La pena de muerte es una violación a dos derechos humanos fundamentales: el derecho a la vida y el derecho a no ser sometido a penas crueles, inhumanas o degradantes. La aplicación de esa condena no constituye un acto de defensa frente a una amenaza inminente contra la vida: consiste en el homicidio premeditado de […]
La pena de muerte es una violación a dos derechos humanos fundamentales: el derecho a la vida y el derecho a no ser sometido a penas crueles, inhumanas o degradantes. La aplicación de esa condena no constituye un acto de defensa frente a una amenaza inminente contra la vida: consiste en el homicidio premeditado de un delincuente para castigarlo. Sin embargo, el mayor de los crímenes puede y debe ser sancionado mediante otros métodos.
La Jornada se ha opuesto sistemáticamente a la pena de muerte, en cualquier país en que ésta se aplique. Hemos condenado las ejecuciones que se practican tan a menudo en Estados Unidos, y particularmente en Texas. Rechazamos el desprecio por la vida humana que muestran los invasores de Irak, y no deja de sorprendernos e indignarnos que la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas -con el voto de México- se haya negado a condenarlos. En su momento, objetamos la condena a muerte del general Ochoa, ex comandante cubano en Angola, y de sus coacusados por los delitos de contrabando de diamantes y de drogas y alta traición. En esta ocasión, condenamos el fusilamiento de tres secuestradores en Cuba, por considerarlo una flagrante violación de los derechos humanos y un grave error político.
Entendemos la grave situación que se vive en la isla como resultado del criminal bloqueo al que ha sido sometida, por el mismo imperio que hoy agrede militarmente a una nación soberana al margen del derecho internacional. Ese acoso ha instaurado en Cuba un clima de estado de sitio, de asedio, de guerra sicológica que la obliga a defenderse de la constante agresión que padece. Sometido al espionaje y las continuas provocaciones estadunidenses, el gobierno cubano se ha visto obligado a adoptar medidas burocráticas y policiales extremas, entre las que se encuentran la práctica de la aberrante pena de muerte y una legislación penal de excepción, que han servido para acusar a este país de violar derechos humanos.
Esta ofensiva se ha agravado durante los meses recientes. Apenas hace unos días, mientras que las tropas de Washington invadían Irak, delincuentes cubanos, algunos de ellos reincidentes, con probados nexos con Estados Unidos, organizaron el secuestro con violencia de dos aviones y de un transbordador. Tales acciones no fueron una casualidad sino parte de una escalada destinada a propiciar la emigración ilegal de aventureros, una prueba de fuerza para medir la capacidad de respuesta del Estado cubano.
Mientras tanto, y a pesar del retroceso de las libertades civiles que se vive en Estados Unidos y de la violación de los derechos básicos de los prisioneros afganos detenidos en Guantánamo, la administración Bush ha orquestado la condena a Cuba en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU. Y, en plena histeria guerrerista, el hermano del inquilino de la Casa Blanca, el gobernador de Florida, Jeb Bush, aliado a la mafia de Miami, declaró que la isla será considerada el próximo blanco estadunidense después de Irak.
Defendemos el derecho de autodeterminación y la soberanía de Cuba, y comprendemos que se sienta acosada y busque defenderse. Pero así no, no aplicando la pena de muerte. No con los métodos del adversario.
Es obvio que La Habana ha sido víctima de nuevas hostilidades. Pero, lo peor que puede hacer un régimen que quiere ser distinto, es el caer en las provocaciones que se le montan. Sancionar a los disidentes que cometen actos criminales con medidas condenables como la pena de muerte, es servirle en bandeja de plata al enemigo. Las ejecuciones son un crimen en cualquier país y particularmente en uno que se proclama socialista; son además, un bumerán ya que el fin socialista es totalmente incompatible con la violación al derecho a la vida. El duque de Talleyrand, ministro de Relaciones Exteriores de Napoleón, criticó el fusilamiento del duque de Enghien, pretendiente monárquico al trono de Francia, diciendo que era «un crimen innecesario y, peor aún, un error político». Lo mismo podría decirse de las ejecuciones de los criminales que secuestraron la barcaza cubana poniendo en peligro de muerte a sus rehenes: proporciona armas políticas y hasta morales a los enemigos de la isla.
Cuba tiene derecho a defenderse de sus enemigos y a sancionar a quienes violan sus leyes. Pero esa defensa debe hacerse apoyándose en el consenso de su pueblo y de todos los pueblos del mundo amantes de la democracia y que rechazan al imperialismo. Hubiera sido mil veces preferible un proceso público y transparente, y la condena de los terroristas y espías a penas de prisión efectiva, a la aplicación casi sumaria de la pena capital.
El fusilamiento de los criminales cubanos choca con las conciencias que buscan defender los derechos humanos y contradice la lucha del pueblo cubano por el socialismo, la autodeterminación y la paz. Defendemos el derecho del gobierno de la isla a defender su Revolución, pero así no.