Recomiendo:
0

Apuntes para una nota hipotecaria

Fuentes: Rebelión

Cuando expongo la hipótesis (sólo la sospecha) de que el Real-Decreto Ley que entró en vigor el 10 de noviembre de 2018 podría ser una operación de propaganda política que supondría, de ser cierta la hipótesis, un grado impresentable de manipulación (o presentable, si se entiende que los medios no importan y, por tanto, se […]

Cuando expongo la hipótesis (sólo la sospecha) de que el Real-Decreto Ley que entró en vigor el 10 de noviembre de 2018 podría ser una operación de propaganda política que supondría, de ser cierta la hipótesis, un grado impresentable de manipulación (o presentable, si se entiende que los medios no importan y, por tanto, se puede actuar igual que lo haría, pongamos por caso, la nueva derecha extremista), me topo en ocasiones con la lógica schmittiana del amigo-enemigo, o, en términos bíblicos, la lógica de ver la paja en el ojo ajeno sin ver la viga en el propio, y me dicen que tal hipótesis es, sin mayores consideraciones, absurda.

Pero a pesar de ser acusado de decir cosas absurdas a favor del «enemigo», especialmente por conectar el Decreto Ley con una operación de propaganda y desprestigio contra el poder judicial para hacerle lo más difícil posible actuar contra el secesionismo o, en general, cumplir su función de control del ejecutivo actual, quiero mantener mi hipótesis o sospecha, como hipótesis de trabajo a validar o refutar. Tengo la impresión que el Decreto Ley de 9 de noviembre de 2018, más que una acción normativa a favor de los ciudadanos en general, es un acto y un documento de burda manipulación política que pretende tomar el pelo a la gente, por mucho que impongan una carga a los bancos y ponga en aprietos a los partidos conservadores.

Revisemos los hechos, tal y como están en mi cabeza a la hora de escribir estas líneas, esto es, en la cabeza de alguien sin conocimientos especializados en materia tributaria y sin la información que, sin lugar a dudas, tienen las personas que actúan en las altas esferas.

Hasta las tres sentencias de la Sección 3ª de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo que cita la exposición de motivos del Decreto-Ley, el sujeto pasivo del impuesto por actos jurídicos documentados en relación con las hipotecas (el que se debe pagar en relación con una escritura pública notarial registrable; no confundir este impuesto con el de transmisiones patrimoniales ni con los honorarios que cobran notarios y registradores) era el prestatario, es decir, el comprador hipotecado. Pero esto no estaba establecido así en la ley reguladora del impuesto, ambigua en este punto, sino en un reglamento de 1995 -dictado estando todavía en el gobierno el PSOE con los apoyos de los nacionalistas vascos y catalanes-. Por consiguiente, cualquier gobierno (sin necesidad de intervención del poder legislativo), incluido el gobierno Zapatero o el propio gobierno actual, podría haber modificado el reglamento desde su aprobación y haber convertido en sujeto pasivo del impuesto a la banca antes de noviembre de este año. Por las razones que sea que, claro está, desconozco, no lo hicieron. Entonces, los días 16, 22 y 23 de octubre de 2018, tres sentencias de la Sección 3ª de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo anularon el artículo del reglamento de 1995 que decía que el impuesto sobre actos jurídicos documentados corría a cargo del hipotecado y determinaron que el sujeto pasivo de este específico impuesto debía ser el prestamista, o sea, la banca. Dicho sea de paso: los partes en conflicto de los pleitos que dirimían esas sentencias no eran clientes ordinarios y bancos, lo cual es lógico tratándose de impuestos, sino, por un lado, una entidad contribuyente -una empresa municipal de vivienda pública de Rivas-Vaciamadrid, me parece- y, por otro lado, la administración pública perceptora del impuesto -en concreto, la Comunidad de Madrid-. También participaba en el pleito la Administración General del Estado, defendida por la abogacía del estado (el abogado del estado defendió la validez del reglamento en cuanto a la fijación del sujeto pasivo, esto es, defendió que quien debía pagar el impuesto era el hipotecado, y esta defensa tuvo lugar cuando ya estaba constituido el gobierno actual).

Como he dicho, tres sentencias del denostado Tribunal Supremo convertían a la banca en pagador del impuesto anulando el reglamento gubernamental y «psoísta» de 1995. Se abría así la posibilidad de que, de consolidarse el criterio adoptado por esas sentencias, las administraciones públicas hubieran cobrado indebidamente el impuesto al hipotecado durante décadas y debieran -quizás: habría que estudiarlo- devolver el importe de lo indebidamente cobrado a los hipotecados, con la potestad, me imagino, de reclamarlo después a la banca (aunque no lo puedo asegurar, la verdad). Mal asunto, de miles de millones, para la banca y para las administraciones públicas (en especial, para las comunidades autónomas). La bolsa baja, la banca se enoja y los gobiernos central y autonómicos tiemblan. Parece que ante semejante perspectiva, el presidente de la Sala de lo Contencioso-Administrativo, que, si no me equivoco, no es juez de carrera, sino catedrático de universidad designado magistrado, se pone nervioso y, por lo visto con gran torpeza por su parte, convoca a destiempo un pleno jurisdiccional con todos los magistrados de la Sala, para intentar reconducir la situación. Por los pelos se impone el criterio del reglamento gubernamental, el contrario a las tres sentencias antes mencionadas, una decisión favorable a la banca y, no lo olvidemos, a las administraciones públicas por mantener la vigencia del reglamento de 1995, con lo que se restablece al hipotecado en su secular condición de sujeto pasivo del impuesto por actos jurídicos documentados en el caso de las escrituras notariales de crédito hipotecario. La bolsa sube y los bancos (y las administraciones públicas) están contentos.

