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Jorge Fernández Díaz amenaza con procesar a aquellos que hablen de la existencia de presos políticos en España

Aunque el ministro me procese, en España sigue habiendo presos políticos

Fuentes: Canarias-semanal.org

La derecha ultraconservadora española es incapaz de abandonar las manifestaciones compulsivas y escandalosas de sus tics fascistoides. No se trata solamente de una expresión irreprimible de su naturaleza autoritaria. Es también el sello inocultable de su herencia genética. Así lo puso de relieve el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, cuando  el pasado martes amenazó […]

La derecha ultraconservadora española es incapaz de abandonar las manifestaciones compulsivas y escandalosas de sus tics fascistoides. No se trata solamente de una expresión irreprimible de su naturaleza autoritaria. Es también el sello inocultable de su herencia genética. Así lo puso de relieve el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, cuando  el pasado martes amenazó con descargar el mandoble de la ley sobre «quien hable de presos políticos o de muertes políticas en España». Según el ministro Fernández Díaz, «conviene recordar que en España no hay presos políticos» ni «delitos políticos» y que «los etarras son asesinos»».

La derecha ultramontana celtibérica es especialmente torpe a la hora de precisar conceptos, calificar situaciones históricas o entender simplemente que otros tengan diferentes percepciones sobre la esencia de los acontecimientos pasados. Hace un totum revolutum en la cocktelera que tiene por cerebro, lo agita y el resultado se lo impone, sin más, a quienes discrepan de sus tercos criterios ideológicos. Por eso la perseverante cerrilidad que ha mantenido por muchas décadas no ha dejado de provocar estragos durante los dos últimos siglos.

La violencia planetaria en los siglos XX – XXI

La historia contemporánea del mundo en el que vivimos se ha caracterizado por el desarrollo de intensos conflictos que han afectado por igual a la geografía de los cinco continentes. Además de las dos grandes conflagraciones mundiales, se han producido centenares de confrontaciones violentas, la mayoría de ellas de naturaleza anticolonial y antiimperialista. La rebelión independentista argelina contra el colonialismo francés, por ejemplo, se transformó en una guerra violentísima que acabó con la vida de miles de combatientes de uno y otro lado. El recurso a las bombas por parte de ambos contendientes fue dolorosa y dramáticamente cotidiano, como reflejó magistralmente el director italiano Gillo Pontecorvo en su film «La batalla de Argel». Quienes protagonizaban aquellos hechos sangrientamente violentos eran calificados como «luchadores por la libertad» o «terroristas», dependiendo de quién emitiera el juicio, si lo hacían las autoridades coloniales francesas o el pueblo argelino.

Otro tanto sucedió en Irlanda del Norte. El enfrentamiento entre los unionistas, partidarios de conservar sus vínculos con la Gran Bretaña, y los republicanos, partidarios de la independencia o de la integración en el Estado de Irlanda, desató una implacable espiral de violencia que se prolongó durante casi 40 años. Lo que está muy claro históricamente es que todos los que participaban en la confrontación lo hacían por razones políticas. Y cuando eran detenidos lo eran porque, también movidos por razones de carácter político, recurrían a la violencia armada para la consecución de sus fines, igualmente políticos. Otra cosa es que, dependiendo del punto de vista que se tenga, puedan ser denominados presos políticos «terroristas» o, simplemente «presos políticos».

Los terroristas respetables

De conflictos de este tipo, con idénticas características y similares contendientes, está jalonada la superficie entera del mapa mundi de este planeta. Otra cosa es que el uso de la violencia se justifique o no dependiendo de quién sea el que la practique. El gobierno de los EEUU y sus aliados españoles, franceses y británicos celebraron, por ejemplo, las insurrecciones violentas que han tenido lugar en nuestros días en Siria o Libia, llegando incluso a hacer uso de su tecnología militar para ayudar a quienes desde el interior de esos países combatían violentamente a sus gobiernos.

José María Aznar, sin ir mas lejos, ha declarado estos días que no se arrepiente de su contribución y apoyo a la guerra de Irak, aunque hoy esté fehacientemente demostrado que ese país no disponía de armas de destrucción masiva. «Apoyamos aquella guerra – ha dicho el ex presidente – porque los EEUU son nuestros amigos y porque con ella defendíamos los intereses de España». Las declaraciones del ex mandatario español ¿no son una manifestación expresa de terrorismo? ¿Por qué razón no cae el peso de la ley sobre él? ¿Cuál es el motivo por el que ningún periódico se escandaliza por las manifestaciones de un terrorista confeso que admite tener sobre su conciencia el haber contribuido a la muerte de 600.000 mil iraquíes, la inmensa mayoría de ellos civiles, entre los que se encontraban miles de mujeres y niños? ¿Por qué no existe en España un solo juez que inicie un procedimiento indagatorio sobre las declaraciones a Onda Cero del ex presidente Aznar? Las razones que explican la falta de respuestas a estas interrogantes tienen mucho que ver con la consideración que hacíamos inicialmente de que la violencia se convierte en un instrumento condenable o no dependiendo de quiénes sean los que la ejecuten.

Moralmente descalificados

La amenaza del Ministro del Interior, Jorge Fernández, de procesar a todos aquellos que mantengan que en España «hay presos políticos», me retrotrae al túnel del tiempo en la década de los sesenta, cuando el fallecido presidente del Partido Popular, Fraga Iribarne, entonces Ministro de Información y Turismo de la Dictadura, mantenía con inusitada firmeza ante los corresponsales de la prensa extranjera que en España «no había presos políticos». Basaba su razonamiento el iracundo ministro de Franco en el hecho de que como la legislación franquista no reconocía la existencia del «delito político» a los que estaban condenados en las prisiones por actividades de ese carácter se les consideraba como simples «delincuentes comunes». A quienes fuimos considerados durante años vulgares delincuentes, una vez muerto el dictador se nos empezó a reconocer que habíamos luchado por la conquista de las libertades. El actual ministro del Interior, pues, no ha hecho otra cosa más que recoger en su exhortación intimidatoria las lecciones que ya hace más de cuarenta años recibiera su padre ideológico, el Sr. Fraga Iribarne.

La prepotencia de la derecha cavernícola española al intentar imponernos en qué términos debemos referirnos a acontecimientos pasados o a situaciones del presente se convierte en una irritante provocación cuando, año tras año, se constata cómo los herederos de la pasada dictadura que hoy ocupan el Gobierno del Estado, se niegan a reconocer públicamente la naturaleza violentamente terrorista de un Régimen como el de Franco, que además de provocar un millón de muertos ocasionó durante casi cuarenta años sufrimientos sin fin al conjunto de los pueblos que conforman el Estado español. La significativa negativa del Partido Popular a aceptar el veredicto que ya ha pronunciado la historia sobre ese tipo de regímenes no solo los descalifica moralmente para cualquier tipo de exigencias, sino que pone de relieve los auténticos orígenes del actual sistema político español.

Y un apunte más. La autoritaria amenaza del ministro me plantea una duda. Como se habrá podido deducir a través de la lectura de estas líneas, razono, sostengo y mantengo que en España hay presos políticos. Si por esa razón el ministro decidiera instar mi procesamiento y la jurisdicción especial de la Audiencia Nacional me condenase… ¿cuál sería la clasificación que me correspondería? ¿La de «primer preso político» de la Monarquía o la de último «terrorista» de la «democracia»?

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.