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Texto íntegro del discurso de Sánchez Ferlosio, en la ceremonia de entrega del Premio Cervantes 2004

«Carácter y destino»

Fuentes: ABC

«Una mañana de verano del 59, paseando mi hija y yo por el Retiro, al cruzar por el trecho que separaba el quiosco de la música del antiguo escati de baldosines, oí de pronto unas voces que venían de entre los árboles, en las que reconocí el falsete característico de los actores de guiñol. En […]

«Una mañana de verano del 59, paseando mi hija y yo por el Retiro, al cruzar por el trecho que separaba el quiosco de la música del antiguo escati de baldosines, oí de pronto unas voces que venían de entre los árboles, en las que reconocí el falsete característico de los actores de guiñol.

En mis tiempos era muy difícil encontrar un padre joven, medianamente instruido, que, en el trato con sus hijos, no se creyese un pedagogo consumado. Ella no había cumplido los tres años y medio, y no podía haber reconocido aquellas voces, porque nunca había asistido a un espectáculo de guiñol ni a ningún espectáculo en absoluto. Así que su ignorancia me dio tiempo de dudar: ¿la llevo o no la llevo?

Y aquí no es necesario recordar hasta qué punto la cuestión de la conveniencia o inconveniencia pedagógica, social y hasta política de los espectáculos públicos en general ha sido en Occidente un asunto moral que se remonta cuando menos a Platón.

Tal tradición moral no me era ajena, porque los hombres cambian o querrían cambiar, pero las instituciones, y entre ellas los espectáculos, permanecen perversamente idénticas. Pero ya se sabe que la situación concreta suele ablandar las doctrinas profesadas, y ella solía mostrarse muy agradecida ante cualquier novedad. Estábamos a no más de unos quince metros de las primeras líneas de castaños de detrás de las cuales venían aquellas voces; yo la tenía cogida por la mano y le dije: «Ven; vamos al teatro».

Naturalmente, la función -una pieza de reír- estaba ya más que empezada, pero ella entró al instante, sin un punto de asombro, en su propio ser, riendo ya con la primera frase de la manera más natural del mundo, donde lo que se me hacía más sorprendente era que no considerase necesario preguntarme absolutamente nada. Fui yo el que tuve que preguntarme para mis adentros: «¿Pero qué clase de espectáculo está viendo esta criatura?: Hemos llegado con la obra ya empezada o avanzada, y ella se está riendo y divirtiendo con cada paso -o frase- como una unidad que se bastase a sí misma sin un contexto de sentido del que tomase significación; una unidad completa dentro de sí, que no se cumplía como un eslabón dentro de una cadena causal con un antes y un después. Pero eso no comportaba para ella ninguna deficiencia o insuficiencia, sino, por el contrario, una autosuficiencia de la significación, del puro decir en sí, emancipado de cualquier impleción en un campo de sentido.

He elegido justamente la palabra «campo», para servirme de la analogía metafórica que ofrece la noción «de campo magnético». Así como un puñado de virutas de hierro que yacen inertes las unas de las otras se erizan de pronto y se disponen y orientan todas ellas en un único sentido bajo la acción del campo magnético de un imán, de análoga manera el «campo de sentido» de la contextualidad lingüística apresa y orienta las significaciones en un único sentido; y es esta orientación unívoca y bien determinada lo que produce lo que llamamos un «argumento».

Faltaba, pues, totalmente, un argumento, pero, sin éste, había para ella otra cosa completa, que se colmaba plenamente y aun se hacía perceptible precisamente liberada del sentido. En un texto antiguo señalaba yo la acción deletérea del sentido, cuando venía forzadamente impuesto. Decía así: «Cuando no queda ningún dato gratuito, ninguna ramificación que no revierta al texto motivante y motivado, ninguna circunstancia que no ejerza su estricta determinación causal, aparece invertida la relación entre facticidad y sentido, con el efecto de que la primera, que había de ser justamente lo explicado, queda desnaturalizada y convertida en ilusoria, como un mero soporte sensorial de su propia explicación: el que no es ya más que el fantasma o el ruido del porqué». (Hasta aquí la cita) La idea era la de que el sentido anula la contingencia de los hechos, los despoja de su facticidad y los degrada a datos.

