un buen servicio en un futuro próximo. Eso implica que en buena parte de la capital, el suministro de agua deja de funcionar un día sí y otro no, o algunas horas, según las zonas. La situación es complicada y todo el mundo no ha tenido más remedio que prepararse, unos mejor y otros peor. Muchas casas y apartamentos disponen de dispositivos de almacenaje y bombeo que reducen considerablemente las incomodidades de esta situación transitoria. Un buen día, el agua falló antes de lo previsto y llamamos por teléfono al organismo encargado de la distribución en el barrio en que vivíamos. «Es que hoy no vino a trabajar el ingeniero», fue la respuesta. Pero… ¿estaba previsto que ese día no trabajara el ingeniero? No, desde luego que no, pero seguramente algo le surgió que no pudo incorporarse a resolver la avería que tenía sin agua a todo un barrio de La Habana.
Cuando le contamos esta anécdota sin importancia a un buen amigo, defensor a ultranza de la Revolución como tantos otros cubanos y cubanas, nos replicó que eso es normal. Resulta que no hay la disciplina que debería haber en muchos entornos laborales. Seguramente, al ingeniero ese no le pasará nada, el sistema asume con excesiva facilidad la negligencia. Cobra lo mismo el que se compromete y curra tanto que ni puede ver a sus hijos, como el que apenas pone nada de su parte, a menudo ni su cuerpo aparece por el puesto de trabajo. «Ese debate ya pasó, compañero», me dice mi buen amigo, «y seguimos con los estímulos«. ¿Y qué es, en Cuba, eso de los estímulos? Pues pequeños premios y reconocimientos públicos, casi siempre sin trascendencia económica para las familias, que reciben los empleados que destacan por su compromiso en la tarea. Y es que el propósito del Estado cubano, cuando evita las diferencias salariales por productividad, o lo que es lo mismo, los estímulos monetarios, es luchar por una igualdad efectiva de los ciudadanos. Sin embargo, la pregunta de mi amigo es inevitable: ¿Es eso justo? ¿Es aceptable que obtenga los mismos beneficios sociales el que escamotea sus obligaciones y pone piedras en el engranaje con su holgazanería, que el que arrima de verdad el hombro? ¿No está teniendo esa política, por otro lado, repercusiones negativas en la productividad de los trabajadores cubanos? ¿No se está creando en parte una cultura popular de la desgana? Es un hecho que faltan profesionales, sobre todo maestros, que quieran dedicarse a su oficio a los salarios que puede ofrecer el Estado. La Administración cubana está saliendo adelante a pesar de todo, con creatividad e inteligencia. Pero también es un hecho que en una economía planificada, la remuneración salarial sí que depende esencialmente de la productividad del trabajo, y las mejoras en este ámbito pueden implicar sensibles alzas en la capacidad adquisitiva de los trabajadores, con la correspondiente resolución de problemas que eso conllevaría.
Viene al caso otra anécdota. Fuimos con los niños -es un placer, y muy requeteseguro, viajar a Cuba con críos pequeños, dicho sea de paso- al parquecillo de atracciones que hay en La Habana Vieja. Impresiona ver tanto disfrute en unas instalaciones tan apañadas como modestas. A mis dos hijos -de tres y cuatro años- les atrajo particularmente un trenecito que es todo un ejemplo para el mundo: tanta alegría infantil condensada en una atracción tan sencilla, apenas unas cajitas de metal con sombrajo y ruedas y un mecanismo artesanal de tracción eléctrica sobre unos raíles en círculo. Barato, bonito, seguro, sin el insultante derroche de materiales y esfuerzos que caracteriza a sus equivalentes del mundo capitalista desarrollado, tan opulentos como castradores de la imaginación. Para entrar en el recinto del parque se entrega una cantidad simbólica a una persona en un kioskito, la cual te da a cambio un papelito que, inmediatamente a continuación, se le da a otra persona cuya función es quedárselo e introducirlo en una cajita. Para utilizar las instalaciones, hay que comprar tickets de un peso, aproximadamente cuatro céntimos de euro, en otra casetita atendida por otra persona. Cuando accedes al trenecito, hay otras dos personas, dos, que apenas tienen como función recoger el billetito de un peso y decirles a los niños que no se sienten en un vagón que está estropeado. Cuánta gente para tan poco trabajo. Nueve horas de apertura, nueve horas de laburo para todo ese exceso de gente. Reconozco que, viendo aquello y pensando en todo el trabajo que hay por hacer en la Cuba revolucionaria, me vino a la cabeza el imprescindible ensayo del yerno de Marx, P. Lafargue, titulado «El derecho a la pereza». Pensé: hay aquí tres posibilidades socialistas, que pueden simbolizar al tiempo tres culturas del Socialismo:
1. Dejar las cosas como están, a saber, mucho tiempo de trabajo, mínima productividad, muchos problemas por resolver, poco tiempo de ocio para un salario muy, muy justito.
