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Construyendo la URSS, 1915-1935

Arquitectura para la revolución

Fuentes: Rebelión

La torre Shábolovka transmitía al mundo el mensaje de la revolución. Es una torre magnífica, construida con hiperboloides de celosía, que recuerda el diseño de la torre que hizo Tatlin para el monumento a la Internacional Comunista. La torre Shábolovka fue diseñada por Vladímir Shújov, en 1922, y la falta de acero impidió que llegase […]

La torre Shábolovka transmitía al mundo el mensaje de la revolución. Es una torre magnífica, construida con hiperboloides de celosía, que recuerda el diseño de la torre que hizo Tatlin para el monumento a la Internacional Comunista. La torre Shábolovka fue diseñada por Vladímir Shújov, en 1922, y la falta de acero impidió que llegase a una altura de trescientos cincuenta metros como estaba previsto: alcanzó sólo los ciento cincuenta, pero se convirtió en un símbolo de la Revolución de Octubre, del Estado revolucionario que acometía planes de industrialización y rompía con el pasado imperial y burgués de una Rusia zarista que había esclavizado a sus hijos. Es una de las muchas obras que se construyeron desde los primeros años de la revolución, utilizando un nuevo lenguaje.

Sin embargo, la mayoría esas construcciones ha sufrido un deliberado olvido, que empezó ya en los años del realismo socialista y del triunfo del historicismo arquitectónico con Stalin, y de la dejadez posterior a la contrarrevolución de Yeltsin. El trabajo sistemático de documentación y fotografía de Richard Pare ha permitido conocer su estado actual, aunque muchas otras construcciones se han perdido para siempre.

El fotógrafo británico Richard Pare, documentó desde 1993 (el año del golpe de Estado de Yeltsin) el estado actual y el proceso de degradación de la arquitectura soviética que se había construido desde los primeros años de la revolución hasta 1935, cuyas fotografías se expusieron en Nueva York en 2007 y que podrán verse durante todo el año 2011, primero en Barcelona y después en Madrid y Londres, acompañadas de fotografías de la época cedidas por el Museo Estatal de Arquitectura Schúsev, de Moscú, en una muestra (Construir la revolución) acompañada de algunas obras de pintores de la vanguardia soviética.

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El triunfo de la revolución bolchevique y las expectativas abiertas por ella suscitan el entusiasmo de jóvenes arquitectos como Moiséi Guínzburg, los hermanos Leonid y Alexandr Vesnín, Konstantín Mélnikov e Iliá Gólosov, que tienen en ese momento poco más de treinta años, o ni siquiera los han cumplido, como Mélnikov e Igor Fomín, que es un niño de catorce años en 1917, y también exalta el ánimo de otros arquitectos más maduros, como Alexéi Schúsev e Iván Zholtovski. Todo está en revisión, aunque el fermento vanguardista anterior al triunfo de la revolución es un semillero de ideas para la construcción de la nueva Rusia, una tarea gigantesca que, sin embargo, no arredra a ningún bolchevique ni a los arquitectos y artistas que se incorporan a la definición del socialismo. Así, la Unión de Arquitectos Contemporáneos, OSA, parte de planteamientos constructivistas que buscan, de la mano de Alexandr Vesnín y Moiséi Guínzburg, construir los nuevos edificios que doten de sentido al colectivismo comunista, desde los centros proletarios hasta las casas-comuna, siguiendo la tradición asociativa que tan arraigada estaba en el movimiento obrero europeo. Miran a su país, pero también al resto de Europa, en medio de la escasez y la penuria. Por eso, como hizo la OSA, los arquitectos están muy interesados en la búsqueda de nuevos materiales (pese a las dificultades que padece un país que acaba de salir de la I Guerra Mundial y de la guerra civil contra los ejércitos blancos, zaristas, y contra la intervención de veinte potencias capitalistas) y en los proyectos que realizan otros arquitectos modernos en la Europa capitalista, pero saben que tendrán que trabajar en condiciones difíciles. En la arquitectura europea, el Movimiento Moderno postulaba formas geométricas puras, cubiertas planas, ausencia de ornamentación, edificios sustentados por pilares o pilotis, ventanas horizontales. La revolución es el futuro y ese lenguaje gusta a muchos.

