Al inicio del año suelen aumentar las cifras del paro. Así que pasaremos por alto las más de cincuenta y siete mil personas que en enero del 2017 se quedaron sin trabajo, para referirnos a la Encuesta de población activa (EPA) correspondiente al cuarto trimestre del pasado año. Aunque el número de desempleados descendió en […]
Al inicio del año suelen aumentar las cifras del paro. Así que pasaremos por alto las más de cincuenta y siete mil personas que en enero del 2017 se quedaron sin trabajo, para referirnos a la Encuesta de población activa (EPA) correspondiente al cuarto trimestre del pasado año. Aunque el número de desempleados descendió en poco más de quinientas mil personas, la cifra de parados sigue estando por encima de los cuatro millones, duplicando la cantidad de hace una década. Pero aparte de cómputos y cálculos, lo cierto es que en los últimos diez años se ha producido una crisis del empleo sin parangón reciente en el estado español, caracterizada por la crónica temporalidad, discontinuidad y precariedad laboral. Siendo así, no resulta insólito imaginar una continuada circulación de personas por las oficinas del paro.
Ante un escenario tal podríamos suponer sin necesidad de mantener demasiada cautela que aquello que se ha venido a llamar la «cola del paro» desbordase las oficinas de empleo para prolongarse por las calles hasta sobrepasar, si me fuese permitida la exageración, una esquina tras otra. Y sin embargo, la «cola del paro» ya no es una hilera de individuos esperando ser atendidos en una oficina de aquello que se sigue conociendo como INEM (actualmente Servicio Público de Empleo Estatal, SEPE): la «cola del paro» ya no existe más que como una imagen mental carente de expresión material, una comunidad imaginada compuesta por aquellas personas desempleadas.
«Si se formase una cola aquí se montaría un pitote cada dos por tres», me decía un amigo que trabaja como empleado de seguridad en una oficina del antiguo INEM. Afirmación ésta que lleva consigo la necesidad de resolver aquello que podría presentarse como una incoherencia inicial: por qué motivo la «cola del paro» ya es cosa del pasado si la tasa de desempleo se ha duplicado en los últimos diez años. Para lo cual mi amigo encontró fácil respuesta: «Desde hace unos años que se atiende con «cita previa», la gente ya no se amontona y nos ahorramos llamar a la policía, que ya no viene sino es por un caso excepcional».
Pero considerando que a veces los términos de una formulación pueden ser reordenados de tal modo que expresen un significado velado, quisiera poner las palabras de mi amigo frente a un espejo invertido. Consiguientemente, este artículo partirá de la premisa por la cual la «cita previa» no supone la causa de la ausencia de policía sino que representa el resultado de su presencia, aunque semejante presencia se produzca en el marco de una ampliación conceptual en sintonía con los planteamientos de Jacques Rancière. Y aunque no sea el propósito de estas líneas anticipar posturas, me siento forzado a añadir que, según la conceptualización propuesta por Rancière, la policía rebasa con creces la función relativa a la seguridad pública, que le resulta propia a su noción ordinaria, para acontecer un sistema de ordenación y legitimación del orden existente.
Jacques Rancière & Félix Guattari
Se infiere de lo dicho que este artículo tiene por propósito ponerle al ambiente de las oficinas del INEM algunas de las palabras con las que Rancière y Guattari pensaron nuestro mundo. Y aun manteniendo la cautela necesaria para llevar a cabo un intento que, por otro lado, no aspira más que a ser plenamente modesto, siento la exigencia de arriesgarme a ofrecer un esbozo interpretativo de ciertos postulados suyos.
Por lo que, a fin de no dibujar un abigarrado mosaico de conceptos dispersos, me centraré principalmente en una idea sin la cual resulta inútil la comprensión de la obra de Jacques Rancière, y esta idea no es otra que aquella que nos lleva a pensar la emancipación como una dislocación de la asignación que los cuerpos reciben a ciertas funciones, sean éstas intelectuales o sensoriales. Y si alguna lección se obtiene de ello ésta es la importancia de reclamar la palabra, a quienes les haya sido negada, para hablar al respecto de lo que no correspondería en aras de un irrenunciable principio de igualdad.
Pero poner a andar ciertas nociones elaboradas por Rancière requiere cuanto menos acotar un tanto más el ámbito sobre el cual se asienta su obra intelectual. Así pues, desde este mismo instante hay que mencionar que su pensamiento se mueve a partir de la dialéctica entre la gestión de lo común, a la que se le dará el nombre de policía, y la irrupción de lo común, que se denominará política. Y por más que la distinción entre ambas nociones pudiera parecer una sutileza terminológica, no podemos dejar escapar la relevancia derivada de que, mientras la primera aparenta ser consecuencia del consenso, la segunda se reconoce como resultado del disenso.
