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Una reflexión suscitada por la prohibición de los toros en Cataluña

Birlado y burlado arte de birlibirloque

Fuentes: Rebelión

En sentencias como aquella de José Bergamín que decía -más o menos- que al toro no se le debe tener piedad porque tener piedad a la fiereza es insultarla ha abrevado la mollera de uno. Y es que uno se ha criado en el arduo cultivo de lo que ha dado en llamarse «sensibilidad taurina». […]

En sentencias como aquella de José Bergamín que decía -más o menos- que al toro no se le debe tener piedad porque tener piedad a la fiereza es insultarla ha abrevado la mollera de uno. Y es que uno se ha criado en el arduo cultivo de lo que ha dado en llamarse «sensibilidad taurina». Dicha sensibilidad se ha visto alimentada y robustecida por los artefactos culturales que dimanan de la fiesta en sí: las páginas del citado maestro madrileño, el monumental Cossío, los sonetos de Miguel Hernández y Rafael Morales, los cuasi arqueológicos tratados (por antediluvianos) de Pepe-Hillo y Paquiro Montes… Mea culpa…, el toro me ha subyugado por su belleza, por su estética.

Hace unas semanas, en un viaje vacacional a mi tierra (años ha que migré a México), encontré al Estado Español sumido en la polémica por la erradicación de los toros en Cataluña. La discusión jamás se atuvo a la problemática taurina como tal. Es una discusión fetichista que traslapa, de nueva cuenta aunque parezca inverosímil (por supuestamente anacrónico y superado), el debate sobre el Ser de España. Así, lo que Cataluña vindica es un justo derecho a la autodeterminación refutado de continuo por la España Una, Grande y Libre (y vocinglera y grandilocuente y tufarra hasta la saciedad). Así, el centralismo lo que sostiene es una metanarrativa unitarista que jamás (gracias al cielo) ha cundido exitosamente en Hespaña (sí, con la «h» que le incrustaba Castelao, para aludir al pacto entre diversos pueblos). Como adalid de este último encontramos al militante de Unión, Retranco y Autocracia, Fernando Savater, que alguna vez quiso ser filósofo, argumentando una ringla de barrabasadas a favor del orbe taurino (como que el toro no experimenta dolor, porque el dolor es un concepto humano; como que el toro de lidia vive a cuerpo de rey y que, por ello, es acreedor al tormento placero), soterrando en verdad su fobia al separatismo y su delirio jacobino.

Pienso, sin embargo, que el toro -la mal llamada «fiesta nacional» porque la tauromaquia no es patrimonio sólo de Hespaña- amerita un diálogo profundo por sí solo. Aquí, apuntaré únicamente unas cuantas ideas.

Se debe alegar que el sufrimiento del animal no puede, desde las coordenadas sociales en que nos movemos, ser sometido a debate. Hablar del sufrimiento del toro en la plaza mientras devoramos un jugoso y sangrante corte extraído de un ser que ha gastado su existencia estabulado en un espacio de dos por dos, que ha sido cebado hasta la deformidad y, finalmente, degollado o electrocutado resulta de una radical incongruencia. Cuando comamos lechugas de manera exclusiva y esté plenamente demostrado que éstas no experimentan forma alguna de dolor, nos revestirá cierta autoridad.

El asunto está en el espectáculo. El tinglado que se enarbola en torno al sufrimiento de un animal. El refocilo, el regocijo armados para que un ser sufra (o en los que como culminación se obtiene el suplicio y la muerte del astado). ¿Es legítimo ese espectáculo?

Diré, no pretendiendo articular una apología de los «taurinos», que ningún aficionado que se precie de serlo acude a la plaza para asistir a un teatro sanguinario. Muchos lustros ya que el torero dejó de ser matador de toros. La hermosura de la faena es consecuencia de la sublimación arquetípica de un combate, de un rito, de un sacrificio en la que se confrontan dos extremos: el intelecto humano y la fortaleza de la bestia, el valor y la bravura, la elegancia y la rudeza (el parafraseo de Bergamín que encabeza este artículo es un níveo ejemplo de la arquetipización)… Extremos que colisionan, mueren y resucitan (imaginariamente) en cada una de las suertes a lo largo de la lidia. Como resucita el torero en la ovación de los tendidos si ha logrado encarnar las cualidades del estereotipo al que responde. Como resucita el toro, en el pecho del entendido, cuando la encendida vuelta al ruedo (ya cadáver en la realidad material, arrastrado por las mulas) que homenajea su bravura, la no displicencia, el corazón desfogado que se vierte a vaharadas en la arena extrayendo fuerzas para la siguiente embestida.

Empero, no habrá que echar mano de la perífrasis y del eufemismo: este asombro estetizante -este panegírico del denuedo y de la templanza, de la nobleza y de la entrega- comporta el suplicio y la muerte (el placer que conlleva la corrida posee como referentes axiales y finales el tormento y la aniquilación). En fin, que éstos (el suplicio y la muerte) son parte capital- con todo su rigor atroz, nada imaginario- del panegírico exaltado.

Acaso, los que hemos apoyado de seguida los postulados de un arte comprometido al creer que todo acto estético es, en esencia, un acto ético tendríamos que ser valientes, bravos, como lo es el toro, y comprender de una buena vez, encarar de una buena vez -como el astado encara la muleta y la muerte sin arredros, sin circunloquios- que ser éticos en lo que a la tauromaquia concierne implicaría una renuncia a la tortura material que sustenta el solaz (simbólico y abstracto) que el toreo depara.