2. Hacer turnos. Con la misma plantilla, intensificando un poco el ritmo, se puede reducir, sin ningún problema en absoluto, la jornada laboral a la mitad cobrando lo mismo, ya que el mismo equipo humano produciría exactamente el mismo beneficio a la sociedad. Habría, así, más tiempo para dedicar a los niños, a la familia… o a la construcción de la propia casa, o a la participación política y al Comité de Defensa de la Revolución (CDR) o, sencillamente, a la literatura, el descanso, el cine o la música… Una cultura socialista más cercana a las ideas del yerno de Marx y más alejada del molde stajanovista.
3. Cabría pensar en reducir la plantilla y ocupar a los despedidos en otra cosa. Una cadena de reestructuraciones productivas podría dar lugar, quizás, a una economía mucho más eficiente, si se combinaran con procedimientos de remuneración que estimularan verdaderamente otro ritmo de trabajo. No debería hacer falta matarse a trabajar al estilo capitalista, pero sí un incremento notable del esfuerzo en cada puesto. Aumentaría el nivel de consumo, la capacidad de resolución de los problemas de transporte y vivienda… aunque es probable que se le agriara el carácter a la mitad de los cubanos y cubanas…
Hablando de todo esto con otro amigo, me dio un poco de miedo la tendencia a que cunda la idea de que la alternativa al problema de la indisciplina y la baja productividad, es un incremento de los niveles de privatización de la economía y la posibilidad del despido y el paro. No, por favor, compañeros, no abandonen jamás su planificación central, su colectivismo. Los problemas se han de resolver dentro de un Socialismo irreductible, manteniendo y mejorando los niveles de igualdad social y las prioridades económicas orientadas a la resolución de los problemas de la gente y no a la ley de la máxima ganancia empresarial. De verdad, no es en absoluto necesaria la figura del patrón que machaque la hermosa dignidad de los cubanos y las cubanas. Al fin y al cabo, estos problemas no deben servir de coartada ideológica para que se pierda lo esencial, la conquista del Socialismo y sus indiscutibles beneficios generalizados en lo que más importa, a saber: la independencia nacional, la salud, los niños.
2. El plomero («fontanero» en España).
A otro amigo se le estropeó la cisterna del baño. Un verdadero problemón. Una fuga tremenda de agua lo obligó a cerrar la llave de paso general, tuvo que vivir sin agua corriente, con su hijito de un año de por medio, durante todo el tiempo que tardó en resolver la avería. Lo que voy a narrar a continuación es tan cierto como inevitable. Este compañero es un consciente revolucionario que, si incurre en lo que incurre, es porque no tiene otra alternativa y sí tiene una familia a la que cuidar y proteger.