Aristóteles, en su defensa del argumento, percibe claramente el achaque de la historia : su deficiencia en conexiones lógicas; pero al preferir el tipo de argumento que aporta la ficción, siempre mejor o peor trabado, y apagar la contingencia, parece buscar la paz del alma, eligiendo, frente a la turbadora turbulencia de los hechos, la limpia e inteligible consecuencia lógica. El amor a la consecuencia o congruencia se revela como un sedante estético: al estridente, rayante, chirriante, incomprensible, zumbido y frenesí de un mundo malo, todos prefieren la música. Así Aristóteles, hijo de médico, recetaba la medicina de la racionalidad de una forma que no era más que un placebo frente a un mundo que seguía imperando como pura sinrazón. En su Estética, a despecho de su inmenso talento, Aristóteles era ya un buen burgués, que prefería la injusticia al desorden. Siguen, pues, la doctrina aristotélica los autores que dicen que la ficción revela mejor que la crónica la naturaleza de los hechos. Hasta un político ideólogo que dice «hay que ser consecuentes», busca un arreglo estético. La tan elogiada «consecuencia» es, a menudo, vanidad ideológica.

Salíamos ya por la cancela del Retiro, y la niña me dio un indicio más de cómo no importaba nada la falta de argumento: venía la mar de divertida con cierto personaje, del que repitió una frase, y con un curioso error : «no me des más en la cabeza, que la tengo muy dolorosa». Comprendí que la frase se bastaba a sí misma como manifestación. Sí, «manifestación» era la palabra. Parecerá mentira, pero sólo aquella mañana se me reveló que la pura manifestación era una función independiente, autónoma, autosuficiente de la lengua, y que, en aquella pieza de reír, el argumento no era más que un soporte pretextual destinado a dar pie para que los personajes se manifestaran.

Esto me remitió enseguida a los personajes de tebeo: de éstos se recordaba vivazmente la manifestación, ¿pero quién podía acordarse de algún argumento?. A la llamada del paradigma «personajes de manifestación» empezaron a bajar de las montañas -y específicamente de la literatura de reír- los personajes de tebeo, los payasos del circo, Charlot, los distintos repartos de marionetas italianas o francesas, con nombres permanentes, y, por supuesto, DON Quijote y Sancho Panza.
Sólo años después llegó a mis manos el ensayo de Walter Benjamin, «Destino y Carácter». Aquí, lo primero que hace el autor es separar netamente ambas nociones y sobre todo su conexión, al parecer originariamente derivada de una oscura interpretación de una oscura sentencia de tres palabras de Heráclito el oscuro. Al cabo de lo cual, cita una frase de Nietzsche, que me fue decisiva ; ésta : «el que tiene carácter tiene también una experiencia que siempre vuelve». «Y esto significa -comenta Benjamín- que si uno tiene carácter, su destino es esencialmente constante; lo cual, a su vez, significa -y esta consecuencia ha sido tomada de los estoicos- que no tiene destino». (Fin de la cita)

A la anécdota semanal del personaje de tebeo la llamamos «historieta», casi como queriendo recortarle o rebajarle la cualidad de historia, que comportaría un argumento. La historieta no es más que un argumentillo ocasional, que se tira después de usarlo, o sea de haber servido de catalizador de la manifestación y lo que se manifiesta es el carácter. Ha habido personajes de manifestación, o digamos ya «de carácter», cuyo carácter se cumplía plenamente en el ámbito visible. El genio máximo ha sido Charlot, que anduvo ya sobrado con el cine mudo. Pero en la escritura nunca bastará la descripción del gesto, y será la palabra dicha por el personaje, la palabra plena, significante, holgada, la que traiga en sí misma el componente más completo y más específicamente humano de la manifestación del carácter.

Así habían sabido verlo los lectores de la primera parte del Quijote, según el testimonio del bachiller Sansón Carrasco, en uno de los primeros capítulos de la segunda parte, cuando a preguntas del propio Don Quijote sobre si el autor promete una segunda parte, contesta que hay quienes no la esperan ni la desean, pero que otros decían: «vengan más quijotadas, embista Don Quijote y hable Sancho Panza, y sea lo que fuere, que con eso nos contentamos». Y aquí, dado que aunque Sansón Carrasco esté hablando dentro de la novela sabemos que es una noticia que Cervantes mete desde fuera de ella, no puedo por menos de encarecer la importancia capital de ese «hable Sancho Panza», como un testimonio revelador de hasta qué punto los lectores de la primera parte habían reconocido clarividentemente a Sancho Panza como un personaje de manifestación, o sea como un personaje de carácter. Por supuesto que también lo es Don Quijote, pero bajo una condición peculiarísima que enseguida se verá.

