La Parte I describe el fuerte declive de las poblaciones de insectos en todo el mundo.
La Parte II señala la influencia de los monocultivos
Entre diciembre de 2018 y febrero de 2019, apicultores del sur de Brasil hallaron muertas más de quinientos millones de abejas melíferas. Si hubieran contado también las abejas silvestres, el peaje de muertes habría sido probablemente muchas veces mayor. La causa principal, según mostraron los análisis de laboratorio, fue la exposición a plaguicidas sintéticos/1.
El primer plaguicida sintético producido masivamente, el diclorodifeniltricloroetano, más conocido por la sigla DDT, inició su vida comercial como arma de guerra, una invención mágica que protegía a las tropas estadounidenses en Asia y África de la malaria, el tifus y otras enfermedades. La revista Time, propagandista del belicismo de EE UU, lo calificó de “uno de los grandes descubrimientos científicos de la segunda guerra mundial”/2. Era barato y fácil de producir, y tal como escribió Rachel Carson en Silent Spring, este y otros insecticidas sintéticos eran muchísimo más mortíferos que cualquier producto anterior.
Tienen el inmenso poder de no solo envenenar, sino también de interferir en los procesos más vitales del organismo y alterarlos de forma siniestra y a menudo letal. Así, como veremos, destruyen las enzimas cuya función consiste en proteger el organismo, bloquean los procesos de oxidación que suministran energía al organismo, impiden el funcionamiento normal de diversos órganos y pueden desencadenar en ciertas células el cambio lento e irreversible que conduce a la malignidad/3.
Autorizado para uso civil en 1945, el DDT estuvo vinculado inseparablemente al ascenso de la agricultura de monocultivo a gran escala. Un campesino que plantaba una única especie vegetal creaba un bufé apetitoso para las pocas especies de insectos que se alimentaban de esa planta, al tiempo que denegaba el sustento a sus depredadores. El DDT reforzaba los monocultivos al eliminar los insectos que atraían. Anuncios como este decía a los campesinos y los consumidores que el DDT era un “benefactor de la humanidad”.
Sin embargo, la experiencia demostró pronto que no era un producto inocuo.
Como escribió Carson, “los insecticidas no son venenos selectivos: no liquidan únicamente la especie que queremos eliminar”/4. Morían las aves que comían insectos a los que se había aplicado DDT, al igual que los peces de los ríos próximos a los campos rociados. Los apicultores de la zona perdían cientos de colmenas cuando se aplicaba DDT a alguna huerta cercana. El veneno entró en las cadenas alimentarias: las aves que comían los pequeños animales que se alimentaban de insectos expuestos a DDT ponían huevos de cáscara tan fina que esta se rompía antes de que pudieran madurar las crías. Morían trabajadores del campo envenenados por un plaguicida, y a finales de la década de 1950 ya quedó probado que el DDT y otros plaguicidas muy utilizados eran carcinógenos.
Igual que los climatólogos de hoy, Carson se enfrentó a una infame campaña del sector químico para desacreditarla personalmente a ella y a la ciencia ecológica en general, pero al final ‒tristemente, después de su muerte‒ prohibieron el DDT para la mayoría de usos en Norteamérica y Europa en la década de 1970. Nueve plaguicidas organoclorados, incluido el DDT, fueron prohibidos en todo el mundo mediante un tratado internacional que entró en vigor en 2004.
Sin embargo, las leyes y los tratados van muy a la zaga de la realidad agroquímica. La industria química se gastó fortunas en sustituir el DDT por otros venenos. La producción de plaguicidas y su uso se han extendido enormemente desde los tiempos de Carson, y los productos más utilizados son más letales que lo que ella podría haber imaginado. La guerra química prolongada de la agricultura capitalista contra los insectos ha pasado a ser un importante factor del declive y la extinción de estos, y una inmensa industria agroquímica se ha beneficiado con esta matanza. Como escribió recientemente el ambientalista canadiense Nick Gottlieb, el movimiento medioambiental aprendió la lección equivocada de Silent Spring.
