En los libros de texto de Economía se solía proclamar el llamado principio de la supremacía del consumidor al que se presentaba como rey supremo del mercado. Eran sus necesidades, gustos y preferencias los que determinaban lo que el sistema debía o no debía producir. Hoy sabemos bien la falsedad que este principio encierra. Conocemos […]
En los libros de texto de Economía se solía proclamar el llamado principio de la supremacía del consumidor al que se presentaba como rey supremo del mercado. Eran sus necesidades, gustos y preferencias los que determinaban lo que el sistema debía o no debía producir. Hoy sabemos bien la falsedad que este principio encierra. Conocemos la indefensión en que habitualmente se encuentran los consumidores. No es solo que en la mayoría de los casos se les impongan los precios, sino también que con harta frecuencia se les persuade de lo que tienen y no tienen que consumir. Se les crean las necesidades, para poder después satisfacerlas.
Por desgracia, esta forma de actuar trasciende el ámbito económico para adentrarse en el político. La supremacía del ciudadano, la soberanía nacional, son expresiones que en la actualidad nada representan. Hoy, en el mercado político, son los partidos los que imponen al ciudadano el camino a seguir y, como al consumidor, le crean las necesidades a la medida de su propia conveniencia. Nada más ilustrativo a este respecto que el proyecto autonómico. Quien detenidamente analice la sociedad española de 1977 coincidirá en que la autonomía política no ocupaba lugar alguno entre las múltiples aspiraciones y deseos de la gran mayoría de los ciudadanos.
Es verdad que en las manifestaciones gritábamos «libertad, amnistía y estatuto de autonomía», pero la inclusión de esta tercera petición se hacía más por solidaridad con algunos de los movimientos de oposición catalanes o vascos, que por convicción y desde luego nadie reclamaba -por no poder siquiera imaginarlo- el desaguisado territorial que ahora se ha generado. La autonomía política es una necesidad creada artificialmente. En 1978, muy pocos ciudadanos, y circunscritos a Cataluña y al País Vasco, sentían realmente la aspiración autonómica. El Estado de las Autonomías, quizá de forma imprudente, pretendió dar satisfacción a esa pequeña minoría e integrarla así en el proceso democrático. Todo ello ha degenerado; tal vez porque llevaba en sí mismo el germen ineluctable de la degeneración.
A lo largo de todos estos años, se ha ido tejiendo en las distintas regiones una maraña de intereses, una clase política que piensa que su futuro y sus oportunidades están ligados a un crecimiento progresivo de la autonomía, de manera que se esfuerza por crear en la sociedad un sentimiento totalmente inexistente hasta ese momento. El proceso, es cierto, se autoalimenta y se agranda como una bola de nieve. El nacionalismo cerril de unos pocos provoca en los otros, en los ciudadanos de las demás regiones, un nacionalismo antes desconocido, pero surgido del «por qué vamos a ser menos»; sobre todo si todas estas emociones son convenientemente agitadas por las elites políticas regionales, interesadas en que el proceso continúe.
A pesar de todo ello, la mayoría de la población española en todas las regiones continúa observando con escepticismo un envite que resulta bastante alejado de sus preocupaciones. Si tras la pasividad de la sociedad catalana en el referéndum de su Estatuto existía alguna duda, los resultados del otro día en Andalucía la han despejado. Los Estatutos solo interesan a los políticos regionales, que son los que van a incrementar su poder. El discurso del presidente del Gobierno en Andalucía acerca de que los Estatutos aumentan los derechos de la ciudadanía constituye una verdadera falacia. Los derechos están ya definidos en la Constitución y, además, para todos los españoles, sean de donde sean. Lo que hace falta es que se cumplan; pero en una economía de mercado como la nuestra la posibilidad de cumplirse depende de la fortaleza y eficacia del Estado. Trocear la competencia estatal introduce confusión y obstaculiza la realización de tales derechos.
Los Estatutos se oponen unos a otros y, además, se contradicen entre sí. A Cataluña se le garantiza que el porcentaje de la inversión pública en su territorio sobre el total nacional será el mismo que el porcentaje que representa sobre el PIB de todo el Estado el valor añadido de Cataluña. Sin embargo, la inversión pública que se garantiza a Andalucía debe calcularse sobre el porcentaje de población. Como se ve, a la carta. Cada Comunidad calculará dicho porcentaje sobre la variable que más le convenga; ahora bien, tal sistema es metafísicamente imposible, el reparto de cien no puede sumar nunca ciento cincuenta.
En este tablero de ajedrez, la reducción impositiva en una de sus casillas fuerza de inmediato una bajada en las restantes, generándose una carrera competitiva, cuyo fin no puede ser más que un sistema fiscal de mínimos, basado en tasas, en impuestos indirectos y en gravámenes sobre las nóminas. Lo cierto es que de esta forma, pocos derechos sociales se pueden mantener.