La manifestación del carácter en su plenitud, que es igual que decir «en su gratuidad», es privilegio eminente de la comedia. La palabra «drama» quiere decir precisamente «acción», y es la acción, la acción con sentido, la proyección de intenciones y designios, los trabajos racionalmente dirigidos al logro de los fines lo que constituye un «argumento» en el sentido fuerte, y no pertenece por lo tanto al orden del carácter, sino al orden del destino.

«Hermano, este día no es de aquellos sobre quien tiene juridición la hambre, merced al rico Camacho. Apeaos, y mirad si hay por ahí un cucharón y espumad una gallina o dos y buen provecho os haga». Tal es la respuesta que recibe Sancho Panza de uno de los cocineros de Camacho, cuando al acercarse a los fuegos de una gran cocina extendida en el suelo al aire libre, viendo toda aquella abundancia, «tutta quella grazia di Dio» -como habría dicho un italiano-, saca un mendrugo de pan y le pide al cocinero, «con corteses y hambrientas razones» tal como dice literalmente el texto, que le permita mojarlo en la salsa de una de las ollas. Estamos en el momento culminante de toda la novela, en su punto solar.

Y de una manera más manifiesta que en ningún otro pasaje, la prosa de Cervantes se deja blandamente suscitar y conducir por la atmósfera de la fiesta y la abundancia hallando las palabras que concuerdan con la manera, con el gesto, con la luz en que aparecen, o vislumbramos que tendrían que aparecer, las cosas en el orden del carácter, en el reino de los bienes, en el tiempo consuntivo, allí donde la juridición de la hambre ha quedado suspendida: «y mirad si hay por ahí un cucharón y espumad una gallina o dos y buen provecho os haga». Así, abandonado, tirado por ahí, entre el desorden y la confusión de lumbres y calderos, debe de haber algún cucharón, que ni siquiera llega a ser «EL cucharón», porque sólo se tiene idea de que alguno había o tendría que haberlo o parece verosímil que lo haya. Las cosas huelgan sueltas, desligadas las unas de las otras, yacen desperdigadas sin que nadie las tenga sometidas a control. Lo mismo vale para «una gallina o dos», porque dos gallinas son una gallina, y una gallina dos gallinas son; los bienes no tienen cuenta; si se usa el número, una gallina o dos, es sólo porque vienen en cuerpos discontinuos, pero en la indiferencia, en esa misma dejadez del «una o dos», el propio número se anula virtualmente, incoando un continuo «gallina» tal vez un poco a la manera de aquel «tigre continuo» que inventó el talento de Jorge Luis Borges.

En la «juridición de la» hambre, en el tiempo adquisitivo, de los valores, en el orden del destino, rige el principio burocrático de «un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio» y es intolerable que el cucharón no esté donde tiene que estar. Las gallinas, por su parte, están contadas, contabilizadas, controladas, y no sólo por si sobreviene una mortandad avícola y llegan a ser demasiado pocas y hay que racionarlas, sino también por si viene un año demasiado próspero y las gallinas aumentan más de lo debido, y hay que sacrificar las excedentes en aras de lo que hoy suele llamarse «creación de riqueza», porque entre ésta y el remedio de las carencias humanas, o sea entre los valores y los bienes, hay un antagonismo irreductible.