J.F. tuvo que buscar un plomero. No hay listas de plomeros que funcionen, al acceso de la economía en moneda nacional. Tuvo que recurrir a un conocido, procedente de otra provincia, que trabaja en una brigada de construcción. Le tuvo que pagar más de un tercio de su salario mensual (más de cien pesos cubanos) por la chapuza que hizo en sus escasos ratos libres. Y el tipo la hizo mal; al poco tiempo de supuestamente haber concluido, resurgió el problema. Nadie a quien reclamar… Tuvo que volver a llamar al dichoso plomero del mercado negro de la plomería, el cual le dijo que le tenía que conseguir no sé qué pieza para resolver de verdad la avería y le exigió más dinero. J.F. se volvió loco buscando la piecita porque no hay un almacén abierto al público donde uno vaya y haya todo tipo de piecitas de plomería, lo que hay que más se le parece es una ferretería… ¡en divisas! ¿Cómo consiguió J.F. la piecita que le permitiría volver a tener agua en casa? Tuvo que entregar una cierta cantidad de dinero a un responsable de un almacén de la brigada del susodicho plomero para que se la hurtara al Estado…
Me informaron de que así son las cosas en muchos sectores de la vida cotidiana de la gente. Las pequeñas reparaciones y reformas de las casas, los trabajos de fontanería y electricidad, la reparación de automóviles y electrodomésticos y un largo etcétera de flecos que no contempla adecuadamente la planificación central y que se van resolviendo a través de una combinación del peor libre mercado, que es el mercado negro, en el que no hay derechos del consumidor, y una cultura del hurto al erario público que me preocupa por sus tremendas dimensiones. El amigo J.F. me contaba que cuando alguien que por la razón que sea tiene divisas y quiere reformar o ampliar su casa, en gran medida consigue sus materiales a través de corruptelas. «Le das al encargado de tal o cual almacén una caja de botellas de ron y te saca unos cuantos metros cúbicos de arena. Luego, cuando viene el responsable de brigada que necesitaba la arena para su obra pública, el ladrón le dice que lo siento, compañero, no está la arena».
Una compañera que trabaja demasiado por compromiso integral con la Revolución, me habla con ironía de los grandes proyectos del Gobierno, de los que duda de su continuidad en el tiempo. «Cuando se acaben las piezas de repuesto, se acabó la fábrica. Así llevamos desde siempre. Se planifica con la mejor voluntad, pero falta construir el tejido básico, de las cosas pequeñas, un sistema que garantice una infraestructura que sostenga todo lo demás». Sin embargo, esta compañera también se hace cargo de que una buena parte de las causas de la poca sostenibilidad de algunos macroproyectos de la Revolución estriba en el bloqueo económico y las consiguientes dificultades con el comercio exterior, que a menudo imponen cambios bruscos de proveedores y situaciones por el estilo. En todo caso, piensa que se funciona un poco «a golpes», por grandes movimientos, y puede que falten mecanismos, en la planificación económica, para tener más en cuenta las necesidades inmediatas de la gente. «Deberían preguntar qué nos hace falta ahora para criar a nuestros hijos, no decidirlo desde arriba sin consultar cuáles son las carencias más urgentes», reclama. Por ejemplo, quitando el papel de váter, un jabón de baño que a veces falla y un tosco jabón de lavar, los productos más elementales de higiene personal sólo son accesibles en el mercado de divisas.
Yo, aquí, quisiera recordar las ideas de Carlo Frabetti, acerca de cómo se podría utilizar la informática para mejorar la planificación en una economía socialista. Cuba tiene la ocasión, única hasta ahora en la Historia de la Humanidad, de preparar ese software necesario para desburocratizar los procesos, crear un potentísimo control central de los inventarios y, al mismo tiempo, mejorar la comunicación con la ciudadanía, para que pueda expresar por cauces efectivos las necesidades a tener en cuenta en las previsiones de la producción y circulación económicas.
