Para abordar el debate sobre Catalunya celebrado el martes pasado en el Parlamento español me gustaría recordar por extenso las palabras de un diputado: «Una de las maneras de agraviar a Cataluña es precisamente entenderla mal; es precisamente no querer entenderla. Lo digo porque para muchos este problema es una mera simulación; para otros este […]
Para abordar el debate sobre Catalunya celebrado el martes pasado en el Parlamento español me gustaría recordar por extenso las palabras de un diputado:
«Una de las maneras de agraviar a Cataluña es precisamente entenderla mal; es precisamente no querer entenderla. Lo digo porque para muchos este problema es una mera simulación; para otros este problema catalán no es más que un pleito de codicia: la una y la otra son actitudes perfectamente injustas y perfectamente torpes. Cataluña es muchas cosas, mucho más profundamente que un pueblo mercantil; Cataluña es un pueblo profundamente sentimental; el problema de Cataluña no es un problema de importación y exportación; es un problema dificilísimo de sentimientos. Pero también es torpe la actitud de querer resolver el problema de Cataluña reputándolo de artificial. Yo no conozco manera más candorosa, y aun más estúpida, de ocultar la cabeza bajo el ala que la de sostener, como hay quienes sostienen, que ni Cataluña tiene lengua propia, ni tiene costumbres propias, ni tiene historia propia, ni tiene nada. Si esto fuera así, naturalmente, no habría problema de Cataluña y no tendríamos que molestarnos ni en estudiarlo ni en resolverlo; pero no es eso lo que ocurre, señores, y todos lo sabemos muy bien. Cataluña existe con toda su individualidad (…) y si queremos conocer cómo es España, y si queremos dar una estructura a España, tenemos que arrancar de lo que España en realidad ofrece; y precisamente el negarlo, además de la torpeza que antes os decía, envuelve la de plantear el problema en el terreno más desfavorable para quienes pretenden defender la unidad de España, porque si nos obstinamos en negar que Cataluña tiene características propias, es porque tácitamente reconocemos que en esas características se justifica la nacionalidad, y entonces tenemos el pleito perdido si se demuestra, como es evidentemente demostrable, que muchos pueblos de España tienen esas características«.
Quien así hablaba era, en efecto, un diputado del Parlamento español, pero no el pasado martes 8 de abril de 2014 sino el… 30 de noviembre de 1934 (¡hace 80 años!) en la primera de las sesiones dedicadas ese año al estatuto de Catalunya. El diputado se llamaba José Antonio Primo de Rivera, hijo de general golpista, fundador de la Falange, pistolero y mártir del fascismo español. ¿En qué se diferenciaba de Rajoy, de Rubalcaba o de Rosa Díez? En que era más inteligente, se expresaba mejor y tenía mucho más coraje.
José Antonio lo veía así. Catalunya tiene su propia historia y su propia idiosincrasia nacional. Los que lo niegan están reconociendo «tácitamente» su derecho histórico y moral a la independencia; temen que el reconocimiento legal de su «diferencia» lleve inevitablemente a su «separación», lo que significa que en realidad la dan ya por perdida y apuestan por mantenerla a la fuerza mediante la «negación» y la «represión». José Antonio hace exactamente lo mismo que Rajoy, Rubalcaba y Rosa Díez, pero de manera mucho más brillante. No sólo reconoce sino que exalta la «diferencia catalana» y la «riqueza» que ella supone. Ahora bien, como Rajoy, Rubalcaba y Rosa Díez, el fundador de la Falange considera que esa «diferencia» sólo existe, sólo puede existir, en un proyecto común «español»: no hay ningún problema en conceder «autonomía» y «libertades para la auto-organización» a las «regiones» donde esté más arraigada la conciencia de este proyecto común; y de hecho -dice José Antonio- habría que conceder más «autonomía» a las «regiones más españolas» y menos a las que podrían utilizar esa «autonomía» para «deshispanizarse». ¿Cuál es este proyecto común? José Antonio tiene la decencia de llamarlo por su nombre: «unidad de destino en lo universal», «una gran empresa», un «rumbo histórico», «una vocación imperial de unir lenguas, razas, pueblos y costumbres». España. Si a los catalanes, dice, les proponemos algo así se sumarán enfervorizadamente y, si se suman enfervorizadamente, podrán regir sus «asuntos internos» sin negaciones ni molestias, desde la «españolidad» matizada, coloreada, específica, que llamamos Catalunya. Contra los que no acepten lo natural, lo bueno, lo bonito, lo razonable, lo «universal», será natural, buena, bonita, razonable y universal -ocurrió dos años después con los resultados conocidos- la intervención del ejército «español».
