Entre los textos provocados por los recientes acontecimientos en Cuba (textos lúcidos unos, equivocados o calumniosos otros), leí con desagrado, pero sin sorpresa, como ejemplo arquetípico de estos últimos, «Infidelidades», de Carlos Fuentes, aparecido a principios de abril en el periódico mexicano Reforma. Entre los textos provocados por los recientes acontecimientos en Cuba (textos lúcidos […]
Entre los textos provocados por los recientes acontecimientos en Cuba (textos lúcidos unos, equivocados o calumniosos otros), leí con desagrado, pero sin sorpresa, como ejemplo arquetípico de estos últimos, «Infidelidades», de Carlos Fuentes, aparecido a principios de abril en el periódico mexicano Reforma.
Entre los textos provocados por los recientes acontecimientos en Cuba (textos lúcidos unos, equivocados o calumniosos otros), leí con desagrado, pero sin sorpresa, como ejemplo arquetípico de estos últimos, «Infidelidades», de Carlos Fuentes, aparecido a principios de abril en el periódico mexicano Reforma. Allí el prolífico escritor menciona lo que considera su relación personal con la revolución de Cuba y, después de más dislates que aciertos, concluye con gran originalidad, tras felicitar a Saramago por «pintar su raya», añadiendo: «Esta es la mía: contra Bush y contra Castro». Poco antes, había asegurado que mantiene la línea que se impuso desde que, en 1966, quien escribe este artículo (al que pretendió injuriar), «para hacer olvidar su pasado derechista», denunció a Pablo Neruda y a él «por asistir a un Congreso del PEN Club internacional» realizado en los Estados Unidos. Alude a la carta abierta que un cuantioso número de escritores cubanos enviamos al gran poeta Pablo Neruda y fue publicada originalmente el 31 de julio de 1966 en el periódico habanero Granma. Casi cuarenta años después, no puede juzgarse esa carta, tan poco leída hoy (donde se dice con claridad: «No se nos ocurriría censurar mecánicamente tu participación en el Congreso del Pen Club, del que podían derivarse conclusiones positivas; ni siquiera tu visita a los Estados Unidos, porque también de esa visita podían derivarse resultados positivos para dichas causas»), al margen de las discusiones políticas que entonces existían en el seno de la izquierda latinoamericana y de los cambios ocurridos desde aquella fecha. Es lo que, por ejemplo, ha hecho Volodia Teitelboim, con la autoridad que le dan su honradez, su militancia política, que fue la de Neruda, y su amistad fraternal con él. Fuentes, en cambio, permanece atado a las posiciones que mantenía en 1966, sobre las que volveré.
Antes de hacerlo, quiero destacar otra mentira de Fuentes. Si en 1966 había roto con la revolución de Cuba y conmigo, ¿cómo es que en 1967 me hizo llegar la siguiente carta, publicada en el número 43 (julio-agosto de 1967) de la revista Casa de las Américas?:
«París, 28 de Febrero de 1967.// Querido Roberto:// Por carta de Mario Vargas Llosa y conversaciones con Julio Cortázar, me he enterado del éxito de las reuniones que acaban de celebrar en La Habana. Julio, precisamente, me dio a conocer el texto de la declaración redactada por el consejo de colaboración de la revista. Quiero aprovechar esta carta para hacer pública mi adhesión al documento mencionado, ejemplar en su tono y su visión revolucionarios. Creo, en particular, que los párrafos dedicados a reafirmar la validez revolucionaria de la libertad artística y a diversificar los frentes de lucha del escritor latinoamericano son de una extrema lucidez y constituyen un aliciente para quienes, como yo, aspiramos al cambio democrático de una sociedad especialmente compleja, como la mexicana.// Con Héctor Católica hemos hablado mucho de la revista. Me gustaría mucho enviarte un capítulo de mi nueva novela, Cambio de piel (no la mía: la de Xipe Totec, divinidad desollada de mis antepasados aztecas). Si estás de acuerdo, házmelo saber a vuelta de correo.// También he hablado con Lisandro Otero y con Alejo Carpentier, de la posibilidad de una visita a Cuba, en el momento de mi regreso a México, quizás hacia fines de este año. La perspectiva me entusiasma. Sería una ocasión de refrendar mi permanente solidaridad con la Revolución Cubana que, como sabes, no data de ayer ni ha sido escasa en pruebas, y de ser, nuevamente, testigo de la victoria que todos ustedes construyen a diario. Sería, también, la ocasión de discutir, al nivel y con el tono que los amigos se deben, muchos problemas comunes cuyas soluciones, finalmente solidarias, exigen sin embargo caminos diversos -tan diversos como los contextos nacionales en los que trabajamos.// Te abraza, con vieja amistad,// Carlos Fuentes» Por si fuera poco, en el número siguiente de la revista apareció un capítulo de su novela Cambio de piel enviado por él y anunciado en su carta.