De igual manera, unos planteamientos que si bien no son idénticos a los de Rancière sí tienen al menos el mismo punto de inflexión pueden rastrearse en la obra de Félix Guattari, de quien tomaré las nociones de agenciamiento colectivo de enunciación o procesos de singularización molecular para referirme a la importancia de las prácticas de producción de subjetividad para reproducir las formaciones sociales existentes o, por el contrario, promover sacudidas que por horizonte tengan procesos de transformación social.
Según Guattari, quien escribió buena parte de su obra en colaboración con Gilles Deleuze, los flujos capitalísticos producen una serie de sistemas maquínicos, que no son otra cosa que elementos de significación social operando como procesos micropolíticos, indisociables de la forma en que se dispone la subjetividad colectiva de la sociedad. Aunque muchos de estos aspectos presentan un grado de complejidad que excede las aspiraciones de este artículo y los conocimientos de su autor, sí se debe mencionar que, por más especulativa que pudiera parecer, la idea de que en cualquier proceso de transformación social intervienen formaciones afectivas de de tipo libidinal resulta basal para acercarse a su pensamiento.
La oficina de empleo
Necesario será aclarar que el sentido de lo que estamos buscando corresponde a la práctica administrativa-burocrática a través de la cual los usuarios de las oficinas de empleo son posicionados en el espacio de manera estanca y aislada. En pos de una atención eficiente y personalizada, la dominación aparece como un sistema orgánico de evidencias sensibles que empieza por ordenar sistematizadamente, a través de la «cita previa», la forma por la cual los usuarios son atendidos en la oficina de empleo sin necesidad de congregarse simultáneamente en esa fila india que suponía la «cola del paro». Pero será más sencillo comprender el funcionamiento de una oficina del INEM si atendemos al recorrido que siguen sus usuarios desde el mismo momento en que acceden al local.
Ante la misma entrada, en cuya puerta se sitúa el personal de seguridad, se orienta una mesa de atención inicial donde se verifica la «cita previa» del usuario y su previa inscripción como demandante de empleo. Si el servicio público de empleo ya cuenta con los datos personales, académicos y profesionales del usuario, se le otorga un número en función del tipo de trámite o gestión que vaya a realizar, y se le pide que se dirija a un espacio habilitado para la espera. Sentados en las sillas unipersonales que componen las filas de banquetas, los usuarios esperan a que un monitor los llame en función del número que les ha sido asignado. No está de más decir que suelen pasar más tiempo esperando a ser atendidos que siendo atendidos, y la mayor parte de usuarios ameniza la espera manipulando sus teléfonos móviles. De darse una comunicación verbal, suele ser entre compañeros de una misma empresa que, tras un expediente de regulación, hacen de la acción de acudir grupalmente a la oficina de empleo un último acto simbólico del compañerismo que profesaban. Sea como fuere, los usuarios son atendidos individualmente en las mesas donde se lleva a cabo la información o tramitación de prestaciones de desempleo, programas de búsqueda activa de empleo o de cursos de formación laboral.
Pero por más que a simple vista parezca un procedimiento irrelevante, la introducción de la «cita previa» como dispositivo que regula el acceso y los movimientos de los usuarios en la oficina supone en sí mismo la supresión de la espontaneidad de los cuerpos en el único espacio, la «cola del paro», donde su simultaneidad daba opción a formas improvisadas de densidad humana. Así como en la cadena de montaje la división de las tareas y el control de los tiempos resultan fundamentales para el funcionamiento del proceso productivo, en adelante los usuarios son cuerpos sistemáticamente gestionados por medio de operaciones estandarizadas y ritmos programados que, al socaire del orden, la eficacia y la eficiencia, dificultan la posibilidad de que los individuos puedan compartir, conmocionarse, agitarse y eventualmente sublevarse.
A donde pretendo llegar al decir esto es al punto por el cual se comprende que la «cita previa» atiende a la definición que otorga Jacques Rancière a la policía como una estructuración estratificada del espacio social a través de la repartición de los cuerpos y las funciones que éstos tienen en los lugares. A decir verdad ello no debe sorprender si se tiene en cuenta que, al instaurar el sistema de atención por «cita previa» online, se suprime la «cola del paro» como espacio de informal congregación y espontánea socialización donde los cuerpos desbordaban las funciones a las que eran compelidos.
