Hace mucho tiempo que las fronteras dejaron de ser una utopía: ese horizonte que intuíamos más allá del río, del mar o la montaña. Los confines ya no son una representación mítica. Para muestra, un botón: el muro de Berlín, la zona vacía que separaba Soweto de Johanesburgo, el muro «de la vergüenza» levantado por […]
Hace mucho tiempo que las fronteras dejaron de ser una utopía: ese horizonte que intuíamos más allá del río, del mar o la montaña. Los confines ya no son una representación mítica. Para muestra, un botón: el muro de Berlín, la zona vacía que separaba Soweto de Johanesburgo, el muro «de la vergüenza» levantado por el estado de Israel, el muro de defensa marroquí que avanza hacia el Sahara Occidental o el muro de Ceuta y Melilla: la última fortificación defensiva de la UE, en virtud de los acuerdos de Schengen.
Me invaden la indignación y la rabia en tono de denuncia, por el léxico contenido en el discurso político y mediático sobre la inmigración subsahariana. Expresiones tales como «avalancha», «asalto», «oleada» o «invasión», se han convertido en las metáforas negativas más repetidas durante las últimas semanas. Representaciones e imágenes que contribuyen a reforzar un estereotipo de inmigrante: desesperados muertos de hambre que se cargarán nuestro Welfare State. Es curioso cómo se regenera la ética individualista neoliberal. Resulta conmovedor comprobar la semejanza de la verborrea pseudoprogre del «hay que ser realista» con la agitación alarmista de Huntington en Who We Are: The Challenges to American Identity, un panfleto en el que advierte que los inmigrantes mexicanos que «reconquistan» el sudoeste de EE.UU. constituyen una amenaza para la cultura tradicional estadounidense y el sueño americano. En ambos discursos está presente el miedo: miedo a perder nuestro estado de bienestar, nuestras costumbres, nuestros valores, nuestras prácticas, nuestro sentido de identidad y de continuidad histórica.
Entretanto, la vicepresidenta primera del gobierno de España, María Teresa Fernández de la Vega, nos comunica que la concertina va a ser sustituida por la sirga tridimensional: une especie de topos para la humanización de la represión. No intentamos erradicar la inequidad e injusticia que heredaron del colonialismo y del imperialismo; vamos a deshacernos de unos sujetos desechables e indeseables. ¿No es eso? Les hemos colonizado, expoliado, depurado, masacrado en nombre de una moral única que teoriza y naturaliza la violencia -incluso, contra «insurgentes» desarmados-. No nos invaden. No nos asedian. No son una horda. No son los cruzados. Son personas. No deberíamos olvidarlo, mientras reivindicamos el derecho a tener derechos. Para todas las personas.