El movimiento se basó en la idea de que el conocimiento público era todo lo que hacía falta, pero no comprendió la parte más radical del análisis de Carson: que la devastación se debía ante todo al deseo de crear mercados para su industria química superproductiva, no a alguna especie de demanda de veneno innata, impulsada por el consumo… Carson nos ofreció una descripción viva y convincente del mundo infértil que estaba creando la industria química. Pero tras ello se escondía una claro análisis del porqué de esta dinámica: el impulso intrínseco a la acumulación dentro del capitalismo y la voluntad de las grandes empresas y los capitalistas de usar todo instrumento disponible, incluido el propio Estado, para crear mercados e incrementar las ganancias/5.
Una de las advertencias más lúcidas de Carson era la de que los agricultores se verían forzados a usar cantidades crecientes de plaguicidas porque los organismos atacados desarrollarían inmunidad: “el control químico se autoperpetúa, pues necesita una repetición frecuente y costosa”/6. Décadas después, la rutina insecticida se mueve con mayor rapidez que nunca, como muestra el entomólogo británico Dave Goulson.
De acuerdo con las estadísticas oficiales, en 1990 los agricultores del Reino Unido trataron 45 millones de hectáreas de tierras de cultivo con plaguicidas. En 2016, la cifra había aumentado a 73 millones de hectáreas. La extensión real de las tierras de cultivo era exactamente la misma, de 4,5 millones de hectáreas. Por tanto, cada parcela se trató en promedio diez veces en 1990, subiendo a 16,4 veces en 20I6, un incremento de casi el 70 % en apenas 26 años/7.
Cuando Carson escribió Silent Spring, la industria de plaguicidas producía suficiente veneno para aplicar media libra a cada acre de tierra de cultivo en el mundo. Hoy produce el triple de esa cantidad. Como dice Nick Gottlieb, la resistencia a los plaguicidas no es un problema para los fabricantes químicos, es un plan de negocio/8.
Este plan de negocio no solo contempla la venta de más exterminadores químicos, sino también el desarrollo y la venta de productos más letales. El declive de la población de insectos en el siglo XXI se ha acelerado no solo a causa de la aplicación de dosis más altas de veneno, sino también debido a la promoción de una nueva generación de supervenenos.
Los agricultores saben desde hace tiempo que se puede preparar un insecticida natural poniendo tabaco en remojo en agua y añadiendo un poco de detergente para que se vuelva pegajoso. Rociada sobre frutas y vegetales, la solución de nicotina es un veneno de contacto que mata los pulgones y otros insectos succionadores. En 1992, Bayer introdujo un producto químico afín ‒neonicotinoide significa nuevo similar a la nicotina‒ y en tres años ya había capturado el 85 % del mercado mundial de insecticidas. En 2016, las ventas de Bayer y media docena de otros fabricantes superaron los 3.000 millones de dólares en un año, con lo que el producto pasó a ser el insecticida más utilizado y rentable del mundo.
Los neonicotinoides (abreviado neonics) ofrecen tres ventajas sustanciales para el agricultor. Son menos dañinos para las personas que los insecticidas anteriores. Son fáciles de usar: la manera más común es el revestimiento de las semillas, de manera que simplemente sembrando estas ya se tiene el cultivo protegido. Y son especialmente eficaces matando insectos: una pequeña dosis puede eliminar 7.000 veces más abejas melíferas que la misma cantidad de DDT/9. Un estudio de 2019 en tierras agrícolas estadounidenses halló que “la carga de toxicidad por insecticidas en tierras agrícolas y zonas circundantes ha aumentado aproximadamente 50 veces a lo largo de las dos últimas décadas”/10.
A diferencia de la nicotina y otros muchos insecticidas, los neonics no se limitan a depositarse sobre las superficies de la planta, sino que se extienden a través de su sistema circulatorio, intoxicando todo, desde las puntas de las raíces hasta las hojas más nuevas. Tan solo alrededor del 5 % del producto químico penetra en la planta que se trata de proteger, y como los neonicotinoides son hidrosolubles, las aguas subterráneas los transportan a otras plantas y a los ríos. Dado que las semillas de los cultivos importantes de más de cien países se venden ya revestidas de insecticida, los campos de todo el mundo, no solo los tratados deliberadamente, están contaminados.
