Richard Wilkinson, Las desigualdades perjudican. Jerarquías, salud y evolución humana. Crítica (Darwinismo hoy), Barcelona 2001 Traducción castellana de Silvia Furió, 111 páginas (Mind the Gap, Londres 2000).
¿Por qué los países que tienen grandes diferencias de ingresos entre ricos y pobres, como, por ejemplo, los Estados Unidos, tienen mayores índices de mortalidad que otros en los que esa diferencia es menor como Suecia o Japón? ¿Por qué los índices de mortalidad son dos o tres veces más altos entre las personas pertenecientes a las capas más desfavorecidas de la jerarquía social que entre las que se sitúan en puestos más elevados? ¿Por qué en Europa Oriental, durante las décadas de 1970 y 1980, cuando, después de una notable mejoría en décadas anteriores, los niveles de salud dejaron de mejorar o incluso se deterioraron? ¿Por qué las diferencias de renta cobran importancia en el seno de los países enriquecidos pero no entre ellos? Es decir,¿por qué entre los cincuenta estados de USA, donde las diferencias culturales son menores que las que pueden hallarse entre distintos países, no existe, teniendo en cuenta las diferencias en la distribución de la renta, ninguna relación entre la mortalidad y la renta media de cada estado, si bien en cada uno de ellos sí que hay una clara y nítida conexión entre renta y salud?
A estas y preguntas similares se intenta dar sucinta respuesta en Las desigualdades perjudican. Jerarquías, salud y evolución humna (DP), de Richard Wilkinson, autor de Unhealthy Societies [Sociedades enfermas], especialista reconocido en salud pública y profesor en el Trafford Centre for Medical Research de la Universidad de Sussex.
DP, como Wilkinson señala en las páginas iniciales, trata de salud y evolución, de las influencias ambientales en la salud, de cómo los factores socioeconómicos «hacen que determinadas sociedades, y algunos grupos dentro de dichas sociedades, sean más sanas y longevas que otras» (p.9). En opinión del autor, las causas de las variaciones de salud a lo largo del tiempo, de las diferencias de salud entre países o entre clases sociales de cada país tienen su origen no en cuestiones de orden genético o hereditario sino en los cambios y diferencias ambientales.
No se trata de negar lo evidente. Claro que, por ejemplo, la alimentación afecta directamente a la salud de las personas «pero hay elementos mucho más sutiles que influyen en nuestra salud» (p.10). Se sabe hoy que algunas de las relaciones más importantes entre la salud de las personas y las condiciones de vida son las relaciones psicosociales: «muchos de los procesos biológicos que conducen a la enfermedad se desencadenan por lo que pensamos y sentimos acerca de nuestras circunstancias sociales y materiales» (p.10). Si la falta de vitaminas o la excesiva exposición a la radiación ejercen un efecto directo y negativo sobre la salud humana, nuestras circunstancias sociales afectan «a nuestra salud indirectamente a través de su influencia en nuestra experiencia subjetiva de la vida» (pp.10-11). El creciente conocimiento de hasta qué punto el estado anímico de las personas influye en su salud física exige, en opinión de RW, un replanteamiento, y es aquí donde la teoría evolutiva «puede contribuir a este proceso aclarando no sólo por qué somos sensibles y nos sentimos estresados ante ciertos aspectos de la vida social, sino también por qué estas fuentes de estrés conducen a la enfermedad» (p. 11).
El primer capítulo de DP esboza sucintamente el estado actual de los estudios sobre desigualdades en salud. Los resultados obtenidos señalan que los aspectos psicosociales desempeñan un papel decisivo en la relación entre la salud y las circunstancias socioeconómicas. Se ha podido comprobar, en reiteradas ocasiones, que cuanto menor es el grado de desigualdad social, tanto más saludable es la sociedad. O dicho de otro modo, las sociedades igualitarias no sólo son más justas sino que son más sanas. En el capítulo 2, RW explica porqué ciertos factores sociales, como una posición social subordinada o la falta de autonomía o control, son tan decisivos para la salud. «El estudio muestra que todos ellos están relacionados con dimensiones fundamentales de la realidad social respecto a la que hemos desarrollado una sensibilidad y atención particulares; por esta razón constituyen poderosas fuentes de ansiedad» (p. 13). En el capítulo 3, posiblemente la sección que presenta mayor complicación técnica para el lector no especialista, RW señala los vínculos que se han establecido entre los procesos biológicos y los psicosociales, «entre la ansiedad crónica y las enfermedades relacionadas con la estimulación fisiológica crónica» (p. 13). Finalmente, en el capítulo 4, último capítulo del volumen, se plantea cómo la estructura social, y nuestra posición en ella, pueden exacerbar nuestras ansiedades respecto a la forma en que somos observados por los demás, «ansiedades que alcanzan los mismos fundamentos de la vida social, nuestra naturaleza reflexiva como seres sociales y nuestra tendencia a vernos a través de los ojos de los demás» (p.13).