Cuando se celebraron las Bodas de Camacho regía una tregua entre flamencos y españoles; Cervantes no vivió para conocer la reanudación de aquella guerra, que había hecho acuñar a los españoles el lema aquel : «Italia mi ventura, Yndias mi desventura, Flandes mi sepoltura», ni conoció la atribulada corte de Felipe IV, en la que fue Velázquez el que tomó, magistralmente, su puesto como paladín del carácter. Ahí está su galería : el Bobo de Coria, el Niño de Vallecas, el Primo, Pablillos de Valladolid y otros, y hasta una mujer, Mari Bárbola, que hace la corte a la Infanta en «Las Meninas». Son personajes inmóviles en la pintura y en la historia; ni tan siquiera la edad que representan es ya la cuenta de sus años, sino un rasgo permanente de su fisonomía. Están en Palacio sin más función, sin más servicio al Rey que su presencia; sin ayer, sin mañana, sin historia. Frente al cárdeno horizonte de tormenta que hace el fondo del retrato del Conde Duque de Olivares, personaje de destino si los hay, los fondos de los cuadros de nuestros personajes de carácter son neutros, cercanos, sin horizonte alguno. Su servicio al melancólico Rey es amortiguar, distraer, ahuyentar, exorcizar, la ominosa galerna del destino que amaga más allá del Guadarrama. Porque el halcón del destino, señor de la Historia, lo trae ahora, firmemente agarrado a la luva de cuero en su muñeca, Richelieu.

En esa atmósfera macilenta de los cuadros de Velázquez muchos han creído ver la luz de lo que los historiadores llaman decadencia. A algunos autores de la llamada Generación del 98 no les gustaban nada estos períodos que sentían como «estados de postración» de España. Don Antonio Machado, por ejemplo, perpetuó ese rechazo con aquel eslogan despectivo que aún se oye a veces hoy : «la España de charanga y pandereta». Y en la letra del verso dice de ella entre otras cosas : «Esa España inferior que ora y bosteza,/ vieja y tahúr, zaragatera y triste;/ esa España inferior que ora y embiste,/ cuando se digna usar de la cabeza.» La corrección que propone más abajo en el mismo poema es una especie de «toma de conciencia histórica», que dice así : «Mas otra España nace,/ la España del cincel y de la maza,/ con esa eterna juventud que se hace/del pasado macizo de la raza./Una España implacable y redentora,/ España que alborea/con un hacha en la mano vengadora,/España de la rabia y de la idea». Por su parte, Don José Ortega y Gasset tiene una mirada compasiva para una nación en estado de postración histórica: «¡Pobre la vida, falta de elásticos resortes que la hagan pronta al ensayo y al brinco!.¡Triste la vida que, inerte, deja pasar los instantes, sin exigir que las horas se acerquen vibrantes como espadas!». Dice en el «Origen deportivo del Estado». Y en esa misma idea viene a reincidir en «España invertebrada», en este pasaje: «Mas ¿para qué, con qué fin, bajo qué ideas ondeadas como banderas incitantes?.¿Para vivir juntos, para sentarse en torno al fuego central, a la vera unos de otros, como viejas sibilantes en invierno?». Pero donde más se explicita su inclinación hacia la Historia, hacia lo histórico es donde habla de Hegel en el ensayo «Hegel y América»: «Su filosofía es imperial, cesárea, ghenghiskanesca. Y así ocurrió que, a la postre, dominó políticamente el Estado prusiano, dictatorialmente, desde su cátedra universitaria»; y un poco más abajo describe el carácter de Hegel como «organizador de grandes masas y duro para la carne de cañón», y todavía, cuatro páginas más abajo, dice de él: «es un pensamiento de Faraón, que mira el hormiguero de trabajadores afanados en construir su pirámide».

Pues bien, precisamente en Hegel nos hemos de apoyar para poner un ejemplo o modelo inmediatamente accesible a cualquier experiencia, que ilustre la oposición entre el orden del carácter y el orden del destino. En uno de los pasajes más celebres y que más han preocupado a toda suerte de lectores de la «Filosofía de la Historia» dice Hegel así: «También al contemplar la Historia se puede tomar la felicidad como punto de vista; pero la Historia no es un suelo en el que florezca la felicidad. Los tiempos felices son en ella páginas en blanco. Cierto que en la historia universal se da también la satisfacción, pero ésta no es lo que se llama felicidad, pues es la satisfacción de fines que sobrepasan los intereses particulares. Fines de importancia para la historia universal requieren voluntad abstracta, energía, para ser mantenidos. Los individuos de significado para la historia universal, que han perseguido esos fines, han encontrado ciertamente satisfacción, pero han renunciado a la felicidad». Hasta aquí la cita. Esta dualidad de Hegel es una contraposición de términos totalmente antagónicos, y constituye el eje de giro de estas mis teologías. Es cierto que, al menos en el castellano de hoy en día, «felicidad» y «satisfacción», vienen a usarse como palabras casi sinónimas. En particular, el uso de «felicidad» encarece a menudo situaciones anímicas de cumplimiento de designios, de autoafirmación del yo o, en fin, de eso que un sujeto angloparlante suele celebrar con la exclamación «¡I did it!», por ejemplo, la victoria en un campeonato deportivo, pues no falta quien proclame esa victoria como «el día más feliz de mi vida». Lo cual me hace pensar si no será que en un mundo de sujetos cada vez más dominados por el paradigma competitivo del «ganar y perder» el lugar de la felicidad viene siendo usurpado y colmado por la satisfacción como única forma conocida de contento humano.

