Hace unos días presencié una intervención de las fuerzas antidisturbios, que relataré a continuación exponiendo sus implicaciones porque, frente a la pasividad de las instituciones públicas, creo que la sociedad civil debe denunciar cada uno de los casos en los que las Unidades de Intervención Policial no se enfrentan a inminentes o graves episodios de […]
Hace unos días presencié una intervención de las fuerzas antidisturbios, que relataré a continuación exponiendo sus implicaciones porque, frente a la pasividad de las instituciones públicas, creo que la sociedad civil debe denunciar cada uno de los casos en los que las Unidades de Intervención Policial no se enfrentan a inminentes o graves episodios de alteración de la seguridad ciudadana, como estipula la ley, sino que, según aparece en numerosas grabaciones, parecen provocar altercados con ciudadanos indefensos que les recriminan enojados su actuación contra personas pacíficas, siendo objeto de amenazas, empujones y golpes por parte de agentes que no portan su identificación reglamentaria, son detenidos por amenazas y atentado a agente de la autoridad y les son impuestas multas que resultan disuasorias para el ejercicio de las libertades políticas recogidas en la Carta Internacional de Derechos Humanos.
A falta de un organismo independiente de investigación para incoar procesos disciplinarios objetivos y eficaces, los juzgados de instrucción competentes deberían iniciar, incluso en ausencia de denuncias expresas, investigaciones exhaustivas sobre el uso injustificado, desmedido e indiscriminado de la fuerza contra toda persona inocente que sea retenida, sometida a intimidación, humillación, golpes o heridas por parte de cualquiera de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado.
La jurisdicción para juzgar e imponer penas no es de estos funcionarios, sino de los jueces -y estos castigos, en concreto, están prohibidos a todos por la ley, que penaliza los actos del funcionario público que, faltando a los deberes de su cargo, cometa o permita que otra persona cometa tortura u otros malos tratos. Ante semejantes actuaciones, un Gobierno democrático responsable debería tomar medidas firmes para que golpear, apalear, dar puñetazos y patadas a un ciudadano indefenso y pacífico, aun cuando fuera sospechoso de un delito, deje de ser una actuación tolerable y, mucho menos, una intervención policial en defensa de nuestros intereses.
El Gobierno debería transmitir a los mandos policiales y al público en general el mensaje claro de que actuaciones de este tipo están absolutamente prohibidas, no serán toleradas y serán objeto de investigación y severas sanciones disciplinarias y penales. De la Secretaría de Estado de Seguridad del Ministerio del Interior es responsabilidad determinar si actuaciones de este tipo son una conducta recurrente debida a un fallo sistémico y, en su caso, adoptar medidas efectivas para erradicarla y prevenir de la manera más firme posible que se repitan hechos semejantes.
España afrontó una singular transición política que no depuró la responsabilidad penal de los cuadros de la dictadura, que permanecieron dentro de las instituciones, sin que nadie les exigiese una explicación de su comportamiento. De esta forma, continuaron en el ejercicio de sus funciones miembros de las fuerzas de seguridad que habían llevado a cabo impunemente actuaciones represivas basadas en la tortura y los malos tratos como forma de proceder diaria. Con ellos se mantuvo la cultura del abuso policial, reproducida hasta nuestros días. Las Unidades de Intervención Policial son herederas de las Compañías de Reserva General y de su forma de obrar, operativas durante la Transición y fundadas en los años 60 para reprimir la contestación social de las huelgas obreras y estudiantiles a las directrices del Régimen fascista del general Franco.
Nuestras autoridades no deberían seguir mirando hacia otro lado ante esta realidad. Las condenas internacionales de la ONU, el Consejo de Europa y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos a España a causa de los malos tratos infligidos por agentes del Estado se suceden, así como los informes que señalan el reiterado incumplimiento de las obligaciones jurídicas internacionales de España, contraídas en diversos tratados internacionales de derechos humanos de los que es parte, en virtud de los cuales se deben tomar diversas medidas legislativas, judiciales y administrativas para prevenir y castigar la tortura y otros malos tratos y violaciones de derechos humanos. Sirva de ejemplo que el Comité para la Prevención de la Tortura del Consejo de Europa abordó recientemente el desalojo de los «indignados» acampados en la Plaza de Cataluña, que se saldó con más de un centenar de heridos.
