Hay un término que tras el éxito electoral de Podemos se ha puesto de moda, la «casta». A partir de ese momento, cuando se quiere caracterizar una posición política o social, con añadir la frase, «pertenece a la casta» ya parece que está todo dicho. Con un simplismo muy español, se resuelven todas las contradicciones […]
Hay un término que tras el éxito electoral de Podemos se ha puesto de moda, la «casta». A partir de ese momento, cuando se quiere caracterizar una posición política o social, con añadir la frase, «pertenece a la casta» ya parece que está todo dicho. Con un simplismo muy español, se resuelven todas las contradicciones sociales con una palabra que cabe en un titular, en un twitter, y que no implica la menor reflexión: «eres de la casta», «defiendes a la casta», es de la «casta», y todo resuelto.
Parece que en una sociedad compleja, capitalista industrializada (aunque en proceso de desindustrializacion), las relaciones sociales se reducen a la contradicción entre «casta» y «ciudadanía». Y lo más grave, es que esto se presenta como «novedoso», como la «nueva política», frente «la vieja política», que se asocia a la «casta».
Una aclaración necesaria, la lucha de clases
La contradicción entre la casta dirigente y la mayoría social ciudadana no es ninguna novedad, en 1789 el pueblo francés, agrupado en el Tercer Estado, desato la Gran Revolución Francesa contra la «casta» aristocrática. El 14 de julio fue, sin lugar a dudas, un acontecimiento que marco un antes y un después para la humanidad. Tan importante fue, que durante años, incluso las organizaciones obreras tenían como himno La Marsellesa, uno de los que más han marcado la historia. Pero, y eso es lo que parecen olvidar muchos actualmente, tras ese lucha entre la mayoría social ciudadana y el poder aristrocrático -la «casta» de aquél momento- se escondía realmente una lucha entre clases, entre la burguesía revolucionaria, apoyada en el campesinado, y la clase aristócrata dueña de las tierras.
La burguesía revolucionaria, propietaria ya de bancos y empresas, hegemónica en los burgos y universidades, chocaba para su desarrollo con las anquilosadas estructuras políticas y económicas feudales, con una propiedad de la tierra improductiva y unas relaciones sociales basadas en la servidumbre y no en el trabajo asalariado «libre». Este choque entre dos clases sociales condujo a la revolución burguesa, que tuvo en 1789 su momento culminante, para poco después comenzar a decaer.
La burguesía, una vez en el poder, abrió las compuertas para la extensión del capitalismo a nivel planetario, tal y como lo conocemos hoy: el único modo de producción dominante, que tras la restauración del capitalismo en los estados obreros, no tiene competidor (que no tenga alternativa es otra discusión). Pero con él abrió otra compuerta, la de la lucha de la clase obrera contra el poder de la burguesía.
A pesar de la importancia histórica de su revolución, la burguesía lo único que hizo fue transformarse en la clase dominante, y como clase propietaria que era, subrogó el poder aristocrático a su poder de clase. De hecho, la revolución burguesa en su forma más o menos pura supone la destrucción del estado absolutista y de las relaciones sociales feudales; pero esto solo se dio con esta claridad en pocos países. En la inmensa mayoría de los casos, por la presión del desarrollo capitalista, las relaciones sociales burguesas se impusieron de manera «impura», pactada. Paradigma de esta incapacidad burguesa para la revolución es el Estado Español.
Casta y clase, como definir un estado
Un estado es la forma histórica que tiene una clase social de organizarse para defender sus intereses. El imperio romano era un estado esclavista, que tuvo diversos regimenes (la monarquía, la republica, el imperio), la Francia pre revolucionaria era un estado feudal, con un régimen absolutista, la Francia actual es una democracia burguesa, un estado burgués, con formas democráticas.
El régimen es la manera concreta de la clase dominante para organizar las instituciones del estado burgués, ligada a la correlación de fuerzas entre las clases sociales y las fracciones de la clase dominante. El estado, como forma de ejercer el poder de una clase sobre otra, tiene como instituciones fundamentales aquellas con las que se ejerce, el ejército y el poder judicial. Un régimen dictatorial se apoya centralmente en estas dos, y es la fuerza de las armas la que legitima su dominación; mientras que un régimen democrático introduce un elemento subjetivo, la legitimación de ese poder ante y entre la sociedad. Para ello precisa de instituciones que se liguen a la capacidad de decisión individual a través del voto.
