A pesar de realizar una tarea fundamental en la prevención de enfermedades y en ámbitos que pueden determinar la salud de las personas como las condiciones laborales o medioambientales, la salud pública siempre ha sido la gran olvidada de las políticas públicas. La aparición del coronavirus ha mostrado la importancia de un ámbito que sigue contando con unas estructuras muy precarias. Para analizar la importancia de esta área transversal en el control de los actuales rebrotes y como la pandemia ha afectado a las capas más empobrecidas, EL TEMPS entrevista (1) a Joan Benach (2), director del Grupo de Investigación en Desigualdades en Salud de la Universidad Pompeu Fabra y catedrático del departamento de Ciencias Políticas y Sociales del mismo centro universitario.
¿Qué
papel juegan o deberían jugar la sanidad y la salud pública ante la
pandemia? ¿Puede explicar en qué se diferencian y que las
caracteriza?
En la gestión actual y futura de la pandemia, la sanidad pública y la salud pública son dos ámbitos esenciales pero diferentes. La sanidad pública trata de diagnosticar y curar las enfermedades que sufre la gente, un terreno que sufre de hace tiempo en el conjunto del Estado español un proceso crónico de mercantilización e infrafinanciación, así como también de medicalización y “hospitalocentrismo”. ¿Por qué? Pues porque es un modelo donde gran parte del gasto va a los hospitales, a comprar tecnologías y medicamentos mientras que la atención primaria y los servicios sociales, que deben ser los puntos fundamentales del sistema sociosanitario, permanecen precarizados y con pocos recursos. Por su parte, la salud pública trata de prevenir la enfermedad, a la vez que proteger, promover y recuperar la salud de la población, con acciones de salud laboral, ambiental o comunitaria, con vigilancia epidemiológica, o actuando frente los determinantes sociales de la salud por ejemplo. Pero para hacer esta tarea gigantesca, la salud pública dispone de unos recursos ínfimos (menos del 2% del presupuesto, y buena parte de él se destina al gasto en vacunas), y una formación y un número de especialistas muy limitado.
En
esta etapa de desconfinamento, que parece caracterizada por una
acción de ensayo-error, los servicios de vigilancia epidemiológica
adquieren un papel aún más fundamental. Con todo, parece que no hay
el personal suficiente. La cabeza de epidemiología del Hospital de
la Vall d’Hebron, Magda Campins, apuntaba: «Necesitamos 2.000
rastreadores y sólo hay 150». ¿Cómo valora la respuesta del
Gobierno catalán los últimos brotes?
Es una respuesta reactiva y deficiente. Es reactiva porque, más allá de quejas políticas a menudo poco consistentes y de la retórica de usar eslóganes como «frenemos el virus» o «este virus lo paramos unidos», no se planifica sino que improvisa permanentemente y las cosas se hacen tarde y con poca transparencia. Son ejemplos de ello el hecho de que recientemente se haya nombrado un director de la unidad de seguimiento de la Covidien-19, o la tardanza de cuatro meses en crear un comité de expertos que haga propuestas para cambiar el sistema de salud y las residencias. Se actúa sin la capacidad de prever ni de prepararse ante rebrotes, algo que era previsible que pudiera pasar. Y es también deficiente porque, cuando sí se revisan las posibles estrategias a hacer como propuso a finales de abril un informe del epidemiólogo Oriol Mitjà, no ha habido la voluntad y el liderazgo adecuados para actuar de forma rápida y efectiva poniendo todos los medios necesarios para realizar las mejores políticas. ¿Por qué no se ha actuado? Seguramente porque después del confinamiento radical que permitió bajar mucho el número de contagios, muchos políticos pensaron que ya todo estaba «controlado» sin entender que el problema no había terminado, que la salud pública precisa de un gran refuerzo y de reformas estructurales muy profundas. El hecho de tener tan pocos «rastreadores» para detectar, seguir y aislar posibles contagios (hay un par de cientos a lo sumo que habría cuando menos que multiplicar por 10), o el hecho de disponer de unos sistemas de información epidemiológica y de vigilancia de las medidas de prevención tan limitados como los existentes, por ejemplo en el ámbito laboral, son dos síntomas de que el papel clave de la salud pública no se toma en serio.
¿Por qué no se otorga a la salud pública el papel clave que debiera tener?
