La izquierda no tiene un discurso claro sobre la delincuencia: es muy fácil ser políticamente correcto cuando no vives las injusticias en la propia piel.
El pasado mes de mayo, en medio de la pandemia, recibí a través de WhatsApp un video de unos hechos grabados al lado de la calle donde viví la mayor parte de mi vida, en el barrio del Carmelo. Un grupo de hombres vestidos de negro, armados con palos y encapuchados como si formaran parte de un comando, golpeaban con extintores y daban patadas contra la puerta de un edificio donde vivían cuatro supuestos “okupas” que eran, según los agresores, los delincuentes responsables de una serie de robos que se estaban produciendo en el vecindario.
Estas personas no sólo rompieron el estado de alarma para salir a las calles y formar grupos cuando no estaba permitido, sino que lo hicieron para cometer un acto de agresión que recibió aplausos públicos de muchos vecinos en las redes sociales donde se compartió el video. Aunque la Asociación de Vecinos del Barrio del Carmelo declaró que estas manifestaciones eran minoritarias, y explicó que habían estado mediando con las autoridades durante algún tiempo para resolver el problema de convivencia en esa zona del barrio, lo cierto es que la respuesta de “tomar la justicia por su mano” contra los presuntos delincuentes fue vista instintivamente con buenos ojos por muchos vecinos y vecinas, incluso por quien me hizo llegar el vídeo, votante de Ada Colau.
A estas alturas parece evidente que la crisis económica, profundizada por la pandemia, está devastando a los barrios de la clase trabajadora en todo el Estado. Con ella, están proliferando problemas que vienen de antes pero que, ahora, toman fuerza dada la situación económica desesperada en la que se encuentran muchas familias: impagos de alquiler o hipotecas que se transforman en desalojos violentos, ocupaciones de vivienda para evitar dormir al raso o robos para poder vivir frente a unas perspectivas laborales limitadas por el COVID-19.
Los medios de comunicación amplifican el fenomeno
Aunque los dos últimos ejemplos son minoritarios en los barrios, su impacto es muy grande en el imaginario colectivo, aumentado por los medios de comunicación, especialmente los audiovisuales, que llevan meses sobredimensionando los casos más sensacionalistas; los mismos medios que fueron al Carmelo para hacer sangre después de los acontecimientos de mayo, trasladando a todo el Estado un conflicto vecinal puntual. Gracias a su cuestionable tarea, que hace pasar lo que es anecdótico como algo cotidiano, muchos vecinos y vecinas de clase trabajadora viven con miedo a que alguien entre en su casa si salen a dar un paseo un fin de semana o creen que volvemos a vivir en la Barcelona de los años 80, cuando en los barrios obreros era común ser asaltado por algún pobre heroinómano que necesitaba pagar su dosis diaria.
En un momento en que el gran problema generalizado es el acceso a la vivienda, sobre todo en ciudades como Barcelona, pero no sólo, ya que en el conjunto de Catalunya los alquileres han aumentado treinta veces más que los salarios en los últimos cinco años, como nos explica el Sindicato de Inquilinos, la preocupación predominante parece ser el miedo a la ocupación. Esta disociación es grave en sí misma y habla de la incapacidad de la izquierda institucional, y de las organizaciones sociales, para hacer llegar a la población datos tan contundentes, también por culpa de unos medios hegemónicos que lo impiden, todo hay que decirlo. Pero quizás sea aún más grave su resultado, medible en la demonización y la culpabilización que ejercen los propios vecinos y vecinas hacia las personas desahuciadas por no poder pagar alquileres o hipotecas.
Hace días, una familia fue desalojada de un piso en la zona del alta del Carmelo, propiedad de Oleguer Pujol Ferrusola, persona sobre la que planean muchas dudas en cuanto a la legalidad de su riqueza (ni se diga de su legitimidad). Los vecinos desahuciados, de origen magrebí, recibieron el apoyo de un puñado de vecinos, vecinas y colectivos del distrito de Horta-Guinardó y distritos colindantes. Pero también sufrieron una campaña de descrédito. Se afirmaba que eran “okupas” y que, mientras no pagaban el alquiler, se paseaban en un coche de alta gama que habían comprado recientemente. Una idea repetida por algunos vecinos en las redes sociales y en el boca oreja, que las organizaciones sociales tuvieron que salir a desmentir.
¿Cómo hemos llegado a este punto en el que hay trabajadores que en lugar de apoyar a los vecinos que están sufriendo lo que algunos ya han sufrido u otros pudieran sufrir en un futuro, salen en defensa de un propietario perteneciente a la burguesía más cleptómana que, además de presuntamente embolsarse millones gracias a comisiones, contactos políticos y nepotismo, hace negocio con la necesidad de nuestra clase?