Rusia se agita, se reinventa, incluso en medio de la guerra civil contra los blancos. Ya en 1918, se funda el IZO, o sección de artes plásticas del Narkomprós, el comisariado del pueblo para la educación, que organiza las actividades artísticas en toda Rusia y crea escuelas de arquitectura. Ese mismo año se crea el SVOMAS, los Talleres libres del Estado, con una concepción revolucionaria de la enseñanza artística donde los alumnos podían elegir el contenido de la instrucción y el profesorado, y en 1920 se crea el VJUTEMAS, Talleres superiores artístico-técnicos del Estado, que agrupará a una parte de la vanguardia artística hasta la clausura de los talleres en 1930. La vieja MAO, el colegio de arquitectos moscovita de la Rusia zarista, adquiere un nuevo papel sobre todo en los años veinte, y, en 1920 se crea el INJUK, Instituto de cultura artística, de Kandinski, que alberga las discusiones más relevantes de los vanguardistas revolucionarios. También aparece la ASNOVA, Asociación de Nuevos Arquitectos, creada por Nikolái Ladovski, Vladimir Krinski y Nikolái Dokucháyev en 1923, que defiende una arquitectura racionalista, y, al igual que la OSA, fundada por Akexandr y Víktor Vesnín y Moiséi Guínzburg en 1925, incorporan a muchos arquitectos revolucionarios, con especial insistencia en el funcionalismo de las nuevas construcciones, con el objetivo de la edificación del socialismo soviético. Las duras discusiones entre tendencias diversas acompañan al sueño de construir el socialismo: la VOPRA, Sociedad de arquitectos proletarios de Rusia, por ejemplo, creada en 1929 y que apenas existirá durante tres años, combate las propuestas de la ASNOVA y de la OSA, creyendo ver en los planteamientos de la vanguardia el eco de la vieja burguesía rusa.

La abstracción, el empeño por conseguir una síntesis artística que englobe a pintura y escultura con la arquitectura, como había propuesto, entre otros, Kandinski, se une a la búsqueda de un nuevo lenguaje, a la definición social de la arquitectura, a la captura de un nuevo espacio que iba a estar al servicio de los trabajadores y campesinos. No en vano, los planteamientos constructivistas eran abiertamente militantes, bolcheviques, e iban de la mano de las propuestas comunistas del gobierno de Lenin. Las ideas suprematistas y constructivistas de Tatlin, Kliun, Klucis, Popova, El Lisitski, Ródchenko, Varvara Stepánova, los arquitectones de Malévich, se agitan, pelean, discuten en un magma social que estaba imaginando el futuro, no sólo de la URSS, sino del mundo, utilizando un nuevo vocabulario arquitectónico, una nueva mirada hacia la estructura, el intercambio de ideas y propuestas con otros países, que se expresan en la torre de Tatlin, por ejemplo, o en el singular crematorio (un dibujo sobre papel, de 1930) de Iván Kliun, o en el monumento de Solomón Nikritin, que tiene un obrero en la base y un violín coronando la obra, y en tantas otras propuestas que ni siquiera se llegaron a construir, aunque ese vigor artístico no se dispersa, ni se pierde: pone el énfasis en la construcción de una sociedad nueva. No por casualidad, el Lisitski publica en 1930 un informe de título contundente y revelador: Rusia: una arquitectura para la revolución mundial. Nada menos.

El programa bolchevique incluye una rápida industrialización, con la edificación de miles de fábricas, centrales eléctricas, casas-comuna, para sacar al país del atraso económico y de la miseria; afronta la creación de infraestructuras modernas en el país más extenso del mundo, y la cuestión de la vivienda obrera, donde se impulsarán criterios de vida vecinal comunitaria, con el diseño de barrios obreros y la creación de nuevas ciudades socialistas. Arquitectos, pintores, teóricos y pensadores, artistas de diversas disciplinas se unen a la causa. Arquitectos de otros países se incorporan también a la gran epopeya de la construcción de ciudades socialistas, como Le Corbusier y Erich Mendelsohn, y como el director de la Bauhaus, el suizo Hannes Meyer, quien, a partir de 1930, diseña nuevas ciudades en Siberia, entre ellas Birobidzhán, la capital de la nueva región autónoma judía (de dimensiones algo mayores que Cataluña) que la revolución había creado cerca de Jabarovsk y no lejos de Vladivostok.