La tesis central de DP puede ser formulada del modo siguiente: 1. La estrategia social predominante viene determinada básicamente por los gradiantes de igualdad o desigualdad que operan en la sociedad en cuestión. 2. Las desigualdades de rentas, la pertenencia a determinados grupos o clases sociales, lo afectan todo: desde el tipo de estructura social a la que se enfrentan los individuos hasta la naturaleza del desarrollo emocional temprano» (p.14). 3. Las desigualdades socioeconómicas ejercen un profundo efecto en la calidad del entorno social y en el bienestar psicológico y social de la población.
Es necesario observar que RW insiste, a lo largo de las breves pero sustanciales páginas de su libro, en torno a que la relación entre salud y renta es algo más compleja que una simple relación proporcional del tipo «a más renta, mejor salud». Por poner un ejemplo ilustrativo: incluso teniendo en cuenta las diferencias monetarias y hablando en términos de poder adquisitivo, la ciudadanía griega tiene menos de la mitad de los ingresos medios de los ciudadanos norteamericanos y, a pesar de esta diferencia neta de renta, su salud es mejor. De la misma forma, la esperanza de vida, señala RW, en la mayoría de los países desarrollados aumenta, o ha aumentado hasta ahora, en dos o tres años cada década, pero esta «mejoría» económica no está directamente relacionada con el crecimiento económico: «la economía de un país puede crecer a un ritmo dos veces más rápido que la de otro durante quizá veinte años y sin embargo sus ciudadanos pueden no beneficiarse de crecimiento adicional alguno de la esperanza de vida» (p. 23). La cuestión, por tanto, no está centrada tanto en el crecimiento sino en la distribución social de esos bienes, en la igualdad o desigualdad social imperante en una comunidad.
RW explica la importancia que tuvieron para los estudios de salud pública las investigaciones sobre el trabajo y la pérdida de empleo. Se observó que el nivel de control que las personas ejercen sobre su trabajo era un índice muy fiable de su salud. En cuanto a la pérdida de empleo, los estudios se centraron sobre los efectos que el cierre de fábricas ejercían sobre todos los trabajadores, independientemente de su buena o mala salud previa. Se vio claramente que no sólo el paro conduce a un deterioro de la salud de los desempleados, sino que otro grupo de estudios «mostró que la salud empeoraba no sólo cuando la gente quedaba realmente en paro, sino incluso antes, cuando la amenaza del pero afloraba y la gente comenzaba a preocuparse por sus empleos» (p. 22).
El autor apunta que la comprensión de los fenómenos estudiados arroja una nueva luz en la política de clases y en el papel de la desigualdad en las sociedades modernas. Ahora que el igualitarismo, por razones no científicas sino estrictamente ideológicas, está tan desacreditado, al igual que las concepciones y formaciones políticas que lo han vindicado y que siguen situando en primer plano de sus demandas o exigencias, tenemos gracias a DP (y a otros estudios documentados como los realizados en nuestro país por investigadores de la talla de Vicenç Navarro o Joan Benach) una buena cantidad de excelentes argumentos para sostener que este sistema, sin mejoras sustanciales, no es el más perfecto de los concebibles y que otro mundo posible y deseable puede ser netamente mejor incluso en aspectos tan básicos para los humanes como la salud o la vida. RW señala que las desigualdades de salud suelen traducirse «en diferencias de cinco o diez años en la esperanza de vida entre ricos y pobres dentro de un mismo país, y en ocasiones incluso hasta quince años de diferencia» (p.16). No sólo nos han robado el mes de abril, sino los abriles y mayos de una década.
Richard Dawkins, el autor de El gen egoísta, recomendaba a los potenciales lectores que compraran los libros de esta colección (Darwinismo hoy) por docenas y se los enviaran a sus amistades en vez de postales. Desconozco el presupuesto monetario del lector del topo para estos asuntos, pero, por poco que pueda, en este caso y sin que se sirva de precedente, le recomiendo que, sin vacilación alguna, siga la sabia recomendación de Dawkins. Especialmente, en el caso de Las desigualdades perjudican (o en el no menos interesante trabajo de Peter Singer, Una izquierda darwiniana, publicado en esta misma colección).