Con el año 2014 finalizará la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad en Afganistán (ISAF), la operación militar liderada desde agosto de 2003 por la OTAN, a la que ha contribuido España desde sus inicios en diciembre de 2001. Es por ello un buen momento para realizar un breve balance de la misión más […]
Con el año 2014 finalizará la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad en Afganistán (ISAF), la operación militar liderada desde agosto de 2003 por la OTAN, a la que ha contribuido España desde sus inicios en diciembre de 2001. Es por ello un buen momento para realizar un breve balance de la misión más costosa de la historia del intervencionismo militar español, tanto en términos humanos como económicos.
Hasta 2013, el propio Ministerio de Defensa de España declaró haber gastado en la ISAF más de 3.500 millones de euros, a los que cabe añadir al menos otros 197,8 millones de euros de la participación española en la operación paralela Libertad Duradera entre octubre de 2001 y julio de 2004 (EE UU habría destinado a la «guerra en Afganistán» -es decir, ambas misiones- hasta marzo de 2014 unos 553.000 millones de euros, según el National Priorities Project). Por otro lado, cien personas vinculadas al Ejército español han perdido la vida (96 militares, dos guardias civiles y dos intérpretes), de los que al menos 81 perecieron en accidente de transporte. Cabría sumar un número indeterminado y no declarado de muertos afganos por las acciones de los efectivos españoles en este escenario de guerra.
Sigue una serie de diez puntos que proporcionan, a modo de balance crítico de la participación española, un análisis alternativo de la versión oficial contenida en la página web del Ministerio de Defensa:
1. Los inicios militares de España en Afganistán fueron contrarios a Derecho. Dejémoslo claro desde el principio: Libertad Duradera no fue ni es una operación legal. Es bien conocido que el Derecho Internacional únicamente avala el uso de la fuerza contra un Estado en dos supuestos: que exista una autorización expresa del Consejo de Seguridad o que pueda invocarse el derecho de defensa contenido en el artículo 51 de la Carta de la ONU (que también fija sus criterios, no aplicables en el caso que nos ocupa). Paradójicamente, tanto José María Aznar como José Luis Rodríguez Zapatero justificaron la intervención como legítima defensa (y allí siguen, defendiéndose). Por el contrario, el Gobierno respondió a una pregunta parlamentaria que la decisión se apoyó en la resolución 1.368 que, si alguien estima conveniente leer, podrá comprobar que no se mencionan, ni una sola vez, las palabras «al Qaeda» ni «talibán», ni siquiera «Afganistán».
2. Libertad Duradera y la ISAF pueden ser consideradas una misma intervención. Sobre el papel, sin duda se trata de misiones diferentes (de hecho, la segunda sí está autorizada por una resolución expresa de la ONU). Cabe, sin embargo, destacar al menos tres razones que hacen sospechar a quien suscribe que se trataría más bien de dos filos de una misma espada: la primera, quien así lo sostiene es Estados Unidos, cuyos soldados representan la práctica totalidad de Libertad Duradera y la mayoría de las fuerzas de la ISAF. Ni sus políticos, ni sus militares ni su opinión pública en general diferencian expresamente entre ambas operaciones, al menos no en la lógica, las motivaciones ni en la esencia de la intervención. De hecho, tampoco se separan las partidas presupuestarias. En segundo lugar, las dos coexisten y se solapan en el terreno, colaboran permanentemente, intercambian información y tareas, y comparten incursiones. Finalmente, el mango de la espada ha sido sostenido, al menos entre 2007 y 2014, por exactamente la misma persona: los cinco últimos máximos comandantes de la ISAF, los generales estadounidenses McKiernan, McChrystal, Petraeus, Allen y el actual dirigente, Joseph F. Dunford Jr., han sido, al mismo tiempo, los máximos responsables militares de las fuerzas de EE UU en Afganistán (USFOR-A, en el que se integra Libertad Duradera).
3. La involucración española en Afganistán ha sido en extremo militar. Al menos 92 de cada 100 euros destinados por España a Afganistán han sido estrictamente militares, para financiar las operaciones ISAF y Libertad Duradera. Sucede además que los ocho euros restantes tendrían una lógica, reconocida por el estamento militar, de mejora de la aceptación de la población local y de facilitación de la presencia militar y su seguridad. Por eso, la ayuda se proporcionó en los mismos lugares en los que se desplegaron los soldados y estos participaron directamente en muchos de los proyectos. En España, esos proyectos han contribuido a justificar políticamente la presencia militar en Afganistán, en vista de lo contenido en los diarios de sesiones en el Congreso de Diputados.
