Decía Michel Foucault en su famoso libro Vigilar y castigar que la prisión es “omindiscipliniaria”. Es decir, que ejerce una disciplina incesante y en todos los aspectos de la vida de las personas presas. Para las mujeres y disidencias encarceladas esta pasa por el control de casi todos los aspectos de su vida en reclusión, con reglas que regulan su actuar, rígidos horarios que deben cumplir, cuentas1 reiteradas, suprimiendo cualquier vestigio de individualidad. En este contexto, el ejercicio del poder disciplinario se caracteriza por la sumisión, subordinación e infantilización.
En algunos países, el hecho de que las funcionarias les llamen “las niñas” y que las presas se dirijan a ellas como “seño” refuerza el proceso de infantilización a la que se ven sometidas.
El control del cuerpo en las cárceles de mujeres se plasma en la obligación de tener que pedir permiso para todo. Esta obligación les impone un rol de sometimiento que las invalida como personas adultas, reforzando el papel de sumisión impuesto por el patriarcado.
También existe un control del lenguaje, donde se confiscan las palabras: no se puede hablar en alto en las filas, no se puede responder a las funcionarias, no se puede insultar a otra reclusa, no se puede manifestar a gritos la soledad, no se puede exteriorizar la angustia, no se puede… nada. Cualquier intento de apropiación de la palabra desde la autonomía se verá como un exceso, como una expresión de exagerada intensidad, algo a ser sancionado.
Las conductas de las presas también son menos toleradas porque, como indica la socióloga catalana Elisabet Almeda, las actitudes del funcionariado están impregnadas de concepciones sexistas que atribuyen a las mujeres mayor conflictividad, un carácter más irritable y mayor susceptibilidad a la autoridad. Recuerdo las palabras de una gendarme en una prisión chilena que me recalcaba que «Las mujeres son más desobedientes que los hombres. Si. Si. Yo he ido a prestar apoyo en cárceles de hombres y allí yo les digo: «Ya, cállate». Allí se calla, aquí no”.
Este “exceso femenino”, como lo denominan las investigadoras italianas Susanna Ronconi y Grazia Zuffa, es visto como un problema que genera una percepción de mayor dificultad en la gestión de las cárceles de mujeres. Otras veces, las actitudes de mínimas de autonomía se ven como desafíos a la autoridad. Todo ello conlleva sancionar conductas tan nimias como no limpiar una día su celda, no hacer el oficio o tarea encomendada, no levantarse al recuento o no concurrir a la escuela o al taller, aunque haya una justificación.
En las cárceles italianas, por ejemplo, la falta más sancionada es la negligencia en la limpieza personal o de la celda. Esto nos lleva a pensar que se esperan comportamientos «típicos femeninos» de las reclusas y, por lo tanto, se les exigen estándares de limpieza y decoro más altos que los de los hombres.
La vida en la cárcel, regida por el control y la disciplina, dificulta la posibilidad de crear un entorno propicio para el tratamiento y acompañamiento del sufrimiento emocional, lo que sumado a la ausencia de profesionales especializados conlleva un uso discrecional en la prescripción de psicofármacos en las presas. Esta forma de disciplinar y contener, llamada “chaleco químico”, reduce la autonomía emocional y física de las reclusas induciendo a la dependencia química, con los consiguientes daños psíquicos y físicos.
Por otro lado, conlleva sancionar la autodeterminación de las mujeres sobre su salud cuando deciden no salir al hospital, o no tomarse la medicación o reducirla, como me confesaba Claudia, una presa chilena: “No sé todo lo que estoy tomando, solo sé que tomo: ketapina, clonacepán, sertralina, risperidona. Si no los tomo te anotan y te pueden sacar un parte. Tengo que tomarlo delante de las funcionarias. Le he pedido al psiquiatra que me revise la medicación porque me sienta mal, mira como me tiemblan las manos, pero no me la cambia. Y me ha amenazado con hospitalizarme si no me tomo la medicación. Me están obligando”.
Las cárceles para las mujeres y disidencias son, por tanto, una clara correa de transmisión de los valores de sometimiento y sumisión del patriarcado.
1 La “cuenta” es el recuento del número de reclusas que se hace dos veces al día.
Alicia Alonso Merino. Feminista y abogada de derechos humanos. Realiza acompañamiento socio-jurídico en cárceles de distintos países.
Fuente: https://desinformemonos.org/carceles-y-patriarcado-control-de-la-vida-y-los-cuerpos/