Llegados a este punto, el gobierno y sus aliados políticos-es sólo una hipótesis por confirmar o desmentir- ven en el asunto una oportunidad de oro para meterse con el Tribunal Supremo in toto, sin matices, y hacer propaganda política (¿demagógica?). Una pregunta decisiva aquí a hacer es la siguiente: ¿por qué el gobierno actual eligió precisamente ese punto para dictar su Decreto-Ley y acabar con una situación tildada ahora de injusta y que llevaba así nada menos que desde 1995? Por otra parte, si el gobierno buscaba honestamente hacer cargar a la banca con el impuesto sin meterse con los jueces ni hacer propaganda política espuria: 1.-¿Por qué no modificó antes el reglamento de 1995, cosa que podría hacer por sí solo? (hubiera habido probablemente recursos contencioso-administrativos interpuestos por la banca, pero, en cualquier caso, eso no hubiera desmerecido en nada el sentido político-social de la decisión; además, los jueces y magistrados favorables a hacer cargar el impuesto sobre la banca hubieran contado con el inestimable apoyo de un reglamento gubernamental); 2.-Y si el objetivo ha sido blindar legalmente la decisión del gobierno de hacer cargar el impuesto sobre la banca, ¿por qué no presentó el gobierno un proyecto de ley o su grupo parlamentario u otro afín una proposición de ley? Ciertamente, un proyecto o una proposición de ley implican seguir un procedimiento largo, con debates y participación de comisiones, y mucho menos impactante desde el punto de vista de la publicidad política, pero en eso consiste la democracia parlamentaria, ¿no?

Respecto a la utilización del Decreto-Ley, para cuya justificación invoca en su texto el gobierno, sobre todo, la estabilidad y buen funcionamiento del mercado inmobiliario -lo que no puede llamarse precisamente un argumento muy revolucionario y anticapitalista-, son varias las cosas que cabe tener en cuenta. En primer lugar, el Decreto-Ley entra inmediatamente en vigor, pero no adquiere permanencia hasta que no es convalidado por el Congreso de los Diputados, en un plazo de treinta días: ¿Qué ocurrirá entonces si el decreto-ley no resulta finalmente convalidado -lo que, aunque difícil, no es impensable que pase-? Durante treinta días, más o menos, unos no habrán pagado el impuesto y luego los que vengan después sí. ¿Qué dirá entonces el gobierno? ¿Se limitará a decir que la culpa es de los «malos»? En segundo lugar, ¿de verdad que el asunto de cambiar el sujeto pasivo del impuesto sobre actos jurídicos documentados en materia hipotecaria era tan urgente que no era posible esperar unos meses para intentar aprobar una ley en lugar de recurrir al Decreto-Ley? ¿Quienes se embarcan en la penosa aventura de devolver un préstamo hipotecario, aventura que puede durar décadas, van a notar realmente mucho el pago de este impuesto -insisto: no confundirlo con el de transmisiones patrimoniales ni con lo que se paga a notarios y registradores-? De acuerdo, es un agravio comparativo que estas personas tengan que pagar el impuesto durante unos meses, mientras que, caso de aprobarse un proyecto de ley, dejen de hacerlo los hipotecados de, digamos, mediados de 2019 y es inmoral que la banca se aproveche de ello durante esos meses. Pero ¡diablos! ¿no ha estado en manos de los gobiernos cambiar esta situación durante más de dos décadas, también en manos de los gobiernos del PSOE, incluido el de Zapatero, figura reivindicada por el actual gobierno? Y ahora, a tres meses vista del inicio del juicio oral por los sucesos de octubre de 2017 y en plena negociación de los presupuestos generales, me he de creer que el gobierno acude justicieramente a enmendar los entuertos, tropelías y contradicciones internas de una Sala del Tribunal Supremo presentando a éste como si hubiera sido el inventor del impuesto por actos jurídicos documentados de marras en connivencia con la banca. Me parece muy bien que la banca cargue con el impuesto, pero no me da la gana que me traten como imbécil.

En fin, me asusta y me deprime que la mayoría de los dirigentes políticos y los medios de comunicación, así como muchos intelectuales, consideren instrumentalmente a las personas como pura «masa de maniobra» electoral y embestidora en sus estrategias por hacerse con el poder, incrementarlo o conservarlo. Es como si hubieran olvidado que el poder es necesario, pero peligroso y perverso y, por ello, debe ser sometido a límites, aunque, imaginemos, sea el del pueblo. Y el mejor invento ideado hasta día de hoy para evitar que se desmadre ha sido el estado de derecho, en el cual los jueces y las garantías institucionales para su independencia, con todas sus imperfecciones y debilidades, juegan un papel fundamental. 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.