No pasa desapercibido que la asignación de los cuerpos individuales a una determinada manera de ser, actuar o hablar, que se encuentre en correspondencia con la identidad que socialmente se les atribuye, supone aceptar la existencia de una autoridad autorizada a la ordenación del cuerpo social en función de la naturaleza de cada una de las partes que lo estructuran.
A tenor de lo cual, el cometido de la policía, según la acepción que se recoge en estas líneas, no es otro que el de ordenar los lugares, las funciones, las aptitudes o las percepciones de las personas a fin de excluir cualquier apéndice suelto o descontrolado que pudiera darse, sin ir más lejos, en la «cola del paro». Así vistas las cosas, la noción de policía no respondería tanto al modo en que las instituciones de poder disciplinan los cuerpos mediante procesos de individualización y normalización biopolíticos en el sentido foucaultiano, como sí a la manera en que la distribución jerárquica los cuerpos, a partir de su posición y función, dan sentido y coherencia al conjunto social.
A esta noción de policía se le opone la de política, la cual alude a un suplemento de vida llamado a reconfigurar la estructuración de lo común, el modo en que se posicionan los cuerpos y se asignan las funciones. De modo que, para Rancière, «la actividad política siempre adviene como exceso en relación con la distribución de las partes a repartir entre las partes de la sociedad«1. Pues en el empeño por crear espacios que sean irreductibles a las mediaciones de la dominación se muestra, como un exceso suplementario al orden distribuido, aquella política que permite una redefinición de los límites de lo posible.
A veces los argumentos se comprenden mejor si son presentados desde ángulos distintos; por consiguiente, pese a que la noción de policía ya ha sido referida, será pertinente recurrir a la figura de Guattari para desarrollarla un tanto más, pues sospecho que este autor asume su mismo planteamiento denominándolo de forma distinta al aludir a un capitalismo mundial integrado cuya labor esencial se encuentra en la «modelización de los comportamientos, la sensibilidad, la percepción, la memoria, las relaciones sociales, las relaciones sexuales, los fantasmas imaginarios, etc.»2. Según Guattari, cuya obra combina la filosofía con el psicoanálisis, el capitalismo mundial integrado dispone de procesos de producción maquínica (procedimientos administrativos, tecnológicos o comunicativos) que, al producir determinados sistemas de pensamiento, sensibilidad o deseo subyacentes a la psique, inciden directamente sobre los modos de semiotización humana.
Por incompleta que sea, la conceptualización expuesta en el párrafo superior podría aplicarse a esa forma en la que la administración gestiona los desempleados por medio de unos sistemas maquínicos (y aquí debemos pensar tanto en los equipamientos colectivos que son las oficinas de empleo como en las relaciones interpersonales que en esos espacios se desarrollan) que, si bien moldean la subjetividad humana mediante una serie de elementos identificativos que dirigen las actividades e ideas, no necesariamente son explícitos ni visibles. De ahí que la política ya comienza a surgir desde el mismo momento en que, antes incluso de perturbar el orden o de cuestionar su legitimidad, se empieza por visibilizar lo invisible, pues de su aparición improcedente dependerá que los individuos previamente silenciados puedan designar los problemas y ampliar los contornos de acción.
Ante lo cual, si la impugnación de los roles inmanentes a cualquier orden social resulta el punto de llegada válido para afirmar la aparición de la política en detrimento de la policía, necesitamos situar la atención sobre otra de las nociones de Rancière: el desacuerdo, cuya operatividad se produce en el momento en que un particular o agente parcial asume la capacidad de pronunciarse sobre la totalidad de lo común. Si así fuera el caso, no quedaría más que aceptar que los desempleados como grupo social, pese a representar una identidad circunstancial y accidental, son depositarios de un impulso apto para, no ya únicamente gestionar su desempleo organizadamente, sino incluso rechazar el empleo como mecanismo fundamental a partir del cual garantizar la subsistencia individual y el reconocimiento social.
Se mire como se mire, la noción de desacuerdo no nos debe extrañar si se tiene en cuenta que, según Rancière, la lucha de clases es aquella que, a la postre, se libra entre, por un lado, la forma policial enquistada en la comunidad y, por otro, aquella otra forma política que surge al trazar nuevas formas de agregación humana que por propósito tengan romper el nexo que se establece entre el discurso dominante y la forma en que los cuerpos se encuentran repartidos en el espacio. Aquí es donde entre en juego la noción de la parte de los sin parte, que aludiendo a algo más que a las personas exentas del reparto o excluidas de la parte, hace referencia a la idea de exceso con respecto al recuento dado a las partes de la sociedad, lo cual pasa por detonar la asignación de las palabras, las funciones o los recursos que les son otorgados.