La falta de disposición tanto de los sucesivos gobiernos como del sistema de investigación judicial propagan el clima de impunidad efectiva de quienes, aprovechando deficiencias estructurales, delinquen contra el bien de la ciudadanía desde diversas esferas de poder. Y todo apunta a que los dirigentes políticos con los que cuenta este país, en ejercicio y en la oposición, sucesivamente o en coalición, antes que renunciar a los privilegios y a las pretensiones ilícitos que mantienen en contra de los intereses de la población, prefieren perseverar en el peligroso camino del deterioro y la deslegitimación de sus instituciones, los abusos policiales, la ineficacia judicial, los altos niveles de corrupción, la precarización del empleo, la degradación económica, la pérdida de independencia en la toma de decisiones, el gobierno de los poderosos en provecho propio, la desigualdad socioeconómica, el deterioro de los servicios públicos y su incapacidad para suministrar servicios básicos; es decir, en un fracaso social, político y económico en vías de revelar su ya maduro estado de oligarquización.
Como instancia que ostenta el monopolio de la representación legítima, este Estado, alcanzado mediante un sistema electoral que consagra un sistema de partidos de cuestionable proporcionalidad y soportado mediante un fuerte clientelismo, está demostrando ser un instrumento de las capas históricamente privilegiadas para mantener sus posiciones de poder frente a los intereses de la ciudadanía, consagrando así la continuidad entre la dictadura y esta fase histórica que la historia reconocerá como Tardo-Franquismo.
Los hechos que describo sucedieron el miércoles, 11 de julio de 2012. A la caída de la noche, salí de mi hotel para cenar en la primera terraza que me agradara. Callejeando a solas, llegué a la plaza Tirso de Molina, en Madrid. Mientras disfrutaba de la cena, una anomalía alteró ligeramente la apacible velada: unos contenedores situados en dos de los alejados extremos de la plaza comenzaron a arder. Al no apreciarse ningún indicio de cómo había sucedido, ni de que hubiese grupos de personas dispuestas a iniciar alboroto alguno, más allá de la curiosidad inicial, la calma continuó siendo la característica de una clásica noche de verano. Al igual que el resto de las personas que siguieron cenando en las terrazas de otros restaurantes, los grupos de amigos que hablaban en torno a los bancos públicos y demás transeúntes y vecinos de la céntrica plaza, me fui desentiendo de la trivialidad de los contenedores, hasta que, a la altura del segundo plato, llegaron los bomberos.
Y llegaron también las fuerzas antidisturbios, que irrumpieron atravesando la plaza a tiros y provocando la estampida apresurada de ciudadanos, extranjeros, niños y mayores que corrieron a refugiarse precipitadamente en el interior de los restaurantes. Por no encontrarnos en el extremo por el que habían entrado a la plaza, la mayoría no pudo ver que el inesperado ataque armado procedía de efectivos de la Unidad de Intervención Policial. Algunos tampoco nos hubiéramos figurado que quienes alteraban con tal violencia nuestro orden público eran funcionarios en servicio de una unidad especializada dependiente del instituto civil armado de nuestro Ministerio del Interior. Para llegar a esa conclusión, habríamos tenido que presenciar un episodio de inseguridad ciudadana, seguido de un aviso verbal por parte de los agentes y, en caso de ser inevitable, el uso de una fuerza mínima antes de pasar progresivamente a medios más contundentes, como escopetas lanzadoras de pelotas de caucho, según dicta la ley.
