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B-52, el ser humano jugando a destruir

Fuentes: La isla inexistente

El perro flaco teatro presenta una obra de Santiago Alba Rico considerada una travesura militar en dos actos

El argumento de B-52 es sencillo: Caty cumple 32 años, así que se reúne con sus amigos para celebrarlo. Como forma de diversión deciden jugar a su juego preferido: B-52, que consiste en convertirse en la tripulación de un bombardero que despega de Florida para dejar caer sus bombas sobre un objetivo en Iraq y regresar de nuevo a casa. Juegan a realizar el trayecto y en él van mostrando que tipo de personas son. Lo malo de los juegos es que a menudo se toman tan en serio que parece que los jugadores estuvieran viviendo la propia realidad. Al teatro también le pasa algo similar: uno va pensando en ver una obra que cumpla con los convencionalismos asumidos de una representación simbólica y termina viendo como es la propia realidad sin sus andamiajes.

La escenografía del montaje es sencilla y a la vez eficaz. Parte de un escenario casi desnudo sobre el que se ha colocado un andamio, algunas sillas y montones de vasos de plástico usados en los laterales. Parece todo un desangelado espacio de nave industrial sombría. Al espectador no resulta difícil colocarse sobre él y se queda ensimismado recordándose a sí mismo en una tarde anodina de espera. Nada hace pensar en un principio hacia dónde derivará la historia, pues el lugar no nos previene de nada. Los personajes se presentan, cuentan una biografía corta de méritos y virtudes, de rasgos que los diferencian. Todos son ciudadanos estadounidenses que viven entre los márgenes de la cotidianidad más absoluta, convencidos de estar en el mejor país del mundo. No dudan de sus dirigentes ni de aquello que les dicen. Creen en la guerra preventiva, en castigar a los malos para que el orden mundial no cambie. Es cierto que la vida les podría tratar mejor, que tienen anhelos y sueños que saben que no se van a cumplir, que están llenos de carencias imposibles de arreglar, de conformismo, pero, a su manera son felices. Tampoco al espectador le va a resultar un esfuerzo identificarse con ellos.

Todos forman parte de esa sociedad modelo. Una sociedad que viaja en ese trayecto mortal como si no fuera con ella, a quien nada le importa lo que transporta el avión en su panza ni las desgracias que ocasionará en un rato. Una sociedad que se escuda vilmente diciendo que al igual que los otros tripulantes que van en el bombardero ellos se limitan a cumplir las órdenes recibidas. Ninguno de quienes forman esa sociedad modelo se compromete. Cada uno de ellos aleja la guerra como algo que ocurre lejos y no se implica, porque en el fondo todos somos buenos y estas son decisiones que toman los malos políticos a quienes hemos confiado nuestro gobierno. Una verdad ésta que se va mostrando entre diálogos domésticos, cotidianos, que se establecen entre personas convencionales.

El vuelo refleja el mismo camino que emprende cada mañana Occidente, un camino que exige el sometimiento de los pueblos más débiles y la destrucción de los que se enfrentan. Esa es la realidad, la punzada que nos clava la obra cuando más entretenidos estamos. Y es entonces cuando sabemos que no hacer nada tiene consecuencias drásticas que podremos contar con los números que representan los cadáveres que esas bombas matan, porque la verdadera consecuencia de permanecer callados es la muerte y la destrucción. Nunca resulta posible pasear por la vida sin mancharse los zapatos. No hay guerras limpias, todas producen daños y siegan vidas, todas nos traen imágenes que nos obligan a apartar la mirada porque nos producen asco. Y sin embargo callamos.

El espectador se enfrenta a un texto denso, sin grietas, que no le va a dar un respiro, que no trivializa y que va a traer el dramatismo más atroz a través de unas imágenes que hacen real lo que parecía un juego. Un texto cargado de integridad moral. El belicismo de las potencias del imperio no ha retrocedido un ápice en todo el siglo pasado, las guerras no se han detenido porque los intereses de las potencias dominantes siguen siendo los mismos.

Pero el texto no es cruel, sino que recurre a la mejor comedia para su digestión. Ofrece también inteligentes válvulas de escape como son los divertidos números musicales con canciones satíricas que resultan sorprendentes y que dan una medida excelente del trabajo de los actores.

Cuenta su autor, Santiago Alba Rico, que él se considera un «agitador político», así que su tarea al escribir este texto es la de remover las conciencias. De esta obra lo que le importa es observar «los efectos directos, inmediatos, sobre un público que pueda incubar luego en casa lo que ha visto. Que los espectadores pasen un buen rato en el teatro y luego uno malo en casa, pensando».

Es el de David Acera y su compañía un teatro militante que se ocupa y preocupa de la realidad. Un teatro capaz de atacar para enfrentarse a los valores burgueses sobre los que nuestras sociedades occidentales se acomodan y conforman. Arremete con fuerza usando la cabeza, moviéndonos a una reflexión crítica que nos haga sentirnos personas comprometidas con el futuro que queremos: el mejor de todos. En ese futuro soñado no puede haber lugar para las guerras ni la destrucción de ningún ser humano.

Por eso el tandem autor-compañía funciona a la perfección. B-52 está hecho sobre un buen texto, con buenas interpretaciones y logra producir un cosquilleo inquietante que no se va con facilidad.

A modo de pequeño anecdotario: Santiago Alba Rico escribe para la Compañía El perro flaco teatro su primer texto teatral: B-52. Este pensador, ensayista, filósofo y escritor tiene ya una larga trayectoria que comenzó con los guiones para la Bola de Cristal y los Electroduendes.

Santiago tenía previsto acudir a la representación del pasado 23 de enero en el Teatro Jovellanos, pero reside de forma habitual en Túnez y los problemas existentes en aquel país le impidieron estar presente.

Fuente: http://islainexistente.javialvarez.es/2011/02/b-52-el-ser-humano-jugando-destruir.html