A partir de este aspecto es que nos empezar ya a situar sobre el lugar desde el cual observar la dimensión de aquello a lo que Rancière llama reparto de lo sensible para referirse al modo en que las experiencias sensibles se adscriben a interpretaciones inteligibles; o, dicho de otro modo, a la forma en que lo sensorial y lo intelectual se organizan en una presencia corporal. De manera que se estaría en lo cierto si se asume la necesidad de un nuevo reparto de lo sensible, a partir de la irrupción de lo común y su inquebrantable voluntad por desbordar las funciones delimitadas, como condición de posibilidad para propiciar una subjetividad en cuya potencialidad se encuentre la ruptura del orden social.
Para Guattari, aquello que Rancière denomina como reparto de lo sensible correspondería a un agenciamiento colectivo de enunciación. Y por más que esta expresión pudiera parecer simple terminología pretenciosa, su significado responde a la consideración, por lo demás razonable, de que la subjetividad sería algo así como el resultado de procesos maquínicos extrínsecos al individuo; es decir, de engranajes y dispositivos codificados sobre un soporte social, cuya condensación en forma de subjetividad opera por medio de la introyección de flujos inconscientes.
De manera que no podemos comprender una subjetividad emancipadora sin aproximarnos a aquella otra subjetividad que, por oposición a la primera, podría denominarse como opresora, y no podemos aproximarnos a ésta última sin atender a los procesos que la configuran. Porque si de lo que se trata es de desplazar la subjetividad dominante fuera de los límites que le dan sentido y legitimidad será necesario determinar las coordenadas que posibiliten hallar un agenciamiento colectivo de enunciación: nuevas experiencias de expresión y acción a través de una creatividad derivada de formas inéditas de relacionarse con los otros y de trazar sensibilidades compartidas.
Allí donde se dan nuevos espacios de experiencias susceptibles de reestructurar las sensibilidades compartidas empieza por germinar aquello otro que Rancière viene a denominar como subjetividad emancipadora, o subjetividad singular por decirlo a la manera de Guattari. Vaya por delante que para estos autores la subjetividad responde a la interiorización de las formas en que se comportan e interrelacionan los individuos, por lo que el pensamiento dominante penetra en la manera de sentir y pensar de las personas por medio de los cometidos y las relaciones que adoptan sus cuerpos. Intentar descoyuntar las posiciones esclerotizadas de los cuerpos en la trama social exigiría dirigir los deseos hacia vectores sin escrutar, movilizando energías dispuestas a cortocircuitar los mecanismos de captura del poder.
Pero los detalles de esta subjetividad emancipadora se abordan desde un análisis simplista si no se tiene en consideración que se sitúan dentro de una subjetividad política que no procede de la explicitación de una particularidad intrínseca a un grupo social, ni de la revelación de un ethos idiosincrático que se hallaría velado. Debido a lo cual, será ineludible añadir una nota a pie de página en la que se diga que estas formas de subjetivación no necesariamente van ligadas a una positivización identitaria en base a los derivados que pudieran surgir de la noción de clase (nosotros, los trabajadores; o nosotros, los que no tenemos trabajo). Por el contrario, cualquier subjetividad emancipadora supone la articulación de lo común mediante el entrecruzamiento de formas particulares e irreductibles de sentir que no pueden intercambiarse y son imposibles de reificar a la manera en que trata de hacerlo la noción de identidad.
Ni que decir tiene que, al escapar de una lógica identitaria relativa a una dimensión molar, cualquier subjetividad con potencial emancipador resulta concomitante a aquello que Guattari denomina procesos de singularización molecular que, al discurrir por cauces micropolíticos, difícilmente pueden ser capturados por el poder. Modelando nuevas percepciones y, consiguientemente, comportamientos sociales, estas mutaciones moleculares poco a poco van inscribiéndose en una constelación de prácticas que adquieren fuerza al desprenderse de su correspondencia con aquellas otras significaciones por las que cada individuo forma parte del cómputo de la sumatoria de las partes, cuya totalidad estructura los cuerpos en una determinada forma de ser y de estar.