Pero aparentemente no se habían producido actos de violencia en la plaza Tirso de Molina, hasta que los protagonizaron los propios antidisturbios. Quienes contemplamos unos contenedores ardiendo no podíamos esperar razonablemente que tras un delito tan pedestre se presentaran, entre todos los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, agentes antidisturbios efectuando numerosos disparos, lo que o bien cuestiona la pericia de las autoridades encargadas de asignar unidades de las distintas fuerzas de seguridad, de acuerdo con su misión legal, a cada tipo de delito, o bien manifiesta la voluntad de sembrar el pánico entre los ciudadanos como medida disuasoria.
Es improbable que aparezcan vídeos que muestren la virulenta incursión en la plaza por parte de las fuerzas antidisturbios, imprevisible como un tsunami, el enorme estruendo inicial de su tiroteo ininterrumpido y la magnitud de la estampida, que dejó la plaza, antes tranquila, arrasada. Es sabido que los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley pueden usar la fuerza sólo en la medida que lo requiera el desempeño de sus tareas, pero como en ningún momento vi que los agentes se dedicaran a la búsqueda, captura y custodia de sospechoso alguno, que obviamente habría abandonado el lugar poco después de incendiar los contenedores, sino a la «tarea» de invadir repentina y violentamente una plaza pública y concurrida, no creo que su actuación fuera procedente o legítima.
Dentro del restaurante en el que me refugié, me pareció que nos cobijábamos por igual clientes y viandantes como si, en lugar de un caso aislado, estas actuaciones desmedidas hubieran pasado a ser percibidas por los ciudadanos como un «modus operandi» recurrente frente al que se amparan unos a otros para no acabar siendo víctimas de una violencia que, legalmente, nunca debería ser indiscriminada. Es más, los empleados nos indicaban que nos apartásemos de la puerta, porque si nos veían los agentes era más probable que entrasen. Como si afuera hubiera un monstruo enardecido, capaz de embestir contra cualquier bicho viviente que lo observara visiblemente desde el otro lado de una puerta franqueable, aunque ésta fuera de cristal, como el resto de la fachada. También nos advertían de que no hiciéramos fotos ni grabáramos vídeos con los teléfonos móviles porque, al parecer, no sólo se ha asumido que actividades lícitas de la población puedan ser interrumpidas injustificadamente por agentes de policía, sino que estos pueden suprimir material de comunicación, ejerciendo de hecho la censura -actividad inconstitucional y contraria a la Carta Internacional de Derechos Humanos. Dichas advertencias revelan la reputación de falta de profesionalidad y de incumplimiento de la ley de estos funcionarios encargados de hacer que se cumpla y que en ningún caso deberían estar por encima de la misma.
En las varias ocasiones en las que nos pareció que habían dejado de disparar definitivamente, algunos de nosotros nos asomamos a los portales de los restaurantes, sin atrevernos a salir abiertamente a la plaza, por la única razón de que estaba ocupada por los agentes. Una y otra vez tuvimos que ocultarnos de nuevo, ante las insistentes descargas de sus fusiles.
En uno de los entreactos de la violenta exhibición que nos vimos obligados a soportar, advertí que entre los que debían de sentir una mayor urgencia por salir de semejante escenario se encontraba una turista nórdica con tres niñas, la mayor de las cuales tendría unos 12 años, que lloraban aterradas. Uno de los agentes, sin separarse de su grupo, ataviado con su imponente indumentaria futurista y armamento, se dirigió a las niñas en un par de ocasiones tratando de calmarlas. Las niñas respondieron con más nerviosismo, ya que no podía caberles ninguna duda de que se les estaba dirigiendo uno de los agresores. En esa imagen se contraponen perfectamente la pervertida interpretación de la realidad del agente de policía frente a la cordura de las niñas. Y es alarmante que el agente agresor, lejos de sentir que podían estar llevando a cabo una actividad indebida o delictiva, careciera de criterio propio o formación profesional para entender que el desproporcionado uso de la fuerza al que nos estaban exponiendo arbitrariamente no era adecuado, comprensible ni justificable.