Las formas del estado están directamente relacionadas con las relaciones sociales de producción, con las formas que asumen la propiedad privada y la acumulación de riqueza, y que se manifiesta en una organización institucional, de la «casta», concreta. La «casta» no son los propietarios de esos medios de producción y distribución, sino sus «gestores». En el esclavismo, como en el feudalismo, sea el régimen que domine -es en este caso en el que la utilización del término «casta» adquiere todo su sentido-, esas formas de acumulación de riqueza se basan en la expansión militar «en nombre del dios de turno»; son formas de explotación y opresión «manu militari», por lo que las castas militares o religiosas son las que tienen preeminencia en el Estado y en la misma propiedad, confundiéndose en muchas ocasiones.
Por su parte, en el capitalismo la acumulación de riqueza se realiza de manera directamente económica; se basan en el contrato de trabajo, en el asalariado / a «libre», lo que fortalece la necesidad de que las formas estatales, a través de las «castas» políticas, legitimen la explotación, de lo contrario, las explosiones sociales se sucederían constantemente. Por todo ello no podemos olvidar nunca, so pena de perdernos en las maniobras de la clase burguesa para legitimar su dominio a través de recambios en la «casta», es que el estado actual, como el régimen, tiene apellido; es burgués, construido para la defensa de los intereses de la clase propietaria de los medios de producción, distribución y financieros, y facilitar la acumulación de capital.
En el Estado Español la casta, que sí existe, es la capa dominante en ese estado y en ese régimen, y como tal, adquiere su apellido. No existe la «casta» en abstracto, es la casta de un estado burgués, y un régimen heredado del franquismo. En este sentido podríamos decir que tiene «dos apellidos… «y no vascos: es una casta burguesa neofranquista. A la que por mor de un histórico pacto en 1978, se le suma una «casta» burguesa no franquista, el PSOE, y la «casta» sindical, más conocida como la cúpula de los sindicatos mayoritarios.
Porqué es importante la definición de clase
Muy sencillo, porque de esa definición se extraen los objetivos a corto, medio y largo plazo que una organización política se marca. Si decimos, por ejemplo, que el capitalismo ya no existe, sino que la lucha es contra una casta que es el 1% de la población, se deduce muy fácilmente que las tareas que uno se propone es la alianza de ese 99% restante frente a esa casta. Si definimos el estado como «secuestrado» por esa casta, la tarea que se propone es la de «rescatar» el estado de esa casta ultraminoritaria. Esta claro, ¿no?
Pero, ¿es cierto que ese sea el problema? Obviamente nadie niega que el mundo, como el estado español tenga una minoría de muy ricos, frente a una mayoría pobre. Esta es un simplificación que bien puede valer para una pancarta, para expresar «gráficamente» la realidad de un mundo dividido entre ricos y pobres, como dice la Iglesia (el Papa ha dicho recientemente que «los comunistas se han llevado la bandera de los pobres»), como hacen de manera descriptiva todos los estudios de ONGs, la ONU, etc.
La sociedad esta dividida entre una minoría rica y una mayoría pobre; si, lo sabemos, y es así desde que la sociedad esta dividida en clases sociales. Roma tenía unos pocos patricios, una mayoría de hombres libres plebeyos, pobres en su mayoría, y millones de esclavos. El sistema feudal tenía una minoría de aristócratas y una mayoría de campesinos pobres, y millones de pobres en las ciudades.
Si esa es la gran definición para concluir las tareas que la sociedad tiene por delante, no hemos superado la gran rebelión de esclavos de la vieja Roma, y en el mejor de los casos, volvemos a la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de la gran revolución francesa. Con esa definición nos retrotraemos a los objetivos políticos de hace más de 200 años, es «vieja política».
La nueva y la vieja política
El 15M gritó contra las «viejas formas» de hacer política. Como todo lo nuevo, expresaba un rechazo confuso a aquellas organizaciones que ya «no les representaban», que eran las caras públicas de una democracia que «no lo era». La confusión venía dada por una educación política inducida por el régimen y sus organizaciones (incluidas las llamadas de «izquierda»), por la crisis política de la izquierda desde la restauración del capitalismo en los estados «socialistas», con la que se tiraba al «niño con el agua sucia».
En realidad lo que el 15M rechazaba eran las políticas institucionales, electoralistas, de la izquierda. Por el contrario, inconscientemente recuperaba los elementos definitorios de la política revolucionaria de la izquierda, que ésta mayoritariamente había tirado por la borda en los últimos 20 años. El 15M recupero la política para la calle, para la movilización directa, para la intervención de la sociedad; a través de las asambleas populares reivindicó el carácter democrático radical de las comunas de París, de los Consejos Obreros rusos y alemanes, de las Juntas Revolucionarias españolas; de las Comisiones Obreras y las Comisiones de Moradores de la Revolución Portuguesa.
No lo sabían, pero estaban recuperando el hilo revolucionario que había sido roto a lo largo de la noche neoliberal. Pero lo hacían de una manera inconsciente, y sobre todo con una gran limitación histórica. A lo largo esa larga noche neoliberal, en la sociedad no solo triunfaron las teorías económicas de la desregulación total, sino su ideología profundamente individualista, la ruptura de los lazos de clase más allá de las simples relaciones económicas.