En esa espléndida pieza de pintura que es la tabla derecha del tríptico «El Jardín de las Delicias» de Ieronimus Bosch, «El Bosco», pueden verse, entre las cosas que podrían llevar a los hombres al infierno, unas cuantas, diminutas, figuras de niños y adultos, calzadas con unas botas de cuchilla muy semejantes a los patines de hoy en día, deslizándose, felices, por la superficie de una laguna helada. El placer de patinar es ventajista : reside en gastar poco y lograr mucho, en la sensación corporal de liberación de la gravedad, de ventaja sobre ésta, de ingravidez gratuitamente conseguida; precisamente gratuita, como un don, como un bien. El que patina va y viene como quiere, a la velocidad que quiere, pero, sobre todo, sin ir a ninguna parte y disfrutando a cada instante durante el ejercicio.

El error de Huizinga, en su magnífica y ya clásica obra sobre el juego, «Homo ludens», estuvo en que, al haber tomado por punto de partida la oposición entre «juego» y «seriedad» -contraposición que no debía de aparecer tan dudosa y cuestionable en los tiempos de la obra de Huizinga como en los de la Guerra de Iraq- no se dio cuenta de hasta qué punto cuando introduce el «agón», o sea el principio competitivo, establece una contraposición mucho más tajante y decisiva que la de juego y seriedad : la de juegos competitivos y juegos no competitivos, o por usar el término griego de Huizinga «agón», juegos agónicos y juegos «anagónicos».

De modo que ahora a dos de aquellos mismos patinadores «anagónicos» de la laguna de El Bosco, les vamos a mandar los demonios del «agón» para que les susurren al oído : «A ver quién corre más». En esta era en la que todo es «desafío», «challange» será sumamente probable que nuestros patinadores caigan, entusiasmados, en la tentación.

Ya están contentos, ya tienen «algo por qué luchar». Hemos entrado en el deporte «agónico», en el deporte con sentido y argumento, y, por tanto, en el orden del destino. Lo relevante es la inversión total del aprovechamiento ventajista del terreno, puesto que ahora, por el contrario, aquí el jugador somete a su propio cuerpo a la exigencia y la violencia de aumentar el esfuerzo muscular hasta su máximo potencial de rendimiento; en ciertos juegos de competición no es hiperbólico decir que el deportista trata su cuerpo a latigazos como si fuese su propio caballo de carreras.

Si, ahora, imitando a Hegel cuando consideraba los inmensos sacrificios perpetrados en el «ara de la Historia Universal» se preguntaba: «¿Para quién?, ¿para qué?», nos preguntamos nosotros lo mismo respecto de esos veintidós muchachos que se autoinmolan todos los domingos en el ara sacrificial del balompié, la respuesta será, de puro obvia, perogrullesca: «pues ¿para qué va a ser?. ¡Para ganar!. ¡Para ser los primeros, los mejores!»; pero si nos detenemos a mirar el asunto un poco más, la respuesta empezará a dejar de parecer tan obvia, para empezar a sonar un tanto misteriosa. Y aun más misterioso tendría que resultar el que se estime y se alabe como «entrega», como «generosidad», aun más nobles por la total carencia de utilidad, un esfuerzo y un sacrificio que no responden más que al delirio solipsista, narcisista, autista, del «¡I did it!», del egocéntrico furor de autoafirmación de los sujetos, con toda esa penosa jerga escolar del «espíritu de sacrificio», y el «afán de superación» y la «aspiración a la excelencia».