Y es que, además, se respira un verdadero lapsus entre la generación heroica que derrotó a EEUU y Batista y que aún dirige en gran medida la Revolución, y sus nietos, los jóvenes nacidos y criados en la Cuba socialista. Éstos necesitan un mayor protagonismo, sentir que tienen mucho más que decir en los procesos de planificación revolucionaria. Sin duda, ser escuchado, sentirse dirigente, protagonista, fortalece el ánimo y la capacidad de lucha y sacrificio. La Revolución dispone de dos generaciones de magníficos técnicos, profesionales de todas las ramas del arte y de la industria, y da un poco la sensación de que no se les está aprovechando al máximo para resolver los importantes problemas de la economía y la vida cotidiana de la población.
Para terminar con esto, una nueva llamada de atención a quienes suponen que abrir la mano con la libre empresa es la solución para estos asuntos de la planificación. Aunque parezca un camino sencillo, es el peor, el más peligroso. Sus lacras inmediatas: los precios ya impiden, en el mercado negro, la generalización igualitaria de los servicios; se favorecería de manera oficial a quienes se benefician de la circulación de divisas, frente a la gran cantidad de cubanos y cubanas que vive casi exclusivamente en moneda nacional. Ahora, de facto, Cuba está habitada por muchas microempresas que nadan en la necesidad de la gente como pez en el agua, y que no tributan y, es más, al revés, hasta hurtan al Estado su capital, a modo de acumulación primitiva, esa que Marx explica que es, necesariamente, violenta, salvaje. No se trata de legalizar al plomero que ya trabaja motu proprio, sino de que el Estado sea quien se plantee como prioridad, nada menos, encontrar la fórmula para ofrecer los servicios de plomería -y de todo lo demás- de una manera estable y bien organizada, para desalojar de la escena el mercado, blanco o negro, y para cortar de raíz la tan extensa como irritante cultura del hurto de lo público.
3. ¡Va a estallar la televisión!.
Poco después del ciclón que atravesó Cuba en julio, escuchamos en una emisora de radio de La Habana un llamado a que la población no hiciera caso de los rumores, posiblemente difundidos a partir de la radio gusana -que no se merece en absoluto el nombre que le han puesto, así que no lo digo-, de que los electrodomésticos podían sufrir daños irreparables por incrementos inesperados de la tensión de la red eléctrica de la capital. Al mismo tiempo, por la ventana nos llegaban los gritos de una vecina: ¡Fulanito, desconecta la televisión, que va a estallar! Asistimos, atónitos, al desarrollo inmenso de la vox populi en Cuba, como espectadores simultáneos del rumor y de cómo la radio estatal reconocía de facto la magnitud del fenómeno. Nos hizo gracia en el momento, pero tardamos bien poco en quedarnos preocupados. ¿Cómo se le puede dar tanto crédito a un rumor tan infundado? Con el paso de los días, nos dimos cuenta de que, sencillamente, la habladuría es el medio informativo más importante para los cubanos cuando se trata de sucesos internos.
Lo cierto es que los corresponsales de la prensa extranjera se mueven a placer por Cuba y cuentan, de la peor manera, muchas de las cosas que los medios del Gobierno cubano se callan. A menudo, la vox populi se alimenta de las crónicas de los corresponsales extranjeros, ya que Internet está cada vez más al acceso de los cubanos y cubanas. Es un fenómeno curioso: la vox populi alimenta al corresponsal y, a su vez, el corresponsal alimenta la vox populi. Así sucedió con la muerte, bajo investigación de los científicos cubanos, de una decena de críos en La Habana. La gente hizo correr el rumor desde el principio y, a los pocos días, el suceso llegaba a los medios de prensa españoles… Granma tardó dos semanas en publicar una escueta nota oficial, dos días antes del discurso del Comandante en Jefe por el 26 de julio, sobre todo para atenuar el daño que estaba causando el rumor, que culpaba injustamente a un medicamento. Posiblemente, un adecuado flujo informativo hacia la población civil podría haber prevenido mucho mejor a las familias y a los servicios médicos y se habría reaccionado mejor ante el problema. Preocupante, de verdad.