Los arquitectos, los artistas, trabajan con un nuevo objetivo: saben que la revolución bolchevique ha iniciado una nueva era en la historia de la humanidad, en la que todavía nos encontramos, pese a tantas catástrofes, errores y crímenes. Si en los siglos anteriores las grandes construcciones eran el palacio nobiliario y la gran iglesia, la catedral que muestra el poder del clero, ahora el protagonismo será para las fábricas donde la clase obrera trabaja y cambia el mundo, para los edificios donde viven los trabajadores, para las nuevas infraestructuras y el nuevo transporte, que lleva a crear garages modernos como los de Mélnikov. La burguesía nunca se había preocupado por las casas obreras: se habían formado en barrios de aluvión, con materiales pobres, de desecho, y habían recorrido un largo camino hacia la dignidad, hacia una existencia doméstica precaria, difícil, que la revolución, y sus arquitectos, quieren también cambiar. Para ello, tenían que ser eficaces, y, utilizando un lenguaje nuevo, el de la arquitectura moderna, luchaban contra la escasez, porque en la Rusia posrevolucionaria faltaba de todo: tras la derrota del ejército blanco y de los cuerpos de ejércitos de veinte países capitalistas, en la Unión Soviética apenas existían materiales, y en muchas regiones la destrucción alcanzaba cotas dramáticas, pero el entusiasmo colectivo vence a las dificultades, el optimismo histórico, la convicción de estar construyendo el futuro, impulsa la recuperación económica y la construcción del socialismo, no sin titubeos, problemas, decepciones.

El I Plan Quinquenal llega en 1928, con objetivos concretos en todas las áreas del país, y, dos años después, el alemán Ernst May desempeña un destacado papel en el nuevo urbanismo soviético, como en Magnitogorsk (donde se construyó al mismo tiempo la ciudad y el combinado metalúrgico, que durante décadas sería la mayor siderurgia del mundo hasta el punto de que fabricó buena parte de los tanques soviéticos durante la II Guerra Mundial), y en Moscú, aunque, finalmente, el proyecto aprobado por el gobierno para la capital soviética fue el de Vladimir Semionov. También el arquitecto alemán-norteamericano Albert Kahn planificó, por encargo del gobierno revolucionario en 1928, más de quinientas fábricas en apenas tres años.

Como recuerda Christina Lodder con palabras de Guínzburg, las ideas constructivistas componían buena parte de la nueva arquitectura: «El constructivismo, como faceta de una estética moderna […] es incuestionablemente uno de los aspectos característicos del nuevo estilo, que asume ávidamente la modernidad». Moiséi Guínzburg fue el inspirador del movimiento constructivista en la arquitectura, y desarrolló sus propuestas en Estilo y época, publicado en 1924, en diálogo con las ideas de Le Corbusier, hecho que no es una excepción, puesto que, pese al bloqueo capitalista impuesto y al cinturón sanitario con que las principales potencias rodearon a la URSS, la relación de la arquitectura soviética con la europea occidental y la norteamericana fueron una constante durante todo el período de entreguerras, a través del interés occidental por la experiencia revolucionaria y de la atención soviética hacia las corrientes innovadoras y modernas que se desarrollaban en los países capitalistas, como la Bauhaus, o como las propuestas de Le Corbusier, Perret (quien, pese a su academicismo, utilizaba el hormigón) y Lurçat, defensor de las «viviendas sociales», quien construirá en el municipio comunista de Villejuif, junto a París, un interesante centro escolar, además de trabajar con el gobierno soviético durante los años treinta.