4. Ni terrorismo, ni opio, ni mujeres: la motivación primaria de la involucración española tiene que ver con su política de alianzas. Madrid no quiere ser totalmente independiente para decidir dónde enviar a sus soldados y dónde no. Su política exterior está subordinada a la OTAN y debe cumplir con ella si quiere seguir gozando de los privilegios que supone formar parte del club y evitar enfados de sus socios, que son tan aliados como competidores. Al hacer los deberes en Afganistán, por ejemplo, amplía sus opciones en cumbres internacionales de todo tipo. España ha defendido el fin de la ISAF entonando un «misión cumplida», pero considerando que la práctica totalidad de los problemas que justificaron la intervención en 2001 continúan presentes, cabe suponer que el objetivo, como se ha aventurado, era otro. Conviene recordar aquí al antiguo ministro de Defensa, Julián García Vargas quien, en relación al riesgo de que fracasara la misión militar de la ONU en Bosnia, concluyó que: «lamentablemente, estos riesgos se han confirmado, aunque el balance para España es positivo».
5. La amenaza terrorista es hoy mucho más patente que antes, tanto para los afganos como para el resto del mundo. Antes de la atrocidad del 11-S, no existía ningún registro de atentado suicida en Afganistán, ni los afganos temían perecer al ir a comprar al mercado. A escala global, también ha sido este el caso de países como Indonesia, Uzbekistán, Túnez, Marruecos o, muy significativo, Irak. Además, Afganistán fue el pistoletazo de salida para una serie de desmanes relacionados en Irak, Guantánamo, Somalia, Yemen o Pakistán, entre otros. Grupos como ISIS o los diferentes usos oportunistas de la marca Al Qaeda en diversos lugares del planeta también tienen que ver, efectivamente, con la Guerra Global contra el Terror inaugurada en Afganistán. Así, al comparar el mundo de hoy con el de hace trece años no podemos sino concluir que es un lugar más peligroso, en particular para los musulmanes del Próximo Oriente.
6. Se respondió a la injerencia extranjera… con más injerencia. Este ha sido, probablemente, el mayor de los problemas de Afganistán en más de tres décadas. La lista de países de infame intrusión es larga: Pakistán, Irán, la Unión Soviética y Rusia, Arabia Saudí, los Emiratos Árabes Unidos, India, China, Uzbekistán o Estados Unidos, entre otros. Tras la intervención estadounidense y el derrocamiento del régimen talibán, los distintos países continuaron buscando la satisfacción de sus intereses a través de grandes milicias afganas afines. En efecto, estos grupos armados necesitan mucho dinero, facilidades y connivencias para conseguirlo por su cuenta y cobertura política y militar. Sin estos apoyos, los desastres de la guerra hubiesen sido mucho más limitados. Por el contrario, si los padrinos lo exigen, las milicias se sientan a la mesa de negociaciones. Conviene, por tanto, preguntarse cuál ha sido el rol de España en el terreno diplomático, cuáles sus peticiones a estos países, conociendo como conoce que de esta manera cabría esperar cambios positivos para la población afgana. Sabemos de conferencias y debates organizados con representantes menores de los Estados mencionados, pero no de medidas políticas reales. En lugar de combatir el cáncer de la injerencia, España ha contribuido a su metástasis en Afganistán, al apoyar a dirigentes con ingentes milicias privadas paraestatales a sus órdenes y con un pasado formidable como criminales de guerra.
7. La cooperación al desarrollo oficial española terminará con la presencia militar. O incluso antes. Aparte de lo comentado en el punto tercero y de que España desaconsejara, durante años, la cooperación directa de ONG españolas en Afganistán, el propio Plan Anual de Cooperación Internacional de la Agencia Española de Cooperación Internacional al Desarrollo (AECID) ha declarado que «ya han finalizado los proyectos bilaterales, manteniéndose únicamente labores de justificación y evaluación. En el caso de Afganistán, la Cooperación Española estará presente en el país vía cooperación multilateral hasta 2015». Sin soldados, por tanto, no hay ayuda.