Creo que una razón de fondo tiene que ver con la visión mercantil y biomédica de la salud donde la salud pública tiene un carácter residual. El papel de la salud pública, es decir, vigilar epidemias, reducir desigualdades, prevenir accidentes laborales, o hacer cribados de cáncer, entre muchas otras cosas, es crucial, pero a menudo invisible. Y es que lo que no se ve ni ofrece ganancias económicas o políticas inmediatas no se valora ni parece prioritario. Cuando aparecen nuevos brotes, habitualmente se crean más camas o más hospitales de campaña, que son acciones «curativas» necesarias, pero en cambio no se realiza la imprescindible planificación y acción preventiva. La visión mercantilista e «inmediatista» de la salud es pues engañosa y peligrosa. ¿Por qué? Imaginemos por un momento que se nos dijera que la limpieza de los bosques o que tener un parque de bomberos no es algo rentable o que no hay que reforzarlos porque ahora mismo no hay ningún incendio. Si no actuamos ante un riesgo muy serio que podemos evitar pensaríamos que estamos locos. Pues bien, la pandemia es como un «macroincendio», y aunque casi se pudo apagarlo mediante un confinamiento radical y masivo durante muchas semanas, en muchos lugares quedan brasas encendidas que hay que identificar y apagar. El confinamiento radical sólo se convierte en una «solución» cuando la pandemia ya está demasiado descontrolada o bien cuando la salud pública es tan débil como la que tenemos y no se puede hacer ya otra cosa. Ante la existencia de una salud pública en la que no se quiere invertir y donde parece que no sea necesario reforzarla, la pregunta que nos podemos hacer es clara: ¿dónde está la salud pública?
A
raíz de los recientes rebrotes, la atención política y mediática
se ha centrado en la actitud de los jóvenes y en las acciones
centradas en la responsabilidad individual. ¿Está de acuerdo con
esta mirada?
Poner el acento en hacer recomendaciones a la ciudadanía básicamente de tipo personal como se está haciendo es algo parecido a decir que ante la epidemia del tabaquismo la gente es la que debe tener la responsabilidad de «no fumar», cuando han de ser los gobiernos quienes suban los precios del tabaco, aprueben leyes restrictivas, controlen la perniciosa publicidad de la industria tabacalera, y hagan campañas intensivas de educación sanitaria y promoción de la salud, especialmente en la gente joven. Para mejorar la salud colectiva y reducir las desigualdades generadas por la pandemia, no podemos simplemente decir que cada individuo es el responsable del problema, y que cada uno tiene que quedarse en casa, tener pocos contactos, usar la mascarilla, mantener la distancia social y lavarse con frecuencia las manos. Es imprescindible invertir en servicios sociosanitarios públicos, universales y de calidad, y es fundamental generar políticas efectivas y persistentes de salud pública. Los grandes medios de información habitualmente reproducen la visión hegemónica en base al tiempo y énfasis que se pone sobre determinados temas. Por ejemplo, hablan mucho de emociones, de los enfermos, familiares y profesionales, y de acciones individuales y de investigación biomédica, pero hablan demasiado poco de la debilidad y papel crucial que deben tener la sanidad pública y la salud pública. Y también hablan demasiado poco de las causas profundas de todo lo que rodea a la pandemia, ya sea su origen debido a la crisis ecosocial que vivimos, o de la infrafinanciación y mercantilización de la sanidad pública y la vergonzosa precarización de sus profesionales, o de la mercantilización de las residencias y la inacción a hacer políticas sobre cuidados y dependencia, o sobre los determinantes sociales y laborales de la salud, o de las desigualdades de salud existentes según la edad, el género, la migración y la clase social.
En Lleida, sindicatos como la CGT y plataformas civiles han denunciado las malas condiciones laborales de los temporeros, incluso ya inicio de la primera ola del coronavirus. En el País Valencià, se produjo un rebrote en una empresa agroalimentaria que, según los representantes de CCOO, no había cumplido con las medidas de protección necesarias. ¿Se han ignorado estas cuestiones por parte de las autoridades correspondientes?
Sí, pero es más que ignorancia. Se utiliza un modelo de acción erróneo. Se aplica un modelo de salud mercantilizado, como la ineficiente externalización de tareas de rastreo encargada a Ferroser, una filial de la empresa Ferrovial, y se nos dice que lo que determina la salud de la población es la investigación básica, los grandes especialistas médicos, tecnologías muy caras y los factores de riesgo individuales. Y eso no es cierto. Tenemos mucha investigación científica de salud pública que nos muestra el papel crucial de los determinantes políticos y sociales de la salud. Un ejemplo es el hecho de que trabajar con condiciones laborales y vitales precarizadas es un determinante muy negativo de la salud. Tal y como ha ocurrido en otros países, la aparición de brotes entre trabajadores era previsible. Las decenas de miles de temporeros migrantes trabajan en condiciones laborales precarizadas, con condiciones vitales de hacinamiento y una movilidad elevada, por lo que se encuentran en un medio que favorece mucho el riesgo de contagios. Su precarización laboral es bien conocida pero ha quedado oculta. Solo cuando los medios se han hecho eco de que han aparecido los contagios es cuando se ha visibilizado su existencia, pero en todo caso tampoco se habla de las causas de su situación. La inacción política ha generado que no se realicen masivamente tests, así como se ha actuado con pasividad para hacer una identificación exhaustiva de posibles contagios. Y también en la introducción de cambios estructurales que tienen que ver con su pobreza, precariedad, hacinamiento y exclusión social.
Por
tanto, estamos hablando, de una mayor afección del virus en personas
migradas, trabajadores y, como hemos visto durante la primera ola de
la pandemia, en profesiones altamente feminizadas. Aunque el virus no
entiende de clases sociales, sí observamos que las capas
empobrecidas y que sufren con más intensidad la precariedad vital
están más expuestas.