Estudios realizados por el Departamento de Agricultura de EE UU han detectado residuos de neonicotinoides en una amplia gama de productos, incluso en alimentos para bebés/11. En estudios con cientos de personas de trece ciudades chinas, realizadas en 2017, casi todos los individuos tenían el insecticida en la orina/12.
El uso generalizado de neonicotinoides contribuye de modo importante al apocalipsis de insectos, en particular al declive de los polinizadores.
Lo que debería haber sido obvio, pero que no parece haber preocupado a nadie cuando se introdujeron estos nuevos productos químicos, es que cualquier cosa que se extiende a todas las partes de la planta también penetrará en el polen y el néctar. Y por supuesto, cultivos como la colza y el girasol requieren una polinización y son populares entre muchos tipos de abejas, que se autoadministran el insecticida cuando las plantas florecen/13.
No se requieren cantidades letales de neonicotinoides para causar estragos entre los polinizadores. Tan poco como una parte por mil millones en su alimento debilita el sistema inmune de las abejas, altera su capacidad de orientación y reduce la puesta de huevos y la esperanza de vida de las reinas. A resultas de ello, los insecticidas a base de neonicotinoides han estado implicados en unos niveles de mortandad anormalmente elevados en las colmenas comerciales: en EE UU, por ejemplo, durante el invierno de 2020-2021, perecieron el 45 % de las colonias de abejas melíferas gestionadas, la segunda mortandad más grande que se ha registrado jamás/14. Se ha desarrollado todo un subsector dedicado a la cría de abejas obreras y reinas para subsanar estas pérdidas.
Nadie sabe cuántos insectos de todo tipo mueren a causa de la nueva generación de superexterminadores, pero como dice Dave Coulson, “ahora parece probable que una mayoría de todas las especies de insectos del mundo están expuestas crónicamente a productos químicos concebidos específicamente para matar insectos”/15.
Al mismo tiempo, la ingeniería genética ha hecho que las explotaciones agrícolas se vuelvan todavía más hostiles a la vida de los insectos.
Texto original: Climate&capitalism
Traducción: viento sur
(Continuará en la parte IV)
Notas:
/1 Pedro Grigori, “Half a Billion Bees Dead as Brazil Approves Hundreds More Pesticides”, Mongobay, 23/08/2019.
/2 “DDT,” Time, 12/06/1944.
/3 Rachel Carson, Silent Spring (Mariner Books, 2002), 16.
/4 Carson, Silent Spring, 99.
/5 Nick Gottlieb, “The Lesson We Should Have Learned from ‘Silent Spring’”, Canadian Dimension, 3/01/2023.
/6 Carson, Silent Spring, 98.
/7 Dave Goulson, Silent Earth: Averting the Insect Apocalypse (HarperCollins, 2021), 87-88.
/8 Gottlieb, “The Lesson We Should have Learned”.
/9 Goulson, Silent Earth, 90-91.
/10 Michael DiBartolomeis y cols., “An Assessment of Acute Insecticide Toxicity Loading (AITL) of Chemical Pesticides Used on Agricultural Land in the United States”, PLOS ONE, 6 de agosto de 2019. AITL es una medida que combina toxicidad, cantidad total aplicada y persistencia del veneno en el tiempo.
/11 Hillary A. Craddock y cols., “Trends in Neonicotinoid Pesticide Residues in Food and Water in the United States, 1999-2015”, Environmental Health 18, n.º 1 (11 de enero de 2019).
/12 Tao Zhang y cols., “A Nationwide Survey of Urinary Concentrations of Neonicotinoid Insecticides in China”, Environment International 132 (noviembre de 2019).
/13 Goulson, Silent Earth.
/14 “United States Honey Bee Colony Losses 2020-2021”, Bee Informed Partnership, 23de julio de 2021.
/15 Goulson, Silent Earth, 109.
Fuente: https://vientosur.info/apocalipsis-de-insectos-en-el-antropoceno-parte-iii/