En cuanto a mi presunto «pasado derechista», ¿puede Fuentes aportar siquiera una prueba de él? Como no le será dable hacerlo, volverá a ser evidente que es un redomado mentiroso. En cambio, sobre su pasado es imprescindible que refresque algunos hechos que él ha mantenido a buen recaudo hasta hoy. ¿Qué hacía en 1966 Carlos Fuentes? Pues era ni más ni menos que uno de los voceros más conspicuos de la revista Mundo Nuevo, financiada por el Congreso por la Libertad de la Cultura, es decir por la CIA, como hoy es ampliamente conocido. Sobre tal Congreso puede leerse el libro de Frances Stonor Saunders publicado en español con el título La CIA y la guerra fría cultural (traducción de Rafael Fontes, Madrid, Editorial Debate, 2001); y sobre la revista Mundo Nuevo, el libro de María Eugenia Mudrovcic Mundo Nuevo. Cultura y Guerra Fría en la década del 60 (Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 1997).
De la participación futura de Fuentes en esa revista yo estaba advertido desde temprano, por cartas que me enviara el gran antagonista de Emir Rodríguez Monegal (el cual sería director de la publicación), es decir su compatriota Ángel Rama, quien ya nos había alertado sobre los propósitos de aquél a Cintio Vitier y a mí en Génova, en enero de 1965 (véase mi trabajo «Ángel Rama y la Casa de las Américas», Casa de las Américas, No. 192, julio-septiembre de 1993). Por ejemplo, en carta que entró en la Casa de las Américas el 10 de febrero de l966, Rama me escribió que Rodríguez Monegal «ha viajado por toda América -todos los gastos pagos por los americanos- para conseguir colaboraciones dirigiéndose sobre todo a la izquierda no comunista, desde Carlitos Fuentes hasta Mario Benedetti, y me temo por lo que Mario me ha contado que en algunos casos ha obtenido éxito. Aquí ninguno […], pero en México ya no sé lo que pueda ocurrir.» Dos días después entró en la Casa otra carta, escrita previamente, donde Rama me dijo: «una advertencia, que a esta altura ya debes haber comprendido por mi carta anterior: son muchos en América, y de los mejores, que no vieron el asunto y que fueron engañados.// Entre estos últimos, yo incluiría a Carlos Fuentes, Nicanor Parra, José M. Oviedo, que según Monegal están dispuestos a entrar en la revista y en ese juego sucio» (páginas 51 y 52: cuando en dicho número de la revista Casa y luego en otros sitios cité esas cartas, omití el nombre de Fuentes, poniendo en su lugar corchetes cuadrados con puntos suspensivos: tenía la esperanza de que el mexicano podía haber rectificado. Como se ve, mi esperanza era infundada).
Que Fuentes no entró engañado en lo que Rama llamó «el juego sucio» lo revela esta larga cita del libro de Mudrovcic sobre Mundo Nuevo (páginas 61-62):
«no parece arbitrario que Mundo Nuevo –‘revista de diálogo’- inaugure el primer número con una entrevista a Carlos Fuentes y que sugestivamente Rodríguez Monegal la titule ‘Situación del escritor en América Latina’. En el reportaje, Carlos Fuentes – representante ‘oficial’ de la imagen espectacular que promueve la revista- aparece desplegando una congestión de lugares comunes construida a partir de la superposición del mito de la modernidad latinoamericana y el mito de la modernidad universal […]// La intuición solemne de El laberinto de la soledad -‘somos por primera vez contemporáneos de todos los hombres’ […]- es trivializada en la frase final de Fuentes, donde la verdad sentenciosa de los 50 se convierte en consigna de consumo de la década siguiente. Protagonista central de la cultura del happening , Carlos Fuentes representa, mejor que cualquier otro escritor latinoamericano, el mito de la modernidad fetichizada convirtiéndose, con ello, en uno de los productores y difusores más autorizados del discurso triunfalista que tan gozosamente festejó el campo cultural en la década del 60.// Teniendo en cuenta el rol central que le asigna Mundo Nuevo, se entiende entonces por qué en su Historia personal del boom (1972) José Donoso hace decir a Fuentes, Le boom c’est moi (51). Imagen de escritor joven, moderno, exitoso, espectacular, flamboyant, cosmopolita, ilustradísimo, Carlos Fuentes es, según lo ilusiona Donoso, «el primero en manejar sus obras a través de agentes literarios, el primero en tener amistades con los escritores importantes de Europa y los Estados Unidos -James Jones le presta su piso en un distinguido hotel de la Isle-de-St. Louis; lo reciben en plan de intimidad Mandiargues y William Styron-, el primero en ser considerado como un novelista de primera fila por los críticos yanquis, el primero…etc.’ (50). Carlos Fuentes es, en una palabra, la marca registrada del boom latinoamericano, una suerte de empresario multinacional del éxito y la modernidad cuya festividad superestelar culte de moi se aleja definitivamente del modelo social del intelectual don de soi distribuido por la Revolución Cubana.»