El tiempo del deporte «agónico», modelo del tiempo del destino, del que Benjamín dice que «no tiene presente», es el tiempo de la historia. Supuesto que por «historia» se entiende aquel acontecer que está, como diría un periodista, «preñado de sentido», que es una bien trabada y consecuente sucesión argumental de designios propuestos, perseguidos, contendidos en campos de batalla y alcanzados o frustrados, mal podría caber en ella la felicidad, que, al no tener sentido, tampoco tendría una sola línea que escribir. Salvo que hoy parece que el estigma de «lo histórico» ha penetrado e inficcionado tan profundamente el mundo de la vida, que se ha apoderado de casi todas las cosas y hechos de los hombres.

La racionalidad precaria y espectral de la idea de «destino» no admite ser denunciada de frente como irracionalidad ni desautorizada señalándole «contradicciones», porque desciende de concepciones míticas, ajenas a nuestros usos de razón. Será, en cambio, un refrán, el más espléndido, y a la vez más terrible, de los refranes castellanos, el que nos dé la ilustración más aproximada de la indefinible noción de «destino»; dice así:
«El potro que ha de ir a la guerra, ni lo come el lobo ni lo aborta la yegua».

Sólo aparentemente fue una feliz contingencia, un azar afortunado, el que no fuese malparido por su madre, sólo aparentemente fue una suerte el que saliese bien librado de las insidias y asechanzas de los lobos; en realidad, no eran hechos gratuitos o fortuitos, sino que tenían una causa, una causa indefectible, que esperaba escondida entre los pliegues de los días; y esa causa -que no parece causa- era que tendría que morir en el campo de batalla, despanzurrado por una bala de cañón. Tal es la perversa voz del destino, tal es la retorcida irracionalidad del que pretende racionalizar la contingencia imponiéndole un sentido, una causa, un argumento. Tanto más admirable resulta el inequívoco gesto del refrán, en la desesperada valentía de revolverse, no con acatamiento ni con resignación, sino con todo el rencor de sus entrañas contra la cara de un destino, cuyo poder, sin embargo, reconoce. Suena como un enconado renegar de un mundo encadenado por la maldición de los nexos de sentido, un tiempo en el que nada escapa a la condena de una toma de sentido, tal como exige el gobierno del orden del destino.

Pero el talento del refrán, que es el talento de la lengua, de intelecto agente, afina aún más, pues he aquí que las dos desgracias -la de ser abortado por la yegua y la de ser comido por el lobo-, de las que el potro sale salvo, son desgracias de la vida, mientras que la desgracia de ir a la guerra, en que hallará la perdición, es, en cambio, por antonomasia, una desgracia de la historia. De esta manera, ya en el propio contenido del refrán está especificada la naturaleza de la agresión y del despojo perpetrados por la impostura del sentido y la imposición de un argumento, según requiere el orden del destino, puesto que esa agresión y ese despojo vienen a ser representados, justamente, con la imagen concreta de la desventura que sobre la vida arroja la mala sombra de la historia.

Los grandes historiadores o filósofos de la historia, en especial los fundadores de la Historia Universal -Polibio y veinte siglos más tarde el propio Hegel- vinieron a reconocer virtualmente lo mismo que el refrán del potro reconoce, salvo que con la diferencia capital de que, lejos de hacerlo con dolor y con rencor, lo hicieron con rendido acatamiento, hasta constituirlo en método de sus concepciones: violentaron el contingente y lo sometieron a la necesidad, para darle a la historia un sentido, un argumento, que la hiciese racional y comprensible. Así, Polibio elevó el destino, como plan teleológico de la totalidad, a único y supremo portador y dador de sentido. El «genghiskanesco» Hegel, por su parte, «duro para la carne de cañón», como decía Ortega, lo hace con soberana indiferencia o hasta olímpico desprecio hacia lo contingente y lo particular. En un lugar de su obra dice así:

«Dios rige el mundo, y el contenido de su gobierno y el cumplimiento de su plan constituyen la Historia Universal. La filosofía no aspira a otra cosa más que a comprenderlo, pues sólo lo que de este plan se lleva a efecto tiene realidad, no siendo más que corrupta existencia cuanto no sea conforme a ello. Ante la luz de esta idea divina, que no es mero ideal, se desvanece todo lo aparente, como si el mundo fuera un acontecer demente y necio.» (Hasta aquí la cita)
«It is a tale/told by an idiot/full of sound and fury,/signifying nothing».