La precarización de trabajos donde predominan las mujeres, migrantes, obreros y jóvenes como acontece en el sistema sanitario, el trabajo de cuidados, el comercio, o la industria alimentaria, es muy elevado. Por ejemplo, en España en el año pasado el porcentaje de contratos indefinidos nuevos en muchos de estos sectores fue casi residual. La paradoja es que ahora estos trabajos son llamados «esenciales» cuando siempre han sido tratados como trabajos «poco cualificados» para así justificar sueldos muy bajos y unas condiciones de trabajo pésimas. ¿Qué efectos tiene esto? La precariedad es una epidemia social tóxica que aumenta el riesgo de enfermar y morir prematuramente, tanto para los que trabajan en situaciones precarias como para sus familias. La pandemia de la Covid-19 precariza aún más una población ya muy precarizada.
A raíz de esta pandemia, y como resultado también de la actual crisis ecológica, se ha evidenciado que la humanidad estará sometida en el futuro a próximas pandemias. Para dar respuesta a la actual epidemia como las futuras, ¿cómo deberíamos prepararnos?
Es urgente fortalecer de forma masiva y efectiva unos servicios sociosanitarios públicos y de salud pública que se encuentran en una situación demasiado débil, con unos profesionales al límite de sus fuerzas, y un modelo que no es el adecuado. No basta con aplaudir a los profesionales, dar premios, o hablar retóricamente de la importancia de la sanidad pública, ni tampoco decir vacía y enfáticamente que hay que crear una Agencia de Salud Pública. Lo que hay que hacer es actuar ya: reforzar sustancialmente la atención primaria, los servicios sociales, y desprecarizar la salud pública desarrollando la Agencia de Salud Pública de Cataluña y el Centro Estatal de Salud Pública previsto en la Ley General de Salud Pública española pero nunca desarrollado. Hay que invertir y reformar en profundidad el sistema para que pueda planificar y prever los muchos problemas y necesidades de salud que se sumarán al impacto de la gravísima crisis económica que ya tenemos encima. Por otro lado, tenemos también la certeza de que vendrán nuevas pandemias, no sólo porque siempre éstas siempre han existido, sino porque todo indica que las causas de la pandemia se encuentran en el capitalismo globalizado: una urbanización excesiva, una agroindustria masiva, el crecimiento masivo del turismo y de los viajes en avión, la alteración global de ecosistemas y la destrucción de la biodiversidad asociada a la crisis ecosocial y climática que vivimos. Así pues, todo apunta a pensar a que ésta no será la última pandemia, sino que otras, y quizás más virulentas, van a producirse. Lo hemos de entender y nos deberíamos preparar a conciencia.
Ahora bien, ¿es optimista? Aunque durante las primeras semanas se apuntaba a un cambio de paradigma en las actuales lógicas económicas, parece que pasados unos meses hemos devuelto a las mismas dinámicas. Parece que no estemos aprendiendo de la convulsión de la Covid-19.
Desgraciadamente, me parece que no estamos aprendemos demasiado. La pandemia ha mostrado nuestra fragilidad como individuos y como sociedad. Hemos visto que sin el trabajo esencial de mucha gente trabajadora que siempre ha sido despreciada no podemos vivir, y que la sanidad pública y el trabajo de cuidados es fundamental, pero las inercias económicas, políticas y culturales del mundo que vivimos hacen que cambiar no sea nada sencillo. Hay que cambiar y hay que cambiar radicalmente. O bien hacemos frente radicalmente a la crisis ecosocial y climática que vivimos, o cambiamos nuestras vidas cotidianas con menos consumo, una vida más solidaria, la producción de bienes de consumo esenciales y cercanos, y la creación de una economía homeostática, que gaste mucha menos energía y adapte el metabolismo ecosocial los límites biofísicos de la Tierra, o no tendremos futuro. O cambiamos para transformar el mundo o nos situaremos al borde del abismo. O invertimos en salud pública, en sanidad pública, y en servicios sociales o no tendremos salud ni vida. En tiempos de «condición póstuma», ha escrito la filósofa Marina Garcés, hay que cuidarse, debemos cuidarnos, a cada uno de nosotros y al entorno que nos rodea.
Notas:
(1) Esta entrevista es la versión castellana modificada de la entrevista realizada por Moisés Pérez publicada originalmente en catalán con el título “O invertim en salut pública i serveis socials o no tindrem vida” en el semanario El Temps 19-07-2020. Accesible en: https://www.eltemps.cat/article/10865/joan-benach-o-invertim-en-salut-publica-i-serveis-socials-o-no-tindrem-vida
(2) Joan Benach es profesor, investigador y salubrista (Grup Recerca Desigualtats en Salut, Greds-Emconet, UPF, JHU-UPF Public Policy Center), GinTrans2 (Grupo de Investigación Transdisciplinar sobre Transiciones Socioecológicas (UAM).