El informe hecho público por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de las Naciones Unidas constituye una nueva, contundente y dramática campanada de alerta sobre el inmenso peligro a que nos ha conducido el rumbo que siguen hoy los acontecimientos a escala planetaria, particularmente en el ámbito de los modelos productivos […]
El informe hecho público por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de las Naciones Unidas constituye una nueva, contundente y dramática campanada de alerta sobre el inmenso peligro a que nos ha conducido el rumbo que siguen hoy los acontecimientos a escala planetaria, particularmente en el ámbito de los modelos productivos y de los estilos de vida inducidos por éstos.
Sin embargo, el modo en que se informa de ello no está a la altura del problema. Desde hace décadas, se ha hecho ya habitual afirmar que el lenguaje «crea realidades», aludiendo las cualidades generativas del mismo. En efecto, sabemos que el modo en que los fenómenos que se comunican por medio de palabras y los términos utilizados para ello generan percepciones y reacciones de diversa intensidad en las personas.
Así, cuando se alude con el inocuo término de «cambio climático» a la catástrofe ambiental que se viene desarrollando ante nuestros propios ojos se hace difícil que las personas logren aquilatar la real gravedad y reaccionar de manera adecuada ante la magnitud de este peligro que amenaza hoy la sobrevivencia de la humanidad, pudiendo convertirse en una letal realidad en un horizonte de tiempo sumamente breve.
Los expertos y comentaristas aluden a y se lamentan de la «falta de voluntad política» de los gobiernos para hacerse cargo del problema y adoptar con la urgencia requerida las medidas necesarias para mitigarlo y alejar el peligro. Pero, puesto que no cabe suponer que los gobernantes ignoren lo que ocurre, habría que preguntarse cuál es la causa de su desaprensiva actitud ante la degradación ambiental en curso.
Este es un problema global que solo puede ser efectivamente encarado mediante medidas que permitan una operación racional de las actividades productivas, acorde con el interés de la población, y no como sucede ahora con el interés privado de los poderes fácticos empresariales que, operando bajo la lógica de la insaciable valorización del capital, se imponen sobre el supremo objetivo humano de valorizar la vida.
La dinámica autodestructiva generada por las insalvables contradicciones del desarrollo capitalista, que al subordinar el interés colectivo al interés privado del capital, dotado de un poder social cada vez mayor, transforma de manera creciente las fuerzas productivas de la humanidad en fuerzas de aniquilación, fue puesta tempranamente de relieve por los grandes teóricos del socialismo.
En vísperas de la Primera Guerra Mundial, la disyuntiva que este desarrollo capitalista abría de modo inexorable ante la humanidad, fue puesta en los siguientes términos por Rosa Luxemburgo: socialismo o barbarie. La barbarie capitalista, que en el siglo XX adoptó la forma de dos atroces guerras mundiales, con millones de muertos, es la que se nos presenta hoy bajo la forma de la catástrofe ambiental en curso.
Sin embargo, la capacidad de reacción de la población ante el mortífero peligro que la amenaza se sigue evidenciando aún extremadamente débil. Como si se tratase de algo aun demasiado lejano y difuso o susceptible de encararse con mínimas medidas de mitigación. Es como si se repitiese a escala global el drama del Titanic, en cuya cubierta continuaba la fiesta mientras el barco irremediablemente se hundía.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.