Es un fenómeno complejo y en cada barrio habrá una realidad seguramente diferente pero, en términos generales, detrás de la obsesión por la ocupación hay otro tema que va de la mano con el argumentario y del que casi nunca se habla desde la izquierda: la delincuencia en los barrios. Sabemos que este es el tema preferido de la derecha y la extrema derecha, la excusa predilecta para justificar sus discursos de mano dura y criminalizar a los inmigrantes, a quienes se acusa, siempre injustamente, de ser los culpables de la mayoría de los delitos. El problema se agrava porque de nuestro lado, en la izquierda, no tenemos un discurso claro con este tema o, a lo sumo, no se percibe tan claro entre la gente del barrio. ¿Qué debemos hacer con los que roban a los vecinos? ¿Es suficiente entender las causas estructurales de su comportamiento para resolverlo? ¿Qué hacemos a corto plazo, antes de llegar a la anhelada sociedad sin contradicciones donde nadie tendrá necesidad de robar?
Nuestra teoría de izquierdas choca con la realidad
A menudo nuestra teoría de izquierdas choca con la realidad y elegimos, tal vez con razón, no abordar los temas de la agenda política que otros quieren crear. Pero cuando un taxista o un repartidor ven que les rompen los vidrios del vehículo con el que se ganan el pan para robarles tres veces en menos de seis meses, es normal que estas personas empiecen a pensar que hay un problema de seguridad en su barrio. Tanto da si las cifras en Río de Janeiro son peores o si hablar de delincuencia masiva en Barcelona, como hizo la campaña mediática desplegada en el verano de 2019 para manchar la imagen de la gestión del Ayuntamiento, es una exageración. El hecho es que su experiencia cotidiana está marcada por una realidad que coincide con lo que ciertas personas sobredimensionan con fines políticos.
Este vecino, entonces, puede ser una doble víctima: de la delincuencia de los pobres que roban a otros pobres y de los que utiliza la delincuencia para obtener rédito político en una lógica que no ayuda a la convivencia en el barrio y, mucho menos, a resolver los problemas estructurales detrás de esta delincuencia de baja intensidad, que los vecinos ven como de alta intensidad porque viven en su propia piel. En ese momento es cuando llega la televisión basura a hacerse eco de la problemática, provoca más alboroto y las voces de aquellos que piden hacer patrullas en el barrio para expulsar a los delincuentes del vecindario son aplaudidas por muchos vecinos, no necesariamente de derecha, que quieren resolver de manera inmediata su problema pero no hacen un análisis de lo que está pasando y por qué. Y tal vez no lo hacen porque les faltan referentes políticos que les den una lectura alternativa, desde una perspectiva de clase, de lo que está pasando y por qué.
Porque, ¿qué se hace desde la izquierda institucional y sus partidos de referencia? Ignorar este tema como si no existiera. ¿Será porque la izquierda institucional que tiene que resolver estos problemas no vive en los barrios donde ocurren? Podría ser también. A veces, cuando se habla de clase obrera desde el exterior se puede llegar a mitificar a nuestra clase que, por supuesto, para los que tenemos conciencia y orgullo de clase es un modelo de virtudes que ha demostrado y demuestra que el ser humano puede alcanzar cuotas sublimes en su desprendimiento y lucha. Pero también sabemos que la necesidad económica sin conciencia puede convertirse en un cóctel mortal para los intereses y la convivencia colectiva.
Por eso, los que hemos nacido en barrios obreros y hemos vivido casi toda nuestra vida en ellos sabemos reconocer estas actitudes entre los nuestros, y no las aplaudimos, todo lo contrario. Por ejemplo, los vecinos que lamentan que otro tenga un plaza de aparcamiento para discapacitados en la calle diciendo “qué morro tiene porque yo tengo esta enfermedad y no me la dan” en lugar de pensar “qué bien que mi vecino puede tener este lugar garantizado por los problemas de movilidad de su suegra” son ejemplos de cómo el espíritu egoísta existe, socava la convivencia y abre la puerta a la lucha entre los pobres por las migajas que los de arriba nos dejan.
Si, además, ante el problema de encontrar aparcamiento en los barrios para aquellos que tienen un coche (ya sea para trabajar o porque quieren y pueden tener un coche) se responde desde ciertas voces de esta izquierda ridiculizando a esas personas, dándoles lecciones prepotentes de “mejor movilidad”, sin pararse a convencer a la gente de los barrios de la necesidad de una transición hacia otro modelo de ciudad, tenemos el cóctel perfecto para que haya personas que piensen que los problemas que tienen los que diseñan las ciudades desde sus oficinas no son los mismos que tienen los ciudadanos de los barrios de la periferia, muchos de ellos construidos sobre montañas, además. Y, ya que estamos, si la gente trabajadora percibe que las medidas ecológicas de reducción de coches del Ayuntamiento se oponen a su manera de ganarse la vida, y ya bastante trabajo tienen para tratar de ganarse la vida en una realidad en la que el hilo entre la pobreza y la precariedad es demasiado fino, la gente terminará rechazando el ecologismo, percibiéndolo como algo ajeno. Es dramático afirmar esto, pero quizás hay personas que todavía tienen que entender que es muy fácil ser políticamente correcto y buen ciudadano cuando no vives angustiado por llegar a fin de mes o no sufres la injusticia en tus carnes.