Sobre la protección debida a quienes estábamos siendo víctimas involuntarias de su violencia, debo decir que los agentes no ofrecieron abandonar el recinto ni siquiera a la familia de los dos ancianos que cenaban cerca de mi mesa, ni tampoco a aquella extranjera con sus hijas. En ningún otro momento los vi interesarse por el estado de las personas inocentes que habían quedado atrapadas en los varios locales de la plaza a causa de su innecesario despliegue, ni indicarnos quizás brevemente cómo protegernos de su violencia, ni informarnos sobre el insondable objetivo ni el futuro desarrollo de su asedio.
Esta despreocupación de los agentes de policía por el estado emocional y físico de sus víctimas «colaterales» es aún más grave si se tiene en cuenta nuestra vulnerabilidad, ya que la puerta, la fachada y uno de los laterales del restaurante en el que nos refugiamos del pertinaz tiroteo de los antidisturbios son de cristal. De modo que si en los primeros momentos pensé que podía llevarme el primer palo policial de mi vida, pronto empecé a pensar que podría ser el primer pelotazo por disparo. No me lo llevé yo. Alcanzó a otro hombre al que vi empezar a conmocionarse y desfallecer dentro del restaurante (púdica y discretamente, por cierto) a causa de la herida y la inflamación que le provocó el impacto de la pelota de goma. A nadie se le ocurrió cuestionar en público o en privado la razón por la que había sido herido, unanimidad que sólo se explica por que los continuos casos de actuaciones atrabiliarias de agentes antidisturbios hayan socavado la credibilidad del conjunto de estas fuerzas entre la población.
Con la misma sensatez infantil con la que habían reaccionado cuando la cercanía del peligro era incuestionable, las niñas, a las que su madre había conseguido distraer, al ver un herido empezaron a llorar de nuevo. La preocupación de todos aumentó. Improvisamos una plataforma horizontal y cuidados paliativos para el herido. Empleados del restaurante ofrecieron a la turista que se refugiara con sus hijas en una segunda planta del local. Aceptó, sin duda para ocultarse de la ofensiva aparentemente descontrolada mediante la que nuestras fuerzas antidisturbios entienden que cumplen con su obligación de protegernos de los contenedores quemados. Ante el peligro ya evidente que suponía permanecer dentro de un local acristalado en medio de tan brutal acometida, los empleados anunciaron que iban a cerrar el restaurante y a apagar las luces, protegiendo a las niñas y al herido, a la espera de efectivos del Servicio de Asistencia Municipal de Urgencia y Rescate (S.A.M.U.R.).
Es seguro que nuestra turista nórdica contará de vuelta en su país la situación de peligro que ha vivido junto a sus hijas, la actuación injustificable de las fuerzas de seguridad del cuarto país del mundo en número de turistas extranjeros, pero también la ayuda que ha recibido y la solidaridad entre desconocidos. Hechos tan preocupantes para ella como para mí, porque cuando el desvalimiento de los individuos frente a sus fuerzas de seguridad los lleva a protegerse unos a otros, nos encontramos ante el embrión no sólo de los comportamientos que en regímenes criminalmente represivos se convierten en altruismo heroico, sino de los mismos extravíos.
Mientras los agentes se retiraban en sus furgones, buena parte de los presentes los increparon y recriminaron por la vergonzosa actuación de la que habían sido testigos y víctimas. Esperando ya cualquier despropósito, por unos instantes pensé que podrían recular y continuar el asedio en represalia por la contestación, lo que no ocurrió quizás porque ésta debe de ser la reacción ciudadana que sigue normalmente a intervenciones de este tipo, y que ellos probablemente desprecian si después son felicitados por sus mandos.
Doy por hecho que los agentes antidisturbios venían de la Puerta del Sol, donde esa noche había terminado una manifestación de apoyo a las reivindicaciones de los mineros asturianos y castellano-leoneses, y creo que el objetivo de los agentes antidisturbios no era otro que aterrorizar a la población para impedir que continuara su participación política, algo que no es misión de nuestras fuerzas de seguridad. Si reciben órdenes con ese objetivo, los agentes y sus asociaciones no sólo deben desobedecerlas, sino también denunciarlas; de lo contrario, habrán de aceptar primeramente el rechazo social y después su responsabilidad. Es de prever también que si las fuerzas antidisturbios no se dedican a garantizar los derechos de la ciudadanía, ésta, como sucedió durante la Transición y empieza a ocurrir en otros países de la Unión Europea, acabará por reclamar su disolución.