Unos días después me acerqué a una farmacia y les dije a las trabajadoras -cinco o seis, todas sentadas sin hacer nada en la trastienda- que si podía hablar con alguien, como periodista, acerca de cómo funciona y qué tal anda el suministro de medicamentos. «Esto no es como tu país, aquí no hay libertad de expresión», me espetó la que parecía la responsable del establecimiento. Yo le expliqué someramente quién tiene en exclusiva eso de la libertad de expresión en mi país, cuatro capitalistas sin escrúpulos, que condenan a la inexistencia a todas las disidencias y a la censura y la prostitución intelectual a sus explotados periodistas. Y me suelta la tía: «Sí, pero en tu país se accidenta un autobús y sale en todos los periódicos, y aquí te tienes que enterar por tu vecino». Yo le respondí que precisamente a menudo son los sucesos casi lo único de que informan los medios en España, dejando de lado las cosas más importantes. Cuando le puse el ejemplo de la huelga de Correos que silenciaran los medios no hace mucho tiempo, la señora esa ya no me escuchaba. Para hacerme callar, me dijo irónicamente: «Pues mira, desde que tenemos los acuerdos con China, ya no hay ningún problema con los medicamentos». Me fui de ahí algo más preocupado: todas las compañeras de esa mujer, que había hablado con tanta libertad, por cierto, parecían estar completamente de acuerdo con lo que decía y con su desdén hacia mí.
¿Qué daño puede hacer a la Revolución que se publiquen los sucesos? En Cuba pasan cosas, no es una sociedad perfecta. Los cubanos y las cubanas tienen cada día más formación académica y necesitan que sus periódicos les cuenten muchas de las cosas que pasan en el país. Hace falta que los cubanos y las cubanas adquieran confianza en los medios y aprendan a desconfiar de la rumorología. Entre otras cosas, porque sus medios también les tienen que contar mucho más sobre lo que acontece en el mundo capitalista sin que los lectores desconfíen y crean que se trata de propaganda. Cunde en exceso la infamia, reforzada por el papanatismo del turista occidental y por las sesgadas crónicas de su éxito con que se adornan los emigrantes cubanos, de que la vida puede ser mejor en el capitalismo.
Más de un cubano nos pidió, recién llegados, algún ejemplar de El País o de cualquiera de los medios de prensa que suelen ofrecer en el avión. «No leemos esa bazofia», fue nuestra respuesta. Pero nos sorprendió la avidez con que nos lo solicitaban gentes que están, cien por cien, con la Revolución. Incluso nos han llegado a reclamar, miembros del Partido Comunista de Cuba, ¡revistas del corazón! Cerca de un mercado agropecuario que frecuentábamos, un señor vendía, a precios significativos para un sueldo cubano en moneda nacional, números vetustos de «Hola», «Diez minutos» y cosas por el estilo. Más alarmante todavía: un compañero nos informó, preocupado, que hay listillos que alquilan clandestinamente un descodificador que permite, ¡por diez dólares al mes!, ver en casa dos horripilantes canales de Florida llenos de mierda. Y hay gente que gasta sus remesas en eso.
En Cuba hay excelentes profesionales de la comunicación y del diseño. Y la maquetación del Granma es la misma que hace treinta años. El Estado cubano debería aprovechar tanto talento para ampliar y remozar sus medios de comunicación de modo que contribuyan con mucho más peso y confianza de la gente al frente de batalla de la cultura popular. Cerrarse en banda no evita las contaminaciones, cada día mayores. No se puede olvidar el interior. El pueblo que habita en la Cuba socialista no es lo unánime que quisiéramos y la Revolución tiene también, como no podía ser de otra manera, algo de trinchera interna frente a todo tipo de invasiones ideológicas y culturales.
Por si fuera poco, se está desaprovechando el potencial regulador del periodismo. En la Cuba socialista, los medios son del Estado y del Partido, y eso es como debe ser. Pero deberían ser más periodísticos, más profesionales en el sentido de contar las cosas con una cierta independencia profesional y un estilo menos retórico, más directo. Un periodismo de funcionarios públicos encargados de averiguar qué pasa y contarlo bien, con lealtad a la Revolución y generando confianza en el público para desengancharlo de la vox populi. Algunos de los máximos beneficiarios de la escasez de información interna son los negligentes y los corruptos, ya que se dificulta el escrutinio público de sus malas conductas y la correspondiente vergüenza pública por sus actos.
