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Retratos

Carlos Andrés Pérez

Fuentes: Rebelión

Era el 19 de julio de 1980 y en la Plaza de la Revolución de Managua, yo era uno más de los miles que bajo un sol inclemente asistíamos al primer aniversario de la revolución popular sandinista. Entre el impresionante gentío no era fácil descubrir la figura de aquel orador invitado, al que tampoco ayudaba […]

Era el 19 de julio de 1980 y en la Plaza de la Revolución de Managua, yo era uno más de los miles que bajo un sol inclemente asistíamos al primer aniversario de la revolución popular sandinista.

Entre el impresionante gentío no era fácil descubrir la figura de aquel orador invitado, al que tampoco ayudaba su estatura y que, sobre la tarima, daba rienda suelta a un incendiario discurso a cuyo lado, el Che hubiera parecido un socialcristiano arrepentido. Alguien cerca de mí confirmó el nombre de aquel profeta de la revolución.

Carlos Andrés Pérez, crispada la voz, enarbolaba su condena al imperialismo, ofreciendo él mismo su concurso para, con las armas en las manos, enfrentar cualquier amenaza que desde «el Norte revuelto y brutal» pretendiera intervenir en Nicaragua.

Pero el tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos, que diría Milanés, aunque algunos no sólo se han limitado a perder los años transcurridos desde entonces. Algunos han ido dejando por el camino, con asombrosa celeridad, hasta ese mínimo respeto que cualquiera debiera conservar, como último vestigio del pasado que fue, cuando ya no queda nada que guardar ni futuro sobre el que encaramarse.

En estos días, quien como pocos contribuyó al saqueo de su propio país, quien no tuvo empacho en desatar la más violenta represión que Venezuela recuerde provocando centenares de muertos, vuelve a aprovechar las generosas tribunas que se le brindan en España y este país para clamar por el golpe de Estado militar, por la ruptura constitucional.

Y para ello, ni siquiera guarda la disimulada compostura o el alegado juicio que hasta la más ingrata senilidad todavía permite.

Tal vez por ello es que descubre, a estas alturas de político ejercicio, que la democracia es imperfecta, que es inadmisible que se pretenda convalidar con la misma recompensa el voto del ciudadano distinguido y el voto de lo que califica como «chusma», esa chusma a la que su discurso encandilara en el pasado, la misma que lo eligiera presidente y a la que se vio obligado a reprimir y matar cuando ya nadie dio crédito a sus fábulas.

Insiste entonces en que ya que las urnas no van a poder desalojar a Chávez del gobierno, que no del poder, sean los militares, «ese mal necesario» quienes corrijan las deficiencias de la democracia.

Y apuesta porque sea «violentamente», rechazando cualquier tipo de diálogo con los representantes de la «chusma», mientras de nuevo se afana en rehacer su maleta, esa que ha hecho y rehecho tantas veces, esa en la que ya no tiene nada que guardar… Ni siquiera la vergüenza.