8. Es más que dudoso que España termine su presencia militar en Afganistán en 2014. Las mismas razones que motivaron Libertad Duradera y la ISAF probablemente justificarán la participación en la nueva misión de la OTAN, denominada Resolute Support (apoyo decidido). De hecho, por las referencias en la web del Ministerio de Defensa se adivina que este apoyo ya está, en efecto, decidido.
9. Las mujeres y las niñas afganas continúan sin ser ‘liberadas’. Por un lado, las prácticas desastrosas de los talibanes no eran mucho peores que las de sus predecesores, muchos de ellos los mismos que les han sucedido en el poder. En segundo lugar, las continuas referencias a la situación de las afganas en el Parlamento español parecieron obviar que la fuente principal de sus problemas se encuentra en su propio entorno familiar y social. Parece plausible inferir que esas prácticas han estado agravadas en extremo por los miedos, retrocesos y conservadurismos asociados a tres décadas de guerra. Por otro lado, mejorar la situación de la mujer no ha sido en absoluto un objetivo primario de las intervenciones militares en Afganistán. No sería prudente, sin embargo, ningunear que algunas agencias y organizaciones locales e internacionales han trabajado para ellas, con avances muy limitados pero importantes. Las afganas han ganado en derechos oficiales y en opciones de acceso teórico a la educación. La materialización práctica de esos derechos y su estabilidad, no obstante, es harina de otro costal.
10. ¿Es Afganistán, en todo caso, un mejor lugar para vivir para su población que hace trece años? No resulta fácil responder a esta pregunta, pero podemos convenir que todo dependerá de cuál sea el criterio utilizado. Por un lado, parece evidente que muchos afganos están mejor: entre otros, aquellos que han mejorado su ingreso gracias al aumento de opciones laborales que ha supuesto la presencia extranjera y la dinamización de la economía; aquellos relacionados con la provisión de servicios de seguridad, la denominada «reconstrucción» o el negocio de narcóticos; o aquellos grupos de población que quedaron peor parados por el régimen talibán. Por el otro, cabe destacar que hoy muchas otras personas padecen una mayor inseguridad, en Afganistán como en otros lugares del mundo. En lugar de listar aquí las consecuencias negativas de la intervención militar, entre las que destacan sobremanera miles de muertos civiles, muchos de ellos directamente por las fuerzas extranjeras, resolveremos que el esfuerzo internacional no ha mejorado la situación como debiera. En absoluto. Así, considerando exclusivamente los costes de Libertad Duradera y la ISAF, el mundo ha destinado a Afganistán el equivalente a entre 300 y 400 veces el PIB que tenía este país en 2001. Además, este país ha recibido desde 2001 otras 20 veces su PIB de ese año en concepto de ayuda internacional al desarrollo. Si la mejora para su población no ha sido «proporcional» (recordemos, por ejemplo, que tiene de larguísimo la mayor mortalidad materna del continente) es, sobre todo, porque los objetivos eran otros.
La intervención militar en Afganistán no se explica en clave afgana, sino a través de la conmoción en EE UU por los atentados del 11-S y las oportunidades geopolíticas y geoeconómicas derivadas. A pesar de la retórica utilizada por el gobierno español, los afganos y las afganas no han representado, en el mejor de los casos, más que una motivación muy secundaria. No se pretende descartar aquí que una parte de los 20.000 soldados españoles que han pasado por allí pretendiera efectivamente mejorar la suerte de esa población. Sobre eso, poco conocemos. Pero es la esencia de la intervención militar, no las motivaciones individuales, lo que se pretende poner en tela de juicio. Lo sucedido en Afganistán escenifica la instrumentalización de los ejércitos para conseguir objetivos de política exterior, de promover los propios intereses a costa, si es preciso, de las necesidades ajenas. Sin lugar a dudas, convenía, antes como ahora, trabajar en pro de un mejor Afganistán, pero entre el ninguneo y silencio atronadores que caracterizaron a las relaciones bilaterales entre España y Afganistán antes de 2001 y las maneras militaristas y de connivencia con EE UU que les sucedieron existe un abanico de opciones que no se ha querido explorar, entre las que destaca la cooperación entre las respectivas sociedades civiles y la diplomacia destinada a reducir la injerencia extranjera, a dejar de utilizar Afganistán como un gran tablero de juegos de geopolítica. Temámoslo, a España no le interesa ninguna de esas opciones intermedias, y a esta mirada cortoplacista militarista seguirán las voces de quienes claman que allí no se nos ha perdido nada.