Desde el ejemplo de los patinadores se ha querido ilustrar la contraposición antagónica entre el orden del carácter y el orden del destino. Bueno, pues Don Quijote está en la encrucijada, inevitablemente conflictiva, entre el orden del carácter y el orden del destino. Que Don Quijote es un personaje de carácter es tan incuestionable como que lo es su escudero Sancho Panza. Veamos en qué plano de virtualidad es también un personaje de destino. El acto y el acta de constitución formal del personaje no pueden ser más inequívocos y están exactamente en el segundo párrafo del Capítulo Segundo de la Primera Parte y dice así:

«Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero iba hablando consigo mesmo y diciendo: ¿quién duda sino que los venideros tiempos, cuando salga a la luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, desta manera?: ´apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa Tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus harpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel´. Y era la verdad que por él caminaba». (Hasta aquí la cita)

Aquí está, pues, en el principio mismo, tal como corresponde, y de una vez por todas, pues no se volverá a repetir, el auto de definición e instauración del personaje, dando cuenta de la pauta por la que desde el orden del carácter todos sus hechos van a verse virtualmente revestidos con las galas del orden del destino. Don Quijote va leyendo, «como en profecía» -por usar una expresión del propio Cervantes en la dedicatoria del Persiles- la narración futura de sus «famosos hechos», pero con el detalle peculiar de que lo que va leyendo está contando lo que en ese mismo instante viene haciendo. Don Quijote es el caballero «aprés la lettre»; lo es por partida doble: la primera porque su aventura es posterior y derivada de los libros de caballería, la segunda porque va resiguiendo la lectura de su propia historia, que «ya está escrita», o como justamente del destino dice Benjamín «ya está en su lugar». Sus hechos son, por tanto, mimesis, imitación; de suerte que la suya no es una aventura ética, sino una aventura estética. Y si se me admite que toda estética es una antigua ética, ello concuerda con el hecho de que una de las notas que Cervantes tenía muy en cuenta -y lo dice varias veces- es que la de hidalgo era ya una condición históricamente periclitada, o por decirlo en jerga de sociólogo, socialmente disfuncional.

Finalmente, la sin par naturaleza de Don Quijote estaba en ser un personaje de carácter cuyo carácter consistía en querer ser un personaje de destino. Sus acciones, en la narración que simultáneamente se les superpone, aparecen transfiguradas precisamente como destino. Pero en la misma medida en que tal transfiguración es producto de un empecinado esfuerzo del carácter, no se trata, en modo alguno, de una especie de hibridaje entre los dos órdenes. El ser personaje de destino es la obra de su carácter; por eso, lejos de disminuir su condición de personaje de carácter, la confirma y reduplica.

Walter Benjamín observa que, al menos en la rigurosa concepción de los antiguos, el destino carece de una vertiente que revierta sobre la felicidad. Viene aquí a coincidir, en cierto modo, no sólo con la idea de Hegel, sino también con el sentir del ama de Don Quijote. Pues cuando se están concentrando todos los indicios de que se fragua una tercera salida, aquella sabia y excelente señora coge a parte a Don Quijote y le espeta: «En verdad, señor mío, que si vuesa merced no afirma el pie llano y se está quedo en su casa y deja de andar por los montes y por los valles como ánima en pena, buscando ésas que dicen que se llaman aventuras, a quien yo llamo desdichas, que me tengo de quejar a voz en grita a Dios y al Rey, que pongan remedio en ello». Es muy de notar, aquí, la expresividad del ama en su voluntad de poner entre ella y las aventuras la mayor distancia posible : «ésas que dicen que se llaman aventuras».

Cuando hace ya bastantes años le escribí una carta a Méjico a mi amigo don Jacinto Batalla y Valbellido contándole esta cuestión del carácter y el destino, en el estado en el que entonces se encontraba, me contestó con una postal que traía el palacio episcopal del venerable don Vasco de Quiroga en Pátzcuaro y en la que, con el laconismo propio de su perezosa ancianidad, se limitó a esta glosa: «El argumento se quedó parado y sobrevino la felicidad».