La crisis energética –por el sobreconsumo y el cenit petrolero– está dando lugar a poderosas alianzas globales entre las industrias del petróleo, los granos, la ingeniería genética y la automotriz. Grandes del mercado de los granos, como Cargill, ADM y Bunge; compañías de petróleo como BP, Shell, Chevron, Neste Oil, Repsol y Total; gigantes automotrices […]
La crisis energética –por el sobreconsumo y el cenit petrolero– está dando lugar a poderosas alianzas globales entre las industrias del petróleo, los granos, la ingeniería genética y la automotriz. Grandes del mercado de los granos, como Cargill, ADM y Bunge; compañías de petróleo como BP, Shell, Chevron, Neste Oil, Repsol y Total; gigantes automotrices como General Motors, Volkswagen AG, FMC-Ford France, PSA Peugeot-Citröen y Renault; y transnacionales de la biotecnología como Monsanto, DuPont, y Syngenta, están entre los principales propulsores de «la idea siniestra (como advirtiera el Presidente cubano Fidel Castro) de convertir alimentos en combustibles». En Estados Unidos, en la actualidad, la soja es el cultivo energético por excelencia para la producción de biodiésel. Sin embargo, tan solo un 1,5% de la cosecha de ese artículo produce 68 millones de galones del referido producto, o lo que es igual, un equivalente a menos del uno por ciento del consumo de gasolina de ese país. Por tanto, si la totalidad de la cosecha de soja en el territorio de la Unión fuera destinada a la producción de biodiésel, ello solo alcanzaría a cubrir un seis por ciento de la demanda nacional. Entretanto, en Brasil, ese mismo cultivo desplaza 11 trabajadores de la agricultura por cada uno nuevo que se emplea. Este no constituye un fenómeno nuevo. En los años 70, 2.5 millones de campesinos fueron desplazados de las áreas de producción de soja en Paraná y 300 mil de Río Grande do Sul. Muchos de estos ahora (los conocidos Sin Tierra) se concentran en una extensa zona de la Amazonía, donde otrora existiesen bosques milenarios.
Por su parte, la industria corporativa de la biotecnología de las naciones altamente desarrolladas e implicadas en este negocio está desarrollando semillas transgénicas para la producción de energía, y no de alimentos.
Según medios de prensa, «se están elaborando nuevas semillas genéticamente modificadas para la producción optimizada de biomasa –o que contienen la enzima alfa-amilasa–, que permitirá iniciar el proceso de producción de etanol».
Para la gran mayoría de los observadores resulta muy claro que la producción de biocombustibles no es ambiental ni socialmente sustentable ahora ni lo será en el futuro, planteamiento que muchos representantes de gobiernos pasan por alto teniendo en cuenta las utilidades que aportan a sus bolsillos.
Limitan así las necesidades agrícolas de un sinnúmero de pobladores, quienes habitan extensas áreas de terreno.
De esa forma se están desviando millones de valiosas hectáreas de cultivo que podrían ser destinadas a la producción de alimentos. Es también preocupante que distintas universidades –como la de Berkeley, en California, EE.UU–, y centros de investigación del continente estén resultando presas fáciles de los grandes capitales en la definición de las agendas de investigación académica. Esta batalla entre alimentos y combustibles impide que esos centros de estudio se involucren en investigaciones imparciales, e imposibilita que el verdadero capital de una nación, el intelectual, pueda explorar alternativas sustentables frente a la crisis energética y el cambio climático.
En suma estas nuevas alianzas entre alimentos y combustibles están provocando cambios en el paisaje agrícola mundial, en especial el de América Latina y, sobre todo, más pobreza rural, destrucción ambiental y hambre.