Bombardeo de valores individualistas y neoliberales
Sin duda, el bombardeo incesante de valores individualistas y neoliberales desde los medios de comunicación ayuda a transformar las percepciones de las personas. Sin embargo, nos atrevemos a considerar como hipótesis también la ausencia de una izquierda organizada en el territorio, lo suficientemente fuerte como para romper las mentiras cotidianas, prejuicios y temores que la derecha y la extrema derecha esparcen por todos los medios. Una izquierda poderosa en las instituciones pero, sobre todo, en un amplio tejido asociativo, que vaya más allá de los activistas de siempre, muy meritorios pero a menudo endogámicos y minoritarios en los barrios de la periferia, que luchan por el interés colectivo pero sin ampliar su base. O, a veces, incluso sufriendo las mismas campañas de descrédito por parte de otros vecinos del barrio que apuestan por vías de solución paralelas a la organización vecinal tradicional y a las nuevas formas de hacer barrio. Son los vecinos que creen que los problemas deben ser resueltos con políticas de mano dura, con la creación de patrullas de vigilancia vecinal (un eufemismo que suelen defender los militantes o simpatizantes de extrema derecha) u optando por aumentar la vigilancia y el control policial. Los vecinos con discursos demagógicos que utilizan las redes sociales para sobredimensionar los problemas existentes exacerbando la percepción de inseguridad, que se utiliza para validar, consciente o inconscientemente, la penetración de las ideas de la extrema derecha en los barrios más marginados. El mensaje se potencia hoy en día por las redes sociales, en plataformas como Facebook donde proliferan grupos de vecinos en que se pueden leer comentarios de todo tipo, Twitter y, sobre todo, a través de WhatsApp, la aplicación que mejor llega a los perfiles de trabajadores de cierta edad, que son potencialmente más miedosos y conservadores.
Evidentemente, lo anterior no debe entenderse como un aval a las ideas reaccionarias que la derecha y la extrema derecha proponen sobre la delincuencia o sobre cualquier otro tema, y que pueden ser repetidas por los vecinos y vecinas que conectan con ellas, a veces sin darse cuenta de lo que están defendiendo en el fondo. Más bien, se trata de entender por qué en ciertas cuestiones la izquierda parece desarmada y su capacidad de argumentación no llega o no convence.
Quizá la mejor manera de desmontar los valores reaccionarios y los prejuicios que existen en nuestra clase es haciéndolo desde la misma vivencia compartida con aquellos que sufren estas problemáticas, para poder tener legitimidad entre los tuyos. Por eso es tan importante que se escuche cada vez más la voz de los vecinos y vecinas que comparten los valores de emancipación colectiva de la izquierda y que viven en los barrios dando ejemplo con sus vidas de una manera diferente de relacionarse, con empatía, solidaridad, preocupación por los demás, colaboración para resolver problemas colectivos, etc. Lo que era característico de las asociaciones de vecinas y vecinos de toda la vida, lideradas por cuadros políticos, muchas veces comunistas, que daban lecciones de vida sólo con su comportamiento cotidiano.
Una experiencia que se va perdiendo, a pesar de la llegada de nuevas generaciones a estas asociaciones, sumadas a nuevas formas de organización. Y que hoy, más que nunca, está siendo atacada por el surgimiento de voces que quieren quitarle su legitimidad histórica. El mérito que tienen quienes, en medio de la apatía colectiva fomentada por el sistema, se organizan para resistir y luchar por un mundo mejor en los barrios, no puede impedirnos ver que todavía son una minoría y que tienen el reto de convencer a una sociedad cada vez más individualista. Y no, no debemos contentarnos con la existencia de algunos activistas y militantes en un mar de individualismo. Tampoco pensando que tenemos a los nuestros y las nuestras en las instituciones y, con esto, se resolverán todos los problemas. El objetivo final de cualquier izquierda que se considere a sí misma radical debería ser transformar la raíz del sistema, no sólo gestionarlo, y esto no se podrá hacer nunca sin el conjunto de la clase obrera que vive en los barrios. Una clase obrera que espera soluciones que, muy a menudo, esta izquierda no sabe cómo darles porque, tal vez, le falta haber vivido lo que se vive en los barrios para entender (que no necesariamente justificar) muchas cosas.
Arantxa Tirado. Politóloga y coautora del libro «La clase obrera no va al paraíso».