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Chernóbil, Irán y el cambio climático

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Últimamente he perdido ya la cuenta de tantos bulos y errores que se cuentan acerca de la energía de origen nuclear. A pesar de todas las edulcoradas ficciones, los forofos de la energía atómica lo tienen cada vez más difícil a la hora de presentar con una mínima credibilidad sus posiciones pro-nucleares ante la evidencia […]

Últimamente he perdido ya la cuenta de tantos bulos y errores que se cuentan acerca de la energía de origen nuclear. A pesar de todas las edulcoradas ficciones, los forofos de la energía atómica lo tienen cada vez más difícil a la hora de presentar con una mínima credibilidad sus posiciones pro-nucleares ante la evidencia abrumadora de la insensatez e inviabilidad del renacimiento de la energía nuclear.

Una de las mentiras más repetidas hace apología de una pretendida seguridad y capacidad de control de las instalaciones y la energía atómica para usos civiles. Este engaño busca defender la existencia de una nítida y hermética separación entre la fuente de energía nuclear y el armamento atómico. Mientras que con razón, los titulares de prensa se escandalizan ante la actual amenaza nuclear iraní y sopesan las posibles medidas militares a tomar frente al gobierno islámico, al mismo tiempo suelen callarse ante lo que paradójicamente ha sido una largo matrimonio de colaboración atómica «civil» entre países occidentales e Irán. Este histórico entendimiento entre los usos civiles ha posibilitado el posible acceso del régimen fundamentalista a las armas nucleares de destrucción masiva. El mito sobre la radical separación entre los «usos pacíficos» de la energía atómica y los «usos militares» ya no puede mantenerse por más tiempo. Dónde existe un programa nuclear, se crean las condiciones necesarias para que pueda existir también la bomba. Sí no, que le pregunten a la India, a Pakistán, a Israel, y ahora a Irán.

Otra de las afirmaciones infundadas sobre la pretendida bondad de la energía radioactiva insiste en que necesitamos las nucleares para luchar contra el cambio climático y para reducir nuestra dependencia con el petróleo. Nada de esto tiene que ver con la realidad ni con los datos objetivos. La energía nuclear aporta sólo una muy pequeña fracción (el 6%) del consumo energético final europeo, y su aportación es prácticamente insignificante a nivel mundial (de l% al 2%). La energía atómica no compite con la energía obtenida del petróleo que se consume sobre todo para el transporte y en otros destinos industriales. Por tanto, la producción de energía atómica difícilmente puede ayudar a reducir las emisiones de CO2 a la atmósfera generadas por la quema de combustibles fósiles petrolíferos. Tenemos que recordar que ni los coches ni los aviones funcionan con energía nuclear. Aunque hubiera más centrales nucleares, nuestra dependencia e inestabilidad económica asociada a la importación de petróleo seguiría, y tendría una escasa o nula influencia sobre la necesaria reducción de los gases invernadero emitidos a la atmósfera y sobre el cambio climático.

Sólo se puede luchar por un clima global estable mediante las recetas verdes: con inversiones en la eficiencia energética, el ahorro, el transporte público y las fuentes renovables de energía. Por ello, es urgente reorientar el grandioso gasto económico que suponen las nucleares hacia otras políticas energéticas mucho más eficaces y acordes con las necesidades del mundo vivo que habitamos.

En la búsqueda desesperada de argumentos y legitimidad pro-nuclear se afirma también que las instalaciones y producción nuclear son eficientes, cuando en realidad ocurre todo lo contrario. Se suele distorsionar la realidad mediante cifras sobre la energía generada pero no sobre la energía realmente consumida, que son mucho menores. También se ocultan y no se incluyen en el precio y la factura de consumo energético nuclear los astronómicos costes «externalizados» que exige la seguridad y las tareas para prevenir accidentes, el eventual desmantelamiento de las instalaciones o la gestión infinita de los residuos atómicos. Se suele olvidar también la total dependencia del uranio importado de países no muy estables. Además, las nucleares incorporan un desigual e injusto coste social de facturación: sólo pueden subsistir con subvenciones públicas masivas y con la garantía del estado. Es decir, la ciudadanía de a pie además de afrontar los riesgos y daños radioactivos que actúan y permanecen miles de años, también es la encargada de sufragar los gastos y incluso las seguridad misma de la anacrónica empresa nuclear, ya que ninguna aseguradora privada está dispuesta a asegurarla ante posibles accidentes.

Y ahora que estamos metidos de lleno en «la guerra contra el terrorismo», resulta muy curioso ver como los promotores del resurgimiento y la vuelta a las nucleares, sistemáticamente se olvidan de mencionar el grave peligro que comporta al convertir en objetivos terroristas las mismas instalaciones y los materiales transportados como el plutonio y el uranio y los residuos nucleares.

¿Debemos seguir aumentando estos riesgos atómicos? Es evidente que 20 años después del accidente de Chernóbil existen poderosas razones para mantener nuestro profundo rechazo a esta peligrosa tecnología que amenaza la vida de hoy y la de mañana.

David Hammerstein
Eurodiputado de Los Verdes