Los arquitectos soviéticos se interesan también por Mendelsohn, por los proyectos presentados para el concurso del Chicago Tribune, en 1922 (que ganaron Howells y Hood con un edificio neogótico, y donde se presentaron desde la «columna» de Loos hasta las propuestas de Gropius, Saarinen y Taut), por los esquemas de reformas urbanas desarrollados en Francia, Holanda y Alemania. Al mismo tiempo, las nuevas ideas soviéticas se difunden en Europa y Estados Unidos (y llegan incluso a Japón), de la mano de la torre de Tatlin, de los ejemplos de edificios soviéticos en construcción que se publicaban en revistas europeas y norteamericanas, y en citas como la Exposition internationale des Arts décoratifs et industriels modernes de París, en 1925, donde las propuestas modernas de Mélnikov, con el pabellón soviético (que trae a la memoria dibujos como el de Boris Korolév, Construcción, de 1921), el club obrero de Ródchenko y las ideas de Le Corbusier, se enfrentan con la tendencia mayoritaria entonces del art déco. Además, los viajes a la URSS del propio Le Corbusier, que constata el entusiasmo por la construcción del socialismo, y de Mendelsohn, que viaja con frecuencia a Leningrado para supervisar las obras de la factoría Bandera Roja, contribuirán a la popularización de la arquitectura soviética en los medios profesionales. Además, las citas y congresos organizados por el CIAM, Congrès International d’Architecture Moderne, también se interesarán por la arquitectura constructivista y revolucionaria de esos años. Junto a ello, revistas como La URSS en construcción (dirigida por Mijail Koltsov y en la que participaban desde Ródchenko hasta El Lisitski, y fotógrafos como Iácop Jalip, probablemente el mejor reportero gráfico soviético) difundían en el mundo la arquitectura soviética, incluyendo viviendas, infraestructuras, combinados industriales y nuevos edificios públicos inspirados en la vanguardia artística, influjo que, sin embargo, se abandonará a partir de mediados de los años treinta en favor de las nuevas orientaciones políticas y artísticas que representa el realismo socialista.

En esos primeros años bolcheviques, no faltan tampoco las críticas a la arquitectura de la revolución: Mendelsohn constata la precariedad de la tecnología soviética, y Alfred H. Barr critica la pobreza de los materiales, tal vez sin reparar ambos en el atraso tecnológico heredado con que la revolución tiene que construir el socialismo. Pero su crítica es cierta: Le Corbusier, por ejemplo, tiene que renunciar al sistema de calefacción que había pensado para la sede de la Tsentropsoyuz. Además, tenían escasez de materiales como el acero, y eso explica la morfología de muchas obras, aunque otros arquitectos, como Nikolái Ladovski (y, en general, todo el racionalismo de la ASNOVA), creían que, para construir, materiales y tecnología eran cuestiones relevantes, pero menores. La limitada existencia de materiales no impidió, de todas formas, la creación de magníficas obras, como los quioscos y las tribunas que diseñó Klucis, con ocasión del Cuarto Congreso de la Internacional Comunista en 1922, utilizando apenas madera, cables, tejidos industriales. Sin olvidar que la magnífica casa de Konstantín Mélnikov en el centro de Moscú, construida entre 1927 y 1931, está levantada con ladrillos y madera, y se compone de dos cilindros adosados, de once y ocho metros de altura. También Trostki recuerda, en «Arte revolucionario y arte socialista», que los edificios de la Exposición Agrícola de Moscú, de 1923, se construyeron en madera por la escasez de materiales, y da la razón a Tatlin en su rechazo a la ornamentación caprichosa, a los «estilos nacionales», hijastros del historicismo más caduco, pero critica también su proyecto para la torre de la Internacional Comunista cuyas vigas le parecen un «andamio olvidado». No estuvo muy afortunado en esa ocasión el dirigente bolchevique.