Habida cuenta del nivel micropolítico en que se sitúa el espacio sociopolítico sobre el que se desarrolla una nueva subjetividad, me encuentro ya en condiciones de afirmar que algunas fragmentaciones moleculares del orden pueden ser rastreadas a partir de las situaciones que muestran las siguientes filmaciones. Pues por más simbólicas que sean estas situaciones, poseen de suyo las resonancias de una apropiación semiótica del espacio a partir de la cual desplegar las capacidades enunciativas que permitan afirmar aquello que no puede quedar reducido al cálculo ni sometido a su lógica.
A la vista de estas imágenes, me siento tentado a citar a Rancière cuando expresa que «en el ámbito de la política todo se decide a partir de cuestiones relacionadas con la distribución del espacio: ¿qué son esos lugares?, ¿cómo funcionan?, ¿por qué están ahí?, ¿quién puede ocuparlos?, ¿quién hace qué?». De modo que, «la acción política siempre se articula [a partir de] una distribución litigiosa de los lugares y de los papeles que se desempeñan. Siempre se trata de saber quién está cualificado para hablar de lo que es ese lugar, de lo que ahí se hace.»
Aunque sea tomada como una licencia retórica o ingenua, para Rancière la palabra es en última instancia ese suplemento que viene a impugnar la distribución del lugar, el tiempo y el modo en que cada cual puede actuar en función de la posición que ocupa dentro del cuerpo social. De esa misma forma en que lo expresa, diremos que «detrás de todo conflicto político, está el conflicto sobre el hecho mismo de saber quién está dotado de la capacidad política de la palabra.»
Aquello que se pretende al mostrar este tipo de acciones es una posible concreción de esta formulación más o menos abstracta por la cual, ante la distribución discriminada de las posiciones, las acciones y las enunciaciones, la política surge como aquella parte no contada del cálculo estructural efectuado por el orden policial. Si damos por buena esta consideración, debemos entonces aceptar que una alteración de los comportamientos permite reordenar el campo de lo posible de tal modo que se ponga en común aquello que apriorísticamente no lo era.
Y aunque fácil sea decirlo y difícil ponerlo en práctica, aquello de lo que dan muestra los videos adjuntos es que, por más difusa que sea, existe una contradicción entre, por un lado, participar como personas privadas de los procesos policiales de normalización estandarizada y codificada relativos al estatuto social del desempleado y, por otro lado, una invitación a intervenir sobre la dimensión pública del espacio (ya sea por medio de una fiesta o de una protesta). Vemos así como la reducción de la distancia que separa a los individuos entre sí es la contraparte necesaria del alejamiento de éstos con respecto a los comportamientos seriados propios de coágulos vitales estancos. O para decirlo más enérgicamente, las prácticas políticas no existen más que a partir del rechazo de los individuos a las esferas de vida compartimentadas y replegadas sobre sí mismas, donde acciones como las de «fichar el paro» son vividas de manera privada, aséptica y apolítica.
Sintetizando lo expuesto diremos que, ante la pretensión de la policía por determinar la función de cada cual en función de la identidad a la que se adscribe, la política -siempre a la manera en que Rancière la entiende- supone el resultado de aquellas prácticas colectivas que no dejan de cuestionarse el reparto de los cuerpos a través de formas de resistencia micropolíticas. Así que bien podría decirse que el paso de la policía a la política procede de un una transgresión de las funciones previamente estipuladas mediante acciones y relaciones que ponen en común aquello que hasta el momento era particular, y al hacerlo instituyen una comunidad donde antes no la había.
A la sazón, esta comunidad es portadora de una ontología política particular que surge de una nueva relación entre las experiencias y las significaciones, y a la que sin mayor hesitación podríamos denominar como pueblo. La sustentación de semejante aserción estriba en considerar que, para Rancière, el pueblo sería algo así como un absceso surgido en la urdimbre social, una inflamación del orden y la estabilidad, aquello que, según el entendimiento del poder, al ser anómalo es malsano y, por tanto, no debiera tener cabida ni lugar. Pero será pertinente insistir una vez más en que la emergencia de este pueblo supondría el efecto político de un nuevo reparto de lo sensible, donde diferentes formas de sentir sean racionalizadas por una subjetividad atravesada por prácticas igualitarias de indiferenciación de las propiedades del cuerpo social.
Notas
1. Rancière, Jacques. (2011). El tiempo de la igualdad. Diálogos sobre política y estética. Barcelona: Herder Ed., p. 104
2. Guattari, Félix; Rolnik, Suely. (2006). Micropolítica. Cartografías del deseo. Madrid: Traficantes de sueños, p. 42.
3. Rancière, Jacques. Op. cit., p. 193.
4. Ibid., p. 103.
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