En acuerdo con los criterios defendidos en Mundo Nuevo, Fuentes publicó en 1969 La nueva novela hispanoamericana (México, Joaquín Mortiz); y, al producirse en 1971 la discusión en torno al malhadado «caso Padilla», firmó no solo la primera de las dos cartas públicas enviadas sobre el tema a Fidel, sino también la segunda, la cual, para Julio Cortázar, quien se negó a firmarla (y en cambio escribió su «Policrítica a la hora de los chacales»), «fue una carta paternalista e imperdonable por su insolencia» (J.C.: Nicaragua tan violentamente dulce [2ª ed.], Barcelona, Muchnik Editores S.A., 1984, página 13). Además Fuentes escribió en la ocasión un texto infeliz sobre Cuba. Entonces, a mi vez, escribí mi ensayo Caliban, en algunas de cuyas páginas comenté, cierto que con acritud, el mentado librito de Fuentes. A partir de ese momento (de ninguna manera a partir de 1966) se desencadenó la hostilidad de Fuentes hacia mí. Como no me animaba nada personal contra él (ni, en general, contra los demás autores criticados en el ensayo), expliqué en «Caliban revisitado» (Casa de las Américas, No. 157, julio-agosto de l986, páginas 158-159):
«No sería justo […] que ocultara que la acidez, y algún que otro sarcasmo expresados a propósito de Fuentes no tomaban en cuenta solo su obra, sino también el hecho de que el mexicano, sin duda uno de los más importantes narradores latinoamericanos de estos años, después de haber sido un compañero cercano (lo que me gustará que siga siendo), fue uno de los principales colaboradores e ideólogos de Mundo Nuevo, firmante de las dos cartas a Fidel de 1971, y autor de algunas líneas injustas sobre Cuba. Éste era el telón de fondo que me movía a impugnar vivamente sus criterios de entonces: criterios que, por otra parte, me siguen pareciendo equivocados. Pero desde aquella fecha hasta hoy, si por una parte Fuentes no me ha ahorrado injurias (en vez de argumentos) en más de una entrevista, por otra ha manifestado inequívocamente su adhesión a las revoluciones de Cuba y Nicaragua. No podría revisitar mi ensayo sin decir estas cosas, sea cual fuere la reacción que produzcan.»
Más explícito todavía fui en la «Posdata de 1993» a mi Caliban, que con el título «Adiós a Caliban» apareció en el número 191 de Casa de las Américas (abril- junio de 1993):
«Querría […] que no se olvidara que en aquellas páginas las personas (en primer lugar la del autor) son aleatorias. Aquél no es un texto ad hominem, no obstante su carácter autobiográfico, que más de un comentarista ha señalado. Allí interesan ideas, creencias, posiciones. Que el caso de Borges (al que podría sumar otros, de Sarmiento a Fuentes) sirva de pauta. Salvo cuando se trata del de algún canalla profesional (no recuerdo ahora más que un caso, ínfimo), el lector puede asumir que, sea cual fuere el nombre con el que se encuentre (incluso el de Emir Rodríguez Monegal, al que me enfrentaron razones sobre todo políticas, y que acabó interesándose también él, a su manera, por Caliban), ese nombre me atañe, es también el mío: en cierta forma discuto conmigo, con el que fui, con el que me hicieron; excuse pues el lector la irritación, o entiéndala como un autocastigo, o como un momento hacia otra serenidad» (página 122).
Todas estas aclaraciones cayeron en saco roto en lo que toca a Fuentes, cuyo ego sobreinflado no le permite olvidar que en mi ensayo de 1971 fue puesta en evidencia su «falsa erudición», para valerme del sintagma que Martí empleó al referirse a los «letrados artificiales».
Tan grande es el resentimiento del autor de Cambio de piel, que según Jorge G. Castañeda, íntimo amigo suyo (Dios los cría…), «cuando Carlos Fuentes fue invitado a Cuba en los últimos años de la Revolución, respondió medio en serio medio en broma: ‘solo después que le «den paredón» a Fernández Retamar'» (J.G.C.: La utopía desarmada, México, Joaquín Mortiz/Planeta, 1993, páginas 220-221, nota). En noviembre de 1993, durante la Feria del Libro de Guadalajara, tuve el disgusto de encontrarme personalmente con el futuro y desastroso canciller, quien sin venir al caso me preguntó, delante de testigos, qué pensaba de lo que Fuentes había dicho sobre mí en su libro (por cierto, lamentable). Le respondí que eso se lo había atribuido Castañeda, pero yo no podía creer que una persona inteligente como Fuentes, quien se había manifestado, no sé si en serio o en broma, en contra de la liquidación de Salman Rushdie, fuese a reclamar la mía, a no ser que se tratara de un cínico. Parece que también esa vez yo estaba equivocado.