Tras el final de la guerra civil, uno de los objetivos prioritarios del gobierno fue la construcción de viviendas para los obreros, inscritas en una planificación que incluía cocinas industriales, centros de cultura, bibliotecas, escuelas e instalaciones deportivas, para terminar con el hacinamiento de los trabajadores que era habitual antes de la revolución. Se levantaron muchos edificios destinados a viviendas, desde cooperativas de profesiones diversas, comunas de estudiantes, colonias obreras y complejos de viviendas para la población, como el diseñado por Alexandr Nikolski, Alexandr Gueguello y Grigori Simonov para la Traktornaya ulitsa, destinada a los obreros del barrio leningradense de Nárvskaya Zastava. De igual forma, se construyó el complejo Chekistov, por ejemplo, levantado por Iván Antónov, Veniamin Sokolov y Arseni Tumbasov a partir de 1929 en Ekaterimburg, para los funcionarios de los servicios de seguridad (después, KGB), que recuerda el Dibujo para un contrarrelieve de esquina, hecho por Tatlin con carboncillo hacia 1915, y que tiene planta semicircular, con diez pisos de altura, esquema que recuerda el perfil de una hoz, claro elemento simbólico de la revolución bolchevique. Cuenta con apartamentos, cantina, guardería, peluquerías, tiendas, y sigue utilizándose en nuestros días. Un magnífico ejemplo de la respuesta de los arquitectos de la revolución a las necesidades sociales es la casa-comuna Narkomfin, levantada por Moiséi Guínzburg e Ignati Milinis en Moscú, donde se contemplan las necesidades de espacio para grupos familiares diversos, y donde se crearon servicios comunales como comedor, lavandería, guardería e incluso un jardín en el terrado, todo ello en un edificio de amplios corredores que juega con la luz y deja que penetre la vida del exterior en la planta baja y en toda la fachada. La casa-comuna Narkomfin será una referencia ineludible para Le Corbusier cuando construya una de las obras de referencia de la arquitectura del siglo XX, la unité d’habitation de Marsella. El mismo Le Corbusier, junto con Jeanneret y Nikolái Kolli, diseñará el edificio de la Tsentrosoyuz, la Unión de Cooperativas de Consumo, en Moscú, aunque finalmente el complejo será ocupado por el Narkomlegprom, el Comisariado para la Industria ligera. Cuenta con tres bloques unidos que aprovechan la luz natural con una planta baja abierta y unas rampas internas de comunicación que facilitaban el movimiento de los miles de trabajadores del complejo.

Desde el primer momento, Lenin plantea que la liberación de las mujeres debe ser un objetivo revolucionario. Así, la revolución otorga un nuevo papel a las trabajadoras, a las ciudadanas, y el esfuerzo bolchevique por liberar a la mujer de las tareas domésticas y hacer posible que trabaje en fábricas y empresas, lleva a construir cocinas industriales, fábricas de pan, y centros para la atención de los niños. En Leningrado, por ejemplo, se construye la cocina industrial Nárvskaya, también con rasgos vanguardistas y donde la funcionalidad era el criterio principal, que servía alimentos a los habitantes de la ciudad, y muchas casas-comuna serán dotadas también de cocinas para devolver el tiempo vital a las mujeres. La fábrica de pan de Moscú, diseñada por Gueorgui Marsakov en 1931, trabajaba las veinticuatro horas del día. Siguió funcionando hasta 2007.

Otros proyectos relevantes fueron la Comuna de estudiantes del Instituto Textil, levantada en Moscú por Iván Nikoláiev, a partir de 1929; la Comuna de viviendas hecha por Moiséi Guínzburg en Ekaterimburg, y otra más en Rostokino, en Moscú; la Casa-comuna Lensoviet, en Leningrado, pensada por Evguéni Levinson e Igor Fomín en 1934, destinada a funcionarios de la administración y del ejército; y el famoso complejo residencial VTSIK, Comité Ejecutivo Panruso, que se levantó en la orilla del río Moscova y muy cerca del Kremlin, grupo habitacional que dispone de un original teatro, con techumbre retráctil que permitía representaciones en un escenario abierto al exterior. Sin olvidar la casa de Konstantín Mélnikov, en Moscú, edificada a partir de 1927, gracias a la cesión de un solar para que viviese allí el arquitecto, y que está compuesta por dos cilindros unidos y unas originales ventanas hexagonales que inundaban de luz el interior, austero pero alegre, dividido en tres espacios, uno de los cuales tiene doble altura. Vesnín hizo también casas-comuna en Volgogrado y Kuznetsk, y el centro comercial Mostorg. El edificio del Gosprom, de Samuil Krávets, de 1929, construido en Jarkov, que se había convertido en la nueva capital de Ucrania, y que se destinada a sede central del gobierno, y de más de treinta organismos gubernamentales, incorporaba ideas de las ciudades-jardín y se conecta con pasadizos elevados, consiguiendo un gran dinamismo combinando el lenguaje constructivista y suprematista, y rasgos de los arquitectones de Malévich.