La clase obrera quedó reducida a una suma de individuos que venden su fuerza de trabajo por un salario; pero su alternativa social, el socialismo, se había ido por el desagüe de la restauración del capitalismo; y las organizaciones de la izquierda renunciaron abiertamente a ese programa, a las definiciones claras, de clase, de las realidades sociales. Triunfaron los conceptos de «ciudadanía», «multitudes»,… como si las modificaciones jurídicas introducidas por el neoliberalismo como la desregulación de las relaciones laborales, la precarización, la externalizacion del trabajo,… modificaran las relaciones sociales de producción; las cambiaran cualitativamente, y el capital como relación social entre el propietario de los medios de producción y distribución y la clase asalariada hubieran perdido su sentido.
De esta manera, como una paradoja de la historia, cuando el capitalismo volvía a ser más descarnado, cuando la clase obrera constituía el 70% de la población activa mundial, la alternativa global al capitalismo perdía fuerza. Las definiciones de clase de los acontecimientos se vieron sustituidos, otra vez, por las contradicciones entre pueblos, entre ciudadanos y «castas» dominantes.
De esta manera, el programa político de la sociedad volvía a 1789, a la reivindicación de los derechos ciudadanos, de los pueblos, sin ningún otro objetivo que no fuese la de «regenerar» los estados y regimenes «secuestrados» por las castas dominantes, renunciando a los objetivos de la transformación socialista de la sociedad.
La crisis del 2007 abre la puerta a la lucha por el socialismo
La crisis del 2007 es la crisis del capitalismo actual, que se liga por sus causas estructurales a las grandes crisis que sufrió el sistema a lo largo de su historia. Tiene formas especificas, porque son tiempos distintos; pero los elementos centrales que la determinan son los mismos: la caída de la tasa de ganancia, y las políticas dirigidas a su recuperación a partir de las fuerzas contrarrestantes de la caída de la tasa de ganancia, definidas por Marx en El Capital.
Pero es una crisis en la decadencia del sistema. Decía Marx que «la historia se repite, la primera como drama, la segunda como farsa». Las crisis económicas del capitalismo en los siglos XVIII y XIX, se convertían en acicates para un salto en el desarrollo del sistema, y de alguna manera revertía en un aumento de la riqueza social. Actualmente, las crisis del capitalismo no se resuelven con un paso adelante, un salto en el desarrollo incluso social (a pesar de todas las criticas que se le puedan hacer, pues ese desarrollo se basa en un aumento de la explotación); sino que ahora es todo lo contrario. Cada crisis agudiza la tendencia a la decadencia, a la barbarie, a la exclusión social de cada vez más capas sociales y de pueblos enteros (los cínicamente llamados «estados fallidos»).
Pues bien, en estas circunstancias, levantar el programa de la ciudadanía y los pueblos en abstracto es la «farsa» de la lucha social. Hoy la tarea no es denunciar una casta por corrupta, sino luchar contra ella por que es burguesa, porque protege unas relaciones sociales de producción causa y efecto de la miseria creciente de la sociedad. La abstracción en las definiciones diluye la concreción de una política que enfrente las verdaderas causas de la crisis, el sistema capitalista, y las formas institucionales, estatales, que éste adopta.
Desde el 2007 hasta hoy se puso de manifiesto que el capitalismo neoliberal e imperialista había tocado techo, que sus gobiernos y estados no están secuestrados por nadie, sino que son las formas de relación política para imponer a la clase obrera y a la población trabajadora una salida burguesa a la crisis.
Desgraciadamente, por motivos históricos y particulares, y a pesar de su movilización, la clase obrera española esta llegando tarde a su cita política y organizativa con la historia. Como en política no existe el vacío, ese hueco esta siendo llenado por otros sectores sociales, por las clases medias indignadas con unos gobiernos que gobiernan para una minoría. La clase obrera, como en el siglo XIX, esta siendo el ala izquierda de esos movimientos liberales, progresistas o republicanos, sin que sea capaz, por el momento de levantar una política independiente, y su consecuencia organizativa, unos partidos obreros capaces de convertirse en un referente para toda la sociedad.
El futuro está determinado por el fin de la explotación de clase, por la lucha por la «expropiación de los expropiadores», por el socialismo, y construir el referente político que permita avanzar en ese camino. Es ilusorio creer que existen «vueltas al pasado», a la democracia ciudadana como garantía de las libertades individuales y colectivas; antes al contrario su defensa depende del fin del capitalismo, que se encuentra en una deriva autoritaria y bárbara.
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