Primero se borraron las huellas del hombre y de los animales; luego comenzaron a borrarse los caminos
Primero se borraron las huellas del hombre y de los animales; luego comenzaron a borrarse los caminos. Porque estamos perdiendo las veredas y trochas que hilvanan sembrados, frutales, manantiales y saltos de agua, y también cuevas, leñeras, majadas, zonas de abrigo… Son las pequeñas sendas que circundan los pueblos, trazadas durante siglos por el paso de los habitantes y del ganado. Valgan estas líneas para, al menos, tomar conciencia de esa pérdida. Una entre tantas.
Llevaban al hombre -al forastero y al habitante- hasta los hitos del contorno, también hasta el agua y la comida, el calor y la sombra, según la estación. Estos caminos tenían una función cotidiana, la del trabajo, y también lúdica: eran la oportunidad para las excursiones de filete empanado y tortilla de patatas, para romerías y para juegos infantiles.
No hablo de las rutas de trekking, catalogadas en las guías y atestadas de mallas de licra y chubasqueros color flúor los fines de semana. Hablo de los senderos cotidianos. Con el abandono de los pueblos y la muerte de sus últimos habitantes, no sólo se está perdiendo el patrimonio material de esos lugares (sus casas y sus iglesias, vencidas por la hiedra y la intemperie) sino que la naturaleza también se está tragando esas sendas y trochas que ya nadie pisa.
Las conexiones sentimentales y físicas que las veredas establecieron, las perspectivas de la naturaleza, del cielo, de los valles y los árboles, que desde ellas estableció la escala humana, también están peligro de extinción. Funcionaban casi como las conexiones neuronales de una forma distinta de ser humano, de estar en el mundo, de un modo de vida y un modo de pensar que están expirando, barridos por el creciente e imparable éxodo a la ciudad.
Cada vez son menos los lugareños que puedan explicar cómo ir de un sitio a otro en los alrededores de esos pequeños asentamientos humanos. Se pierde así el patrimonio inmaterial del recorrido mismo, de las sensaciones de luz, sonido y aroma que proporcionaba cada determinada caminata.
Se pierde también la memoria de lo que esos senderos vieron: el paso de viajeros entre comarcas, la huida de los fugitivos, los bandoleros, el maquis, los cautos pasos de los enamorados en busca de un recodo donde reconocerse.
Los tesoros naturales, paisajísticos y humanos que esas sendas conectaban están volviendo así a recobrar su carácter secreto. Vuelven allá donde estaban antes de ser descubiertas y apropiadas por el hombre, vuelven al oscuro misterio de los bosques. Primero se borraron las huellas; después, los caminos. Un elocuente olvido del olvido.