Junto a las viviendas, la revolución impulsó centros para que los trabajadores pudieran desarrollar actividades culturales, deportivas, teatrales, que fueron pensados también como lugares de formación política y social para consolidar el proyecto comunista. Su creación supuso un cambio trascendental en la vida cotidiana de los obreros, condenados antaño a la taberna debido a la escasez de centros culturales y de relación antes de 1917. Se construyeron miles de esos centros y clubs en toda la Unión Soviética, ligados a los combinados industriales, a los bloques de viviendas, a los barrios, a los sindicatos y a muchas localidades. Uno de los más interesantes es el construido por Mélnikov en la Stromynka ulitsa de Moscú, en 1927, llamado club de trabajadores Rusakov, con un auditorio con tres partes en voladizo sobre el exterior que configuran una peculiar y atractiva fachada, de claro contenido vanguardista. También es notable el club de trabajadores Zúyev, de Iliá Gólosov, levantado en la Lesnaya ulitsa de Moscú, compuesto por un cilindro de cristal rodeado por un edificio funcional de perfiles rectos; y el club Pishchevik, en Kiev, para obreros de la industria alimentaria, diseñado por Nikolái Shejonin en 1931. Por último, se impulsó la construcción de centros de veraneo y de hoteles destinados a todos los trabajadores para que pudiesen descansar y disfrutar del tiempo de sus vacaciones, decisión que cambió por completo la situación anterior a la revolución, donde sólo los ricos frecuentaban los «sanatorios» y lugares de veraneo. Son muestras de ello, el sanatorio NarKomTyazhProm, para los obreros de la industria pesada, diseñado por Moiséi Guínzburg a partir de 1934, y el sanatorio Voroshilov, en Sochi, en la costa del Mar Negro, levantado por Miron Merzhánov, a partir de 1930 y destinado a miembros del ejército. Merzhánov, que construyó para Stalin una dacha cerca de Moscú (Blízhniaia, la «dacha cercana») y una casa en el Mar Negro (Jolódnaia Rechka, en Gagra, Abjasia, austera, cuyos únicos lujos eran un billar y un proyector de películas), tropezó con la arbitrariedad del poder stalinista: fue detenido en 1942, aunque siguió trabajando como arquitecto en el campo de trabajos forzados del Gulag donde estaba detenido.

Otras construcciones notables de ese periodo, son el edificio destinado a la redacción y rotativas del diario Izvestia, diseñado por Grigori y Mijail Barjin, que constituye una muestra de las propuestas vanguardistas de la primera hora de la revolución, con un diseño inspirado en el proyecto que presentaron Gropius y Hannes Meyer para el Chicago Tribune, en 1922; así como el edificio para Pravda, ambos constructivistas, y al igual que el complejo de la MOGES, la central eléctrica de Moscú, diseñada por Iván Zholtovoski en 1926, que cuenta con una innovadora fachada interior, levantada con vidrio aplicando criterios constructivistas, aunque la parte que mira al río utilizaba un lenguaje clasicista de inspiración renacentista, de mucho menor interés. También es reseñable el Palacio de la imprenta, de Bakú, diseñado por Semen Pen en 1932, tiene una estructura vanguardista, deudora de Le Corbusier, con pilotis, terrazas en la cubierta, balcones ovalados que recuerdan la fábrica Bandera Roja, de Mendelsohn, en Leningrado. Pen continuó construyendo edificios vanguardistas, aunque lejos de las principales ciudades, cuando ya se había impuesto el historicismo stalinista. Como si fuera signo de tiempos difíciles, el Palacio de la imprenta se ha convertido hoy en un banco.

Las instalaciones industriales tuvieron un protagonismo central en un país que se declara regido por los obreros, y en toda la geografía soviética se levantaron grandes fábricas y complejos, necesarios para impulsar la producción industrial. La DnieproGES, la presa y central hidroeléctrica del Dniéper, fue diseñada por Alexandr Vesnín, Nikolái Kolli, Serguéi Andrievski y Gueorgui Orlov entre 1927 y 1932. Cuando se terminó, el país de los sóviets presentó con orgullo la mayor presa hidroeléctrica del planeta. Fue construida con hormigón armado, vidrio y metal, y respondía a la visión constructivista, funcional, capaz de producir millones de kilovatios que movían la industria de la zona y suministraban a una ciudad en expansión, al lado de la vieja Zaporizhia, levantada a unos setenta kilómetros de Dnipropetrovsk. La DnieproGES continúa siendo la mayor central hidroeléctrica de Ucrania. De gran relevancia es también la factoría textil Bandera Roja, diseñada por Mendelsohn, que se levantó entre 1925 y 1937, y aunque las diferencias entre los criterios del arquitecto alemán y los ingenieros soviéticos llevaron a introducir cambios significativos, dejaron intacta la propuesta de la nave de la central eléctrica que abastecía a la fábrica, nave que tiene una curiosa forma de ábside en uno de sus extremos. Mendelsohn, que ya había levantado su famosa Torre Einstein, un observatorio, en Postdam, acabó rechazando el resultado final.