Si nuestras autoridades no tuvieran interés en la represión, tomarían medidas contra el abuso policial y éstas, a su vez, contribuirían a abolir otra forma de control social, común a cualquier forma de discriminación infundada, basada en el prejuicio, la burla y el desprecio hacia otros miembros de nuestra sociedad como son los «indignados» («perroflautas», cuyas reivindicaciones merecen ser examinadas por una sociedad democrática) o los parados («¡que se jodan!», en boca de la Srta. Fabra, diputada, según parece).
Como «no ha habido jamás un Estado que se haya podido apoyar exclusivamente en medios violentos» (Hannah Arendt), los grandes medios de comunicación, hoy amordazados, deberían contribuir a poner fin a estos abusos, evitando transmitir en esa jerga prevaricadora puesta en circulación por los voceros del poder político que ve la presencia de barricadas donde sólo hay contenedores de basura ardiendo, de (personas) anti-sistema donde sólo hay ciudadanos pacíficos, en este caso cenando y en otros manifestándose y, en el último, informar sobre sus reivindicaciones con profesionalidad.
La mayoría de las instituciones de este país, copadas durante casi cuarenta años principalmente por dos partidos políticos que han mantenido y se han beneficiado de su control político y de las prácticas ilícitas con las que la dictadura las intervino durante los cuarenta años anteriores, están perdiendo vertiginosamente su legitimidad y se acercan a su implosión o derribo. Que estas instituciones puedan regular una sociedad enfrentada a ellas es, hoy por hoy, inviable incluso en Estados liderados por dirigentes ferozmente violentos como Birmania. Su reforma, de una vez por todas en cumplimiento de obligaciones jurídicas internacionales ya contraídas, y la rendición de cuentas, incluido el despido sin restitución en el cargo, de cada uno de los «comisarios políticos» o funcionarios públicos responsables de su degradación (y de quienes colaboren con su consentimiento o aquiescencia) es ineludible.
De vuelta en la habitación de mi hotel y cenado a medias, le pregunto en broma por teléfono a un amigo, que sé bien informado, si he llegado a Madrid, como creía, o estoy en Gaza. La división de tareas entre efectivos armados y del SAMUR-Protección Civil que inesperadamente me han servido en bandeja durante la cena es la que debe imperar en esa forma de grave conflicto socio-político, que puede ser interno a un país, denominado guerra cuando es armado. Pero en los hechos que acabo de relatar fue sólo un grupo armado el que alteró la seguridad ciudadana y al final, cumpliendo con su deber, la restableció (yéndose).
Cuando pienso que estos desmanes han tenido lugar en una céntrica plaza de nuestra capital, a la vista de propios y extranjeros, me preocupa la seguridad de quienes sufren acometidas más violentas en poblaciones apartadas, como las que hemos visto recientemente en las cuencas carboníferas contra las familias de los mineros, mientras estos llevaban a cabo acciones reivindicativas en otro lugar. Pienso también en el miedo y la vulnerabilidad de los niños que no son hijos de turistas nórdicos, sino de mineros asturianos y castellano-leoneses.
El estruendo de uno de los helicópteros que sobrevolaba la noche madrileña hizo imposible continuar la conversación telefónica a 500 metros de la plaza Tirso de Molina. Decidí entonces salir del hotel para combatir con una cerveza el desasosiego y el calor, que sentía que se salían de los límites previstos para Madrid, cuando me sorprendí pensando por primera vez en qué calles serían seguras para adentrarse en la ciudad. El surgimiento de esta conciencia de peligro no se debía a un aumento de la delincuencia al uso, sino al de una fuerza policial en cuya mesura y recto criterio yo ya tampoco puedo confiar por ahora.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.