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Cataluña y la crisis institucional: ¿enfermedad o síntoma?

Fuentes: Rebelión

Bien conocida es la sentencia marxiana en la que se nos recuerda que la Historia primero se repite como tragedia, y después como farsa. En el caso de España, sin embargo, lo que le convierte precisamente en un caso trágico tal vez sea su inherente precipitación a la farsa. Así las cosas, desde el discurso […]

Bien conocida es la sentencia marxiana en la que se nos recuerda que la Historia primero se repite como tragedia, y después como farsa. En el caso de España, sin embargo, lo que le convierte precisamente en un caso trágico tal vez sea su inherente precipitación a la farsa.

Así las cosas, desde el discurso institucional pareciera que nos hemos «topado» con la crisis catalana como el brote de una seta y, por ciencia infusa, una ya consumida Constitución, cuyos límites vienen resquebrajándose desde el 15M, pudiera solucionar -a modo de síndrome de Munchausen- una situación que en gran medida viene provocada sintomáticamente por la mezcla de una lastrada irresponsabilidad política junto con una crisis de régimen macerada, al menos patentemente, desde 2011.

Desde luego, muy probablemente más de uno de los ciudadanos compelidos en esta coyuntura haríamos una lectura muy distinta del «cómo hemos llegado hasta aquí» que Rajoy relató en su comparecencia pública del 21 de octubre sobre la aplicación del artículo 155 de la Constitución. Muy por el contrario, la crisis institucional catalana se ha presentado como límite sintomático del recorrido, ya desgastado, de la Constitución del Régimen 78. Siendo así que Cataluña ha supuesto el tope político de la gran falla constitucional en nuestra constitución territorial, la cual siempre reconoció muy precariamente la cuestión de un Estado plurinacional como lo es España.

Sin embargo, no deja de parecer irónico que sólo se haya producido esa irrevocable necesidad de un nuevo planteamiento constitucional cuando se ha atravesado una crisis que únicamente ha sido palpable en la esfera política a partir del fenómeno de desobediencia de un poder legítimo del Estado por otro que también lo es, como es el caso -y parece que a estas alturas del juego hay que recordarlo- del Govern de Catalunya. Y digo irónico porque, emulando esas palabras de Marx con las que comenzaba este artículo, la Historia reciente de este país ha estado plagada, desgraciadamente, de muchas tragedias que políticamente parece que nunca han tenido sus efectos: ausencia de un Estado social dejando tras de sí más de 400.000 desahucios, seis millones de parados, pobreza energética, rescates bancarios, recortes ingentes en materia de sanidad y educación y, cuando resulta insuficiente el dinero disponible para el ladrón de guante blanco que han sido históricamente las instituciones en este país, sólo entonces ha salido a la luz, como la guinda del pastel, el problema de la corrupción política como una dinámica sistemática que ha persistido y, al mismo tiempo, ha levantado nuestras instituciones.

Todos estos fenómenos que, a pesar de todo, han ido resquebrajando subrepticiamente, a través de los movimientos sociales, el statu quo y con ello, han ido tejiendo asimismo un sentido común que apelara a la apertura de procesos constituyentes, han sido, por otro lado, sistemáticamente ignorados por el gobierno del PP. Con ello, poco a poco, se ha ido acumulando tal grado de tensión social sin una respuesta política clara que, por el contrario, parece que sí que ha sido capaz de capitalizar el populismo catalán. De esta manera, el govern catalán ha ido aprovechando la generación de una dinámica amigo-enemigo entre España y Cataluña en la que finalmente parece que poca gente votó a la independencia, mientras una amplia mayoría social pedía poder elegir si seguir formando parte de España o no: de esa España en la que, como hemos comentado, en los últimos años no ha parado de haber tragedia.

De ese resentimiento político colgaban las banderas españolas y esteladas los días previos y posteriores al 1O. Y la cuestión que nos queda pendiente ahora -y siempre- seguiría siendo la de cómo construir un pueblo desde la civitas, evitando los nacionalismos siempre tan alienantes, ante este panorama político arrasado que nos ha dejado la crisis catalana como único catalizador de los significantes vacíos emancipadores frente al tripartito PP-PSOE-C’s sumado con la aplicación ciega del 155 por parte del gobierno clausurando con ello el debate de las medidas concretas para reformular un proceso de cambio constitucional capaz de amparar a todos y a todas a la altura del S.XXI.

¿Qué opciones políticas deja, por tanto, este panorama para un programa político aglutinante de izquierdas que se quiera como alternativa política al gobierno del PP? La respuesta superará probablemente en complejidad a la propia pregunta, pero mientras tanto habrá que seguir preguntándose por la posibilidad de un imaginario político para el Estado Español que deje de pasar por la disyuntiva que ya nos planteaba Antonio Machado en su poema «Españolito que vienes al mundo«:

Ya hay un español que quiere

vivir y a vivir empieza,

entre una España que muere

y otra España que bosteza.

Españolito que vienes

al mundo te guarde Dios,

una de las dos Españas

ha de helarte el corazón.

Acaso esta falsa disyuntiva siga teniendo vigencia debido al insuficiente horizonte de cambio palmario que ha supuesto únicamente el trastoque del sistema de partidos. Hemos repetido como farsa esta vez una manera de hacer política desde un régimen de posverdad, donde los efectos son causados por los discursos que tejen músculo social ad hoc y no tanto por la construcción efectiva de las condiciones materiales en las que esos discursos también calan. La limitación en esto último a la hora de hacer política es tan grande, que la confianza en la autonomía de lo político hoy más que nunca resulta un mero espejismo del capital.

Así, un acontecimiento tan importante como fue el referéndum del 1 de octubre acabó siendo una performance política en la que, desde luego, prácticamente su único efecto real fue hacer pagar con creces a la ciudadanía catalana con una dura represión policial. A pesar de todo, la sociedad civil sigue demostrando que tiene su propia voz, y aunque la postpolítica se empeñe en lo contrario -sea lo que sea esto en la era post-, en estos días su voz nos recuerda que la mayor catástrofe no deja de ser, recordando unas palabras del filósofo Walter Benjamin, que todo siga igual.

Lorena Acosta Iglesias. Investigadora en formación FPU. Facultad de Filosofía – Universidad Complutense de Madrid

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.