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A partir de 1929 empieza el retorno hacia el realismo, y, de forma clara, en 1935, las inclinaciones de Stalin por la arquitectura historicista se dejan ver en todos los terrenos, y la innovación y el riesgo de apostar por una arquitectura radicalmente moderna y vanguardista cede el paso al conformismo, a una visión academicista, aunque no por ello se olvide la necesidad de construir bloques de viviendas para los trabajadores a lo largo de toda la Unión Soviética. Pero Stalin impone un lenguaje clásico en la arquitectura, como en la Universidad Lomonósov de Moscú, diseñada por Lev V. Rúdnev. Los franceses Perret, Lurçat y Roux-Spitz participan en el nuevo rumbo clasicista que toma la arquitectura soviética, aunque algunas construcciones, como el sanatorio Ordzhonikidze, de Guínzburg, levantado a mediados de los años treinta, denotan una gran libertad formal. El proyecto de Boris Iofan para Palacio de los Sóviets, que, por fortuna, no llegó a realizarse, y que preveía una faraónica construcción de cuatrocientos quince metros de altura (pese a las obvias diferencias, tiene un lejano aire de familia con algunos arquitectones de Malévich, como Zeta, de 1926), con una gigantesca e innecesaria estatua de Lenin de cien metros, mostraba los nuevos aires que se habían adueñado del país de los sóviets. Iofan, que estaba interesado en la obra de Wright, sería el responsable del pabellón soviético de la Exposición de 1937, que coronaba la célebre escultura de Vera Mujina, Obrero y koljosiana, que sostienen una hoz y un martillo, y que no por seguir los nuevos rumbos clasicistas dejaba de ser una magnífica muestra de la pujanza de la URSS en el momento de ascenso del fascismo: no en vano, los trabajadores franceses, que retrasaron con sus protestas y huelgas la finalización de los edificios de la Exposición, hicieron una excepción con el pabellón soviético, por el simbolismo que le otorgaban al país de la revolución de octubre.

Después, años de dejadez, de desinterés por la arquitectura de los primeros veinte años de la revolución, agravado por las dos últimas décadas de contrarrevolución triunfante con Yeltsin y Putin, han hecho que muchas de esas obras estén en peligro, y no sabemos cuántas habrán desaparecido en el furor especulativo de la Rusia capitalista.

El pequeño gouache de El Lisistski, Monumento a Rosa Luxemburgo, con un cuadrado negro sobre un círculo rojo, hecho entre 1919 y 1921, parecía advertir los cambios que experimentaría la revolución.

La torre Shábolovka sigue existiendo, y funciona como repetidor de radio y televisión con otras voces, mientras Moscú padece la furia de la destrucción capitalista: los veinte años transcurridos desde el triunfo de la contrarrevolución han sido el escenario de la especulación más vergonzosa y desenfrenada, que ha barrido muchos de los edificios y parte de la trama urbana, hasta el punto de que muchas construcciones protegidas por la ley han sido derribadas con la complicidad de la municipalidad y del gobierno central. La piqueta abre el camino al latrocinio y a las operaciones millonarias, que no sólo persiguen grandes beneficios con la destrucción de la antigua propiedad colectiva sino, además, quieren arrasar buena parte de la historia soviética, presentándola como algo sin interés, superado por la vida. Todo vale en una Rusia tomada por los ladrones y los nuevos burgueses sin escrúpulos. La torre Shábolovka, símbolo de la nueva industria y de la revolución, ya no transmite al mundo el mensaje de la Internacional Comunista, como si la voz de la revolución hubiera enmudecido desde hace veinte años y estuviera esperando otros tiempos nuevos.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.