Lo malo es cuando a esta «vocación imperial» -que el fascismo reivindica orgullosamente- la llamamos con pudor mercantil «marca» o, aún peor, con impudor liberal, «democracia». Creo sinceramente que Rosa Díez tiene razón cuando dice que «en democracia las cuestiones esenciales no se discuten». No se discute el derecho a la tortura ni el derecho a la esclavitud ni la igualdad ante la ley ni la condición ciudadana de los homosexuales o las mujeres; no se debería discutir tampoco el derecho a la autodeterminación de los pueblos. Que estos principios en democracia no se discuten quiere decir que se han decidido ya y que no son revisables por ninguna asamblea ni, desde el exterior del espacio político, por ningún «ejército español». Llamamos «constitución» a esas decisiones «de derecho» ya tomadas que «no se deben discutir»; y no se puede hablar de verdadera constitución si lo que se decide y se vuelve «indiscutible» es exactamente lo contrario: la inferioridad de los negros, como en la constitución sudafricana del Apartheid, la soberanía legislativa de Dios, como en la iraní, o la «supremacía del déficit» y la «unidad de la patria garantizada por el ejército», como ocurre en la constitución española. Que Rajoy, Rubalcaba y Rosa Díez se amparen en la ley y la constitución sólo demuestra, en efecto, la necesidad de un nuevo proceso constituyente que revise de entrada -sin amenazas golpistas, como en 1936 y en 1978- el límite democrático de nuestra constitución: la inferioridad de los negros y las mujeres. Perdón: quiero decir «la unidad de España», esa «España a la fuerza» que desde hace 500 años viene lastrando cualquier proyecto de convivencia entre los pueblos y de democracia en nuestro país.
Es verdad. Hay pocos conceptos más escurridizos que los de «historia» y «voluntad popular», pero mucho más peligroso es tratar de utilizar el de «democracia» para imponer una historia y una voluntad particulares. La historia se construye mediante la violencia y el mito. Y la voluntad popular es -como recordaba Zapatero en una entrevista en la televisión catalana- muy manipulable. Por eso mismo para resolver la «cuestión nacional» hace falta sobre todo un fino, sereno, ejercicio de frónesis aristotélica: un juicio prudente que acepte la inexactitud de todas las historias y la volatilidad de todas las voluntades. Catalunya existe y sus ciudadanos reclaman mayoritariamente una consulta. Su existencia es el resultado de un precipitado histórico complejo -lleno de mitos y contramitos- cuyo reconocimiento legal, a través del estatuto de autonomía, es al mismo tiempo el motor y la afirmación de un «sujeto nacional» al que no se puede hacer callar «democráticamente». En cuanto a la voluntad, lo que no podemos admitir, como sugiere el expresidente Zapatero, es que sólo se expresó de manera realmente «libre» una vez, en el referéndum de 1978, recién salidos de la «pedagogía del terror» franquista y amenazados por el ruido de sables. La voluntad es manipulable y sin duda Artur Mas juega sus cartas en favor de una oligarquía catalana, y de un nacionalismo burgués, a los que la democracia les importa tanto como a Rajoy, Rubalcaba o Rosa Díez. La diferencia es que, por interés o por esencialismo, Mas defiende una «consulta» y Rajoy, Rubalcaba y Rosa Díez, por interés o esencialismo, la rechazan. Si la voluntad es manipulable, todos los partidos, políticos, periodistas, intelectuales y medios de comunicación deberían estar haciendo un enorme esfuerzo para imponer un poco de frónesis democrática entre los españoles en lugar de excitar, por electoralismo y «vocación imperial», el nacionalismo español más joseantoniano. A la manipulación en favor de la frónesis democrática se le llama «educación», «información», «democratización» y forma parte de la mínima responsabilidad exigible a nuestros gobernantes y nuestros políticos. Defender esa frónesis debe ser nuestra principal tarea, a sabiendas de que su reconocimiento constitucional implica no sólo la oportunidad histórica -por fin- de una verdadera fundación democrática de España sino la evitación de muchas tragedias y violencias históricamente familiares. A ningún español, y menos de izquierdas, debería asustarle la idea de una Catalunya republicana e independiente -si es que decidiese su independencia. Esa Catalunya sería tanto o más democrática que España y España, en virtud de este reconocimiento del «derecho a decidir», se democratizaría un poco más. Al mismo tiempo, salvo si los mitos y la violencia españolistas la provocan, ninguna catástrofe mayor es previsible: ni política ni económica ni social. Dejemos que el pueblo catalán decida, solidaricémonos con él y luchemos luego juntos, democráticamente, contra lo que a todos por igual -españoles, catalanes, vascos, griegos, portugueses- nos separa realmente de la democracia: el capitalismo, nacionalista o cosmopolita, del que Rajoy, Rubalcaba, Rosa Díez, Mas y la «troika» son representantes y defensores.
Santiago Alba Rico. Filósofo y columnista. Su último libro publicado es ¿Podemos seguir siendo de izquierdas? (Panfleto en sí menor) (Pol-len Edicions, Barcelona, 2014).
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