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Cansados de esperar

Fuentes: Centro de Colaboraciones Solidarias

La sociedad europea se ha alarmado por los asaltos de los emigrantes en Ceuta y Melilla, al sur de España, en la frontera de Europa con África. Europa se siente atacada: se alzan las voces de alarma y se rasgan las vestiduras porque los emigrantes han pasado a la ofensiva desesperada por entrar en ese […]

La sociedad europea se ha alarmado por los asaltos de los emigrantes en Ceuta y Melilla, al sur de España, en la frontera de Europa con África. Europa se siente atacada: se alzan las voces de alarma y se rasgan las vestiduras porque los emigrantes han pasado a la ofensiva desesperada por entrar en ese ansiado y Primer Mundo. ¿Es que nadie se lo esperaba? Sólo era una cuestión de tiempo que decidiesen pasar a la acción. No se trata de un asalto, sino de una visita que ha tenido que tirar la puerta ante los persistentes oídos sordos que no quisieron escuchar mientras la aporreaba.
 
En la frontera de EEUU con México, los ciudadanos norteamericanos han creado patrullas urbanas que, fusil en mano, rastrean el territorio día y noche. Eso sin contar a los miles de emigrantes que, legal o ilegalmente, se establecen en el Norte cada año. La emigración es un hecho y seguirá en aumento como no se pongan medios para mejorar las condiciones de vida en el lugar de origen.
 
Ahora no podemos hacernos los sorprendidos ni pretender que alzando muros más altos o reforzando las fronteras con el ejército se va a solucionar algo. ¿Cuándo dejaremos de meter la basura debajo de la alfombra? ¿Es que no nos damos cuenta de que debajo ya hay un bulto del tamaño de un elefante?
 
Durante siglos, los países occidentales han esquilmado la riqueza del Sur, han generado unas bolsas de pobreza y desesperación que tienen que romperse por alguna parte. Los gobiernos e instituciones de los países enriquecidos han logrado que la gente ya no espere nada de ellos. Si no se ofrecen soluciones, habrá que buscarlas en un intento desesperado por cruzar esa línea invisible que separa la miseria de la opulencia.
 
Los emigrantes hacen kilométricos viajes en autobús viendo nuestras películas y ansiando pertenecer a ese paraíso terrenal plagado de paredes de cartón piedra. Ese alarde de nuestra reluciente sociedad se convierte en una llamada a gritos, en una invitación al paraíso prometido que no llega, que se aleja cada vez más. Durante siglos se les ha puesto la zanahoria del desarrollo para instalar medidas económicas y multinacionales explotadoras que, lejos de generar ese desarrollo, han multiplicado las diferencias. Es lógico que ya se hayan cansado de esperar.
 
La paradoja es que, cuando llegan, descubren pomposos anuncios de televisión que publicitan sus países de origen como verdaderos paraísos turísticos para los occidentales ansiosos de aventura y nuevos aires. Cuando dejemos de jugar a engañarnos, podremos poner las primeras piedras para solucionar problemas que han permanecido silenciados durante siglos.
 
Por ahora los casos de asalto a la frontera han sido controlados; pero, si no se ponen soluciones, el problema no va a dejar de crecer. No se puede poner puertas al campo.
 
Durante la II  Guerra Mundial el frente ruso constaba de 11 millones de personas, 11 millones de hombres mal alimentados y sin apenas armas que cubrían miles de kilómetros enfrentándose a un verdadero ejército con las más sofisticada  tecnología de guerra. Cuando murieron, fueron reemplazados por otros 11 millones de rusos que llegaron hasta la ciudad de Berlín. África tiene 900 millones de personas, ¿nos creemos capaces de detenerlos cuando, en justicia, decidan recobrar lo que les hemos robado?
Mientras los emigrantes no puedan tener una vida digna en sus países de origen se verán con derecho a cruzar la frontera. Porque una vida que no es digna, vale muy poco y merece la pena arriesgarla. Ahí se encuentra el reto: devolverles la dignidad que les pertenece. Si queremos mantenernos al margen, no nos sorprendamos después de las consecuencias.
 
Lo verdaderamente triste e inaceptable es que nos hagamos los sorprendidos, que sigamos siendo como niños que se creen escondidos cuando cierran los ojos. Como decía la película francesa El odio, estamos cayendo desde una ventana y mientras caemos no paramos de repetir: todavía estoy vivo, todavía estoy vivo, no he llegado abajo. Pero el suelo y el golpe se encuentran al final del trayecto como no variemos de rumbo.

* Fran Araújo es periodista.