Canarias, ahora bajo el shock de la erupción del volcán palmero de Cumbre Vieja, aparece como un archipiélago indefenso ante las sacudidas de su naturaleza hostil y caprichosa, como lo demuestra periódicamente en algunas de sus islas, La Palma y El Hierro, particularmente. A este riesgo físico tan serio, las islas se enfrentan con una debilidad generalizada que incrementan las condiciones sociopolíticas en que se desenvuelven, que son de tipo tercermundista.
Los rasgos que definen esta situación son, por una parte, una clase política que se ve impotente ante estos peligros pero que, en realidad, es incompetente en general y tradicionalmente, con la presencia, junto a los dos partidos mayoritarios y como nota propia, del poder persistente de Coalición Canaria, una formación amarilla, demagógica y oportunista, que pretende sin miedo al ridículo la categoría de “nacionalista” y que funciona con gran apego a las formas antidemocráticas del caciquismo y el clientelismo. Este poder político, alternante, entremezclado y sin grandes diferencias según las siglas, se desentiende de cualquier ordenación vigorosa y consecuente de un territorio singularmente expuesto, siendo la consecuencia una situación espacial caótica, más que desordenada.
El otro rasgo que marca esta perspectiva de subdesarrollo es una superpoblación que presiona, un tanto desesperadamente, sobre el medio físico y sus recursos.
En La Palma no se decidió ninguna medida de precaución territorial-ambiental tras la última erupción, la del Teneguía en 1971, volcán no demasiado lejos del actual, seguramente porque, ocurrida al sur de Fuencaliente, en el extremo meridional de la isla, apenas produjo daños ya que esa erupción se produjo próxima al mar (derramándose también sobre el acantilado del suroeste, y sobre anteriores fenómenos eruptivos, relativamente recientes, con suelos imposibles de habitar o cultivar. Pero confirmó la lógica geológica de la isla, y es que el vulcanismo es activo en su mitad sur, y a ello debe su forma de triángulo isósceles con vértice en el extremo meridional y estructura volcánica joven, de erupciones “recientes y subrecientes” (en el argot de los vulcanólogos), es decir, que vive en permanente formación…
La imprudencia institucional, mejor diríamos desinterés casi secular, que es política pero también social en general, ha permitido que esa mitad meridional de la isla se haya ido superpoblando a ambos lados del espinazo volcánico de Cumbre Nueva-Cumbre Vieja, de dirección norte a sur. Ahí los mantos volcánicos han ido adquiriendo una topografía suave y dando lugar a suelos que los siglos han hecho extraordinariamente fértiles y que, además, cuentan con la generosa irrigación de las aguas procedentes de la imponente Caldera de Taburiente, uno de nuestros más espectaculares Parques Nacionales (con desniveles de los 400 a los 2.426 metros (Roque de los Muchachos), aguas debidas a su alta pluviosidad e intensa condensación.
En una isla de poco más de 700 km2, en la que la mitad de esta superficie posee ya una orografía imposible de colonizar por la actividad humana, la población existente es de unos 84.000 habitantes, lo que arroja una densidad, en términos reales, de no menos de 300 hab/km2, típicas de países superpoblados; esta es la densidad media del archipiélago, donde hay que tener en cuenta este rasgo común de la existencia de amplios espacios muy afectados por los fenómenos volcánicos, por lo que no son aprovechables. La Palma, pues, aparece como superpoblada, con la secuela, presente en otras islas —sobre todo las dos mayores, Tenerife y Gran Canaria— de falta de respeto generalizado tanto de las normas urbanísticas como del dominio público, sea el marítimo-terrestre, sea el hidrológico, que en este medio físico está determinado por los omnipresentes campos de lava y su configuración producto del tiempo y los fenómenos erosivos.
Este panorama nos remite a ciertas y muy numerosas áreas de Centroamérica, por ejemplo, donde es habitual la invasión progresiva de los espacios naturales por los cultivos y el hábitat disperso. Se trata de procesos anárquicos sobre los que el poder político apenas ejerce control efectivo alguno. Ahora, cuando cientos de viviendas y miles de hectáreas de cultivos son arrasados por la lava que discurre por relieves de una lógica previsible, los que no se han empleado en prevenir este desastre acuden a la “primera línea” queriendo mostrar una preocupación que ya es ineficaz: simplemente, se está a la emergencia y el socorro cuando el drama ya ha estallado.
El hecho, pues, es que ahí no se toma en cuenta la crítica realidad geológica sobre la que se desarrolla la vida isleña, ni se adapta su economía a tan fuertes e insoslayables constricciones. De ahí que haya pocos motivos para confiar en que se adopten medidas de prudente y responsable ordenación territorial, y que se hagan cumplir (lo que hay que reconocer que resulta casi inviable en la práctica).
Pero la mitad sur de la isla de La Palma debiera ser abandonada, o casi, por los cultivos y la población, si es que se quieren evitar males mayores y futuros, ya que la actividad volcánica es persistente en ese subsuelo, y seguirá causando, cada cierto tiempo, sobresaltos, daños y dramas.
Volcanes y terremotos, tantas veces interrelacionados, pertenecen en principio a los fenómenos claramente naturales, en los que la mano del hombre no influye (dejemos aparte la generación, cada vez más numerosa e inquietante, de movimientos sísmicos inducidos por la acción humana: explotación del subsuelo, grandes embalses…). Y es verdad que conocer, en sí, a volcanes y terremotos no es nada fácil, ni seguir su agitada vida geológica en tiempo real; y menos, anticipar cómo van a expresarse o los daños que se podrán esperar. Todo esto es, en una parte importante, el resultado de una ciencia insuficiente que, a escala planetaria, no se desarrolla como debiera, que es atendiendo a las prioridades humanas y sociales.
Ha avanzado mucho más (muchísimo más) la ciencia del espacio exterior que la del interior de la Tierra, sin duda porque aquella ofrecía más posibilidades, tanto para la guerra como para el negocio. Pasma ver cómo de la espectacular “conquista espacial” acaban siendo beneficiarios un selecto grupo de millonarios caprichosos que se permiten sobrevolar el planeta pagando sumas obscenas a empresas privadas que sacan ventaja –liberalismo manda– de las ingentes inversiones públicas, en este caso norteamericanas, realizadas desde finales de los años 1950.
Total: población en aumento, menosprecio de los peligros (y de lo sagrado), irresponsabilidad política, incultura cívica, ciencia desviada… Gaia, ese “descubrimiento” del químico Lovelock como imitación, tardía e imperfecta, de la Madre-Tierra que siempre han respetado las culturas indígenas, simplemente se muestra viva y vivaz, con entera libertad, aunque se vea alcanzada por las imprudencias de los humanos o si sufre directamente sus agresiones e insidias por lo que estos consideran proceso de crecimiento (lo que provocará, con seguridad, sonoras y poco comprensivas carcajadas de esta diosa-madre planetaria, paciente y potente). Gaia, que nunca ha necesitado de los humanos, prevalecerá, por descontado, con su inteligencia telúrica, omnipotente y cuasi eterna, frente a la enajenación mental de un Homo sapiens en acelerado rumbo, a través de la insensatez, hacia su desaparición