Es un gusto, por otro lado, ver la tele en Cuba -no digamos oír la radio, esa sí que es una maravilla sin paliativos-. No tiene interrupciones publicitarias. Hay un uso público del medio que es un ejemplo para el mundo, como sucedió con la Mesa redonda diaria en el momento del ciclón: el país entero se coordinó a través de la televisión y los responsables de cada área rindieron cuentas, uno por uno, ante la nación en pleno de todas sus actuaciones. Sin embargo, al mismo tiempo sorprende que Cubavisión, la primera cadena, programe tantas películas gringas horrorosas -pura propaganda enemiga-, series españolas de pésima calidad (ahora la estrella es Un paso adelante, de Antena Tres, de gran contenido social…) y culebrones como para echarse a temblar -en estos días hay uno brasileño en candelero- a los que medio país está enganchado. Se está cultivando un gusto televisivo standard; con canales educativos y todo, da la impresión de que la Revolución no quiere plantar mucha cara en esta guerra. Una situación curiosa: un jueves por la noche, en Cubavisión ponían una comedia facilona, inglesa con el concurso del archifamoso Hugh Grant, sobre cómo una mujer, cómica y gordita, resuelve, a pesar de todo, su vida en La Inglaterra capitalista (El diario de Bridget Jones). Al mismo tiempo, en el Canal Educativo 2, que surgió un poco para contrarrestar la mediocridad de la televisión masiva, echaban una importante (y muy entretenida) película de Ken Loach, Sweet Sixteen, que precisamente muestra cómo en la realidad capitalista resulta casi imposible escapar de la marginación social. Pero no sólo era el canal minoritario, en competencia con una comedia intrascendente, divertida, ligera y muy conocida, es que, por si fuera poco, la copia estaba en un pésimo estado y apenas se leían bien los subtítulos. Estoy seguro de que yo fui de los pocos telespectadores en Cuba que se quedó viendo la obra del comunista Loach -con guión del fantástico Paul Laferty- hasta el final, seguramente porque entiendo algo el enrevesado inglés de Escocia.
Cuba también produce algunos espacios de ficción, como una serie policial de factura local que triunfa en estos momentos. Pero, a decir de un buen amigo, la cosa ya no es lo que era. Se echa de menos el culebrón cubano, con una buena orientación ideológica y cultural, una tele que haga al pueblo cubano más protagonista de sus propios relatos de ficción con las cosas que les preocupan y los detalles de la vida cotidiana en la isla. La tele podría hacer reír y llorar naturalizando los apagones de luz y la inevitable escasez en la nación sitiada, por ejemplo, y no la injusticia social en el Brasil decimonónico o el American way of life. Todo a coste mínimo, aprovechando el talento inmenso de sus jóvenes cineastas, perfectamente capaces de producir en vídeo y a todo correr excelentes series de tv, no digamos cine. Un ejemplo de ello, la extraordinaria película «Viva Cuba», de Juan Carlos Cremata, estrenada simultáneamente en doscientas salas de todo el país. Como ya argumenté en el periódico cubano de Internet La jiribilla, este film gusta a todo el público cubano, independientemente de sus tendencias culturales o políticas, entre otras cosas porque hay una necesidad latente, cuyo origen se encuentra rápidamente en cualquier tratado mínimo de antropología, de sentirse identificados con los relatos cinematográficos en boga. La gente tiene ansia por verse reflejada en las películas, por sentir que el relato de sus vidas particulares está dentro del mundo, es normal, porque puede ser también escenario y argumento del cine. Y la carencia de esa creación narrativa cubana para el pueblo deja la función antropológica del relato de ficción, que en el mundo moderno corresponde indiscutiblemente al arte cinematográfico en todas sus vertientes, casi en exclusiva a producciones extranjeras, a menudo del enemigo gringo. Eso no puede sino generar sensación de extrañeza, de anormalidad, de estar en el mundo equivocado.
Sólo una anécdota más de este asunto de la batalla cultural. Está prohibido, no sé bien por qué, ingresar magnetoscopios o reproductores de DVD en el país. Sin embargo, es tal el número de aparatos que la gente posee que el Estado dispone de varios bancos de cintas de vídeo para prestar películas a los ciudadanos. Son pocos, y con las dificultades del transporte, están lejos del acceso de mucha gente. Así que en los barrios más diversos de La Habana hay desde hace tiempo ya auténticos videoclubs clandestinos. Lo peor del asunto es la selección de películas que exhiben esos bancos de vídeo. Más o menos, de Van Dam a Chuck Norris, pasando por Jackie Chang. Ese es un gusto cinematográfico que se está formando entre muchos cubanos y cubanas, esa bazofia tiene abundante público, y luchar contra ello probablemnte no es una cuestión de simple represión, sino de tomar en serio el ofrecer seriamente una abundancia de alternativas fílmicas y televisivas que contribuyan a la formación masiva de un gusto más cercano a los valores éticos y estéticos de la Revolución. Ah, esa batalla del gusto, de la producción cultural. No basta con dar amplísima formación universitaria de tal o cual especialidad, no basta la escuela generalizada, hay otra batalla en el campo de las ideas que, me atrevo a decir, puede ser importante para el futuro de la Revolución.
4. De nuevo, un recordatorio.
Cuba no es un país capitalista, de modo que puede tener, y tiene, un Gobierno que gobierna. En España, el Gobierno puede, todo lo más, influir, pero de ningún modo dirige los esfuerzos de la nación, de eso se encarga ese ente ingobernable al que llamamos economía. En Cuba, sin embargo, el Gobierno sí que puede decidir cuáles son las prioridades del esfuerzo de sus ciudadanos y ciudadanas. Lo mismo que puede equivocarse, tiene siempre la oportunidad de mejorar. De hecho, muchos de los problemas de Cuba tienen que ver con el empeño de su Gobierno en sostener un sistema económico que tiene como prioridad la generalización de una vida digna para todos, toditos, todos los cubanos y cubanas sin distinción. En el contexto económico mundial, eso es algo terriblemente ineficiente, insostenible, porque en el capitalismo los objetivos económicos no tienen nada que ver con la resolución de los problemas sociales, sino únicamente con la ley de la máxima ganancia empresarial. Así, en casi todas partes menos en Cuba, que la gente viva mejor es un efecto colateral de la economía -que se suele producir más bien poco-, lo mismo que el empeoramiento de las condiciones de vida es un daño colateral que produce la economía -con una frecuencia gigantesca, y con una intensidad mucho mayor de los que los seres humanos suelen ser capaces de soportar sin deshumanizarse-. Los gobiernos de los países capitalistas no son, pues, responsables de los problemas y las crisis. La violencia, el precio de la vivienda o el desempleo, por ejemplo, son como los ciclones, son naturales, y no se puede culpar de ellos al Estado que, por otro lado, explica fácilmente su impotencia invocando el poder, que nadie dirige, de la economía, y lo menguado de los recursos públicos para hacer nada realmente significativo.
La Revolución cubana sigue adelante, con fuerza, en lo fundamental. Y creo que todas las cuestiones que he traído a colación más arriba no deben, bajo ningún concepto, ser un pretexto para el falso debate, irrelevante y capcioso, sobre si socialismo o capitalismo. Creo que la Revolución y su máximo representante merecen todito el respeto y un respaldo absoluto en su prometeica misión. Bueno, en realidad, somos nosotros, la izquierda eternamente fracasada, los que andamos perdidos en la mugre del capitalismo, quienes necesitamos el apoyo de Cuba, su fuerza y su